CUENTOS
DE BARRO
Hecho el dep6sito
que marca la ley
Primers edicion
Talleres Grificos Cisneros
San Salvador, 1933.
Segunda edicidn
Editorial Nucimento
Santigo de Chile, 1943.
Tercero edicidn
Editors Latinoamericana, S. A.
Lima, Peru.
Cuarta edicidn
Direcci6n General de Publicaciones
del Ministerio de Educaci6n
San Salvador, 1962.
1962 por Dnucci6N GNzRAL. DI PUBLICACIONIS DEL MINISmTRIO DI EDUCACIlN
Impreso en sus Talleres
Pasje Contreras Non. 11 y 13, San Salvador.
El Salvador, Centroamirica.
SALARRUE .
UENTOS
DE BARRO
Dibujos de
JosE MEJiA VIDEOS
Dp
MINISTERIO DE EDUCATION
DIRECTION GENERAL
DE PUBLICACIONES
SAN SALVADOR, EL SALVADOR, C. A.
t~O~OJ3QL
C
A ALICE LARDE DE VENTURING
en fraternal a/dn por devolverle
el terruiio perdido.
TRANQUERA
C OMO el alfarero de Ilobasco model sus mu-
fiecos de barro: sus viejos de cabeza temblona,
sus jarritos, sus molenderas, sus gallos de pitiyo, sus
chivos patas de clavo, sus indios cacaxteros y en fin,
sus batidores panzudos; asi, con las manos untadas
de realismo; con toscas manotadas y uno que otro
sob6n ritmico, he modelado mis Cuentos de Barro.
Despuds de la hornada, los mds rebeldes salieron
con pedazos un tanto crudos; uno que otro se des-
cantill6; dste salid medio rajado y aqudl boliado
dialtiro; dos o tres se hicieron chingastes. Pobreci-
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tos mis cuentos de barro... Nada son entire los
miles de cuentos bellos que brotan dia a dia; por
no estar hechos en torno, van deformes, toscos, vi-
ciados; porque, lqud saben los nervios de linea
pura, de curva armdnica? gQud sabe el rojizo tinte
de la tierra quemada, lakas y barnices?; y el palito
rayador, iqud sabe de las habilidades del buril?...
Pero del barro del alma estdn hechos; y donde se
sac6 el material un hoyito queda, que los inviernos
interiores han llenado de melancolia. Un vacio
queda alli donde arrancamos para dar, y ese va-
cio sangra satisfacci6n y buena voluntad.
Alli va esa hornada de cuenteretes, medio cru-
dos por falta de lefia: el sol se encargard de irlos
tostando.
LA BOTIJA
TOSE Pashaca era un cuerpo tirado en un cuero;
el cuero era un cuero tirado en un rancho; el
rancho era un rancho tirado en una ladera.
Petrona Pulunto era la nana de aquella boca:
--Hijo: abri los ojos, ya hasta la color de que
los tents se me olvid61
Jos6 Pashaca pujaba, y a lo much encogia la
pata.
-Qu6 quiere mama?
-iQues nicesario que tioficies en algo, ya tis
indio entero!
11
-AAgiienl...
Algo se regener6 el holgazan: de dormir pas6
a estar triste, bostezando.
Un dia entr6 Ulogio Isho con un cuenterete.
Era un como sapo de piedra, que se habia hallado
arando. Tenia el sapo un collar de pelotitas y tres
hoyos: uno en la boca y dos en los ojos.
-iQu6 feyo este babosol -lleg6 diciendo. Se
carcajeaba-; meramente el tuerto Candel...
Y lo dej6, para que jugaran los cipotes de la
Maria Elena.
Pero a los dos dias lleg6 el anciano Bashuto, y
en viendo el sapo dijo:
-Estas cositas son obra denantes, de los agiielos
de nosotros. En las aradas se incuentran catizumba-
das. Tambi6n se hallan botijas llenas dioro.
Jose Pashaca se dign6 arrugar el pellejo que
tenia entire los ojos, alli donde los demis llevan la
frente.
--C6mo es eso, fio Bashuto?
Bashuto se desprendi6 del puro, y tir6 por un
lado una escupida grande como un caite, y asi
sonora.
-Cuestiones de la suerte, hombr6. Vos vas aran-
do y Iplosh!, derrepente pegAs en la huaca, y
yastuvo; tihacbs de plata.
-lAchis!, ien veras, fio Bashuto?
-lComol6isl
Bashuto se prendi6 al puro con toda la fuerza
de sus arrugas, y se fue en humo. Enseguiditas con-
t6 mil hallazgos de botijas, todos los cuales "el bia
prisenciado con estos ojos". Cuando se fue, se fue
sin darse cuenta de que, de lo dicho, dejaba las
cAscaras.
Como en esos dias se muri6 la Petrona Pulunto,
Jose levant6 la boca y la llev6 caminando por la
vecindad, sin resultados nutritivos. Comi6 majon-
chos robados, y se decidi6 a buscar botijas. Para
ello, se puso a la cola de un arado y empuj6. Tras
la reja iban arando sus ojos. Y asi fue como Jos6
Pashaca lleg6 a ser el indio mis holgazAn y a la vez
el mis laborioso de todos los del lugar. Trabajaba
sin trabajar -por lo menos sin darse cuenta- y
trabajaba tanto, que las horas coloradas le hallaban
siempre sudoroso, con la mano en la mancera y
los ojos en el surco.
Piojo de las lomas, caspeaba Avido la tierra
negra, siempre mirando al suelo con tanta aten-
ci6n, que parecia como si entire los borbollos de
tierra hubiera ido dejando sembrada el alma. Pa
que nacieran perezas; porque eso si, Pashaca se
sabia el indio mis sin oficio del valle. El no traba-
jaba. El buscaba las botijas llenas de bambas dora-
das, que hacen "iplocosh!" cuando la reja las topa,
y vomitan plata y oro, como el agua del charco
cuando el sol comienza a ispiar detris de lo del
ductor Martinez, que son los Ilanos que topan al
cielo.
Tan grande como 61 se hacia, asi se hacia de
grande su obsesi6n. La ambici6n mAs que el ham-
bre, le habia parade del cuero y lo habia empujado
a las laderas de los cerros; donde ar6, ar6, desde
la griteria de los gallos que se tragan las estrellas,
hasta la hora en que el giias ronco y ligubre, para-
do en los ganchos de la ceiba, puya el silencio con
sus gritos destemplados.
Pashaca se peleaba las lomas. El patr6n, que se
asombraba del milagro que hiciera de Jose el mis
laborioso colono, dabale con gusto y sin media
luengas tierras, que el indio sofiador de tesoros
rascaba con el ojo presto a dar aviso en el coraz6n,
para que este cayera sobre la botija como un trapo
de amor y ocultamiento. Y Pashaca sembraba, por
fuerza, porque el patr6n exigia los censos. Por fuer-
za tambibn tenia Pashaca que cosechar, y por fuerza
que cobrar el grano abundante de su cosecha, cuyo
product iba guardando despreocupadamente en
un hoyo del rancho, por siacaso.
Ninguno de los colonos se sentia con higado su-
ficiente para llevar a cabo una labor como la de
Jose. "Es el hombre de jierro", decian; "ende que
le entr6 asaber que, se propuso hacer pisto. Ya
tendri una buena huaca..."
Pero Jos6 Pashaca no se daba cuenta de que,
en realidad, tenia huaca. Lo que 1l buscaba sin
desmayo era una botija, y siendo como se decia
que las enterraban en las aradas, alli por fuerza la
incontraria tarde o temprano.
Se habia hecho no s6lo trabajador, al ver de los
vecinos, sino hasta generoso. En cuanto tenia un
dia de no poder arar, por no tener tierra cedida,
les ayudaba a los otros, les mandaba descansar y
se quedaba arando por ellos. Y lo hacia bien: los
surcos de su reja iban siempre pegaditos, chachados
y projundos, que daban gusto.
-iOnde te metbs, babosada! -pensaba el indio
sin darse por vencido-: Y tei de topar, aunque no
querras, asi mihaya de tronchar en los surcos.
Y asi fue; no lo del encuentro, sino lo de la
tronchada.
Un dia, a la hora en que se verdeya el cielo y en
que los rios se hacen rayas blancas en los llanos,
Jos6 Pashaca se dio cuenta de que ya no habia
botijas. Se lo avis6 un desmayo con calentura; se
dobl6 en la mancera; los bueyes se fueron parando,
como si la reja se hubiera enredado en el raizal
de la sombra. Los hallaron negros, contra el cielo
claro, voltiando a ver al indio embruecado, y reso-
llando el viento oscuro".
Jos6 Pashaca se puso malo. No quiso que naide
lo cuidara. "Dende que bia finado la Petrona, vivia
ingrimo en su rancho".
Una noche, haciendo juerzas de trips, sali6
sigiloso llevando, en un cAntaro viejo, su huaca. Se
agachaba detris de los matochos cuando 6iba rui-
dos, y asi se estuvo haciendo un hoyo con la cuma.
Se quejaba a ratos, rendidc, pero luego seguia con
brio su tarea. Meti6 en el hoyo el cAntaro, lo tap6
bien tapado, borr6 todo rastro de tierra removida;
y alzando sus brazos de bejuco hacia las estrellas,
dej6 ir liadas en un suspiro estas palabras:
-IVaya: pa que no se diga que ya nuai botijas
en las aradas!...
LA HONRA
H ABIA amanecido nortiando; la Juanita limpia;
lagua helada; el viento llevaba zopes y olores.
Atraves6 el llano. La nagua se le amelcochaba y se
le hacia calzones. El pelo le hacia alacranes negros
en la cara. La Juana iba bien content, chapudita y
apagandole los ojos al viento. Los arboles venian co-
rriendo. En medio del llano la cogi6 un tumbo de
norte. La Juanita llen6 el frasco de su alegria y lo
tap6 con un grito; luego sali6 corriendo y enredan-
dose en su risa. La chucha iba ladrando a su lado,
queriendo alcanzar las hojas secas que pajareaban.
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El ojo diagua estaba en el fondo de una barran-
ca, sombreado por quequeishques y palmitos. Mas
abajo, entire grupos de giiiscoyoles y de ishcanales,
dormian charcos azules como cascaras de cielo, lar-
gas y oloriferas. Las sombras se habian desbarran-
cado encima de los paredones; y en la corriente
pacha, quebradita y silenciosa, rodaban piedrecitas
de cal.
La Juanita se sent6 a descansar: estaba agitada;
los pechos -bien cefiidos por el traje- se le que-
rian ir y ella los sofrenaba con suspiros imperiosos.
El ojo diagua se le quedaba viendo sin parpa-
dear, mientras la chucha lengiieaba golosamente
el manatial, con las cuatro patas ensambladas en
la arena virgen. Rio abajo, se bafiaban unas ra-
mas. Cerca unos pefiascales verdosos sudaban el
dia.
La Juanita sac6 un espejo, del tamafio de un
col6n, y empez6 a espiarse con cuidado. Se arregl6
las mechas, se limpi6 con el delantal la frente su-
dada; y como se queria, cuando a solas, se dej6
un beso en la boca, mirando con recelo alrededor,
por miedo a que la bieran ispiado. Haciendo al
escote comulgar con el espejo, se baj6 de la piedra
y comenz6 a pepenar chirolitas de tempisque para
el cinquito.
La chucha se puso a ladrar. En el recodo de la
barranca apareci6 un hombre montado a caballo.
Venia por la luz, al paso, haciendo chingastes el
vidrio del agua. Cuando la Juana lo conoci6, sinti6
que el coraz6n se le habia ahorcado. Ya no tuvo
tiempo de escaparse; y, sin saber por qua, lo esper6
agarrada de una hoja. El de a caballo, joven y gua-
po, apur6 y pronto estuvo a su lado, radiante de
oportunidad. No hizo caso del ladrido y empez6 a
chuliar a la Juana con un galope incontenible como
el viento que soplaba. Hubo defense claudicante,
con noes temblones y jaloncitos flacos; despu6s
ayes, y despus... El ojo diagua no parpadeaba.
Con un brazo en los ojos, la Juana se qued6 en la
sombra.
*
Tacho, el hermano de la Juanita, tenia nueve
afios. Era un cipote aprietado y con una cabeza de
huizayote. Un dia vido que su tata estaba furioso.
La Juana le bia dicho quidn sabe que, y el tata
le bia metido una penquiada del diablo.
-IBabosal -habia oido que le decia- IHabis
perdido lonra, que era ldnico que traibas al
mundol iSi biera sabido quibas ir a dejar lonra
al ojo diagua, no te dejo ir aquel diya; gran ba-
bosal...
Tacho llor6, porque queria a la Juana como si
hubiera sido su nana; e ingenuamente, de escon-
diditas, se jud al ojo diagua y se puso a buscar
cachazudamente lonra e la Juana. El no sabia ni
poco ni much c6mo seria lonra que bia perdido
su hermana, pero a juzgar por la c61era del tata,
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bia de ser una cosa muy fAcil de hallar. Tacho se
maginaba lonra, una cosa lisa, redondita, quizA
brillosa, quizA como moneda o como cruz. Pelaba
los ojos por el arenal, rio abajo, rio arriba, y no
miraba mAs que piedras y monte, monte y piedras,
y lonra no aparecia. La bia buscado entire lagua,
en los matorrales, en los hoyos de los palos y
hasta le bia dado gilelta a la arena cerca del ojo, y
inada!
-Lonra e la Juana, dende que tata la penquia-
do -se decia-, ha de ser grande.
Por fin, al pie de un chaparro, entire hojas de
sombra y hojas de sol, vido brillar un objeto extra-
fio. Tacho sinti6 que la alegria le iba subiendo por
el cuerpo, en espumarajos cosquilleantes.
--Yastuvol -grit6.
Levant6 el objeto brilloso y se qued6 asom-
brado.
-lAchisl -se dijo- No sabia yo que lonra juera
ansina...
Corri6 con toda la fuerza de su alegria. Cuando
lleg6 al rancho, el tata estaba pensativo, sentado en
la piladera. En la arruga de las cejas se le bia me-
tido una estaca de noche.
-ITatal -grit6 el cipote jadeante-: IEi ido al
ojo diagua y ei incontrado lonra e la Juana; ya no
le pegue, tomel...
Y puso en la mano del tata asombrado, un fino
pufial con mango de concha.
El indio cogi6 el pufial, despach6 a Tacho con
un gesto y se qued6 mirando la hoja puntuda,
con cara de vengador.
-Pues es cierto... -murmur6.
Cerraba la noche.
SEMOS MALOS
G OYO Cuestas y su cipote hicieron un arrest,
y se jueron para Honduras con el fon6grafo.
El viejo cargaba la caja en bandolera; el muchacho,
la bolsa de los discos y la trompa achaflanada, que
tenia la forma de una gran campanula; flor de lata
monstruosa que perjumaba con mulsica.
-Dicen quen Honduras abunda la plata.
-Si tata, y por Ai no conocen el fon6grafo,
dicen...
-Apurl el paso, vos; ende que salimos de Me-
tapan tr6s choya.
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--Ahl, es quel cincho me viene jodiendo el
lomo.
-Apechilo, no sias bruto.
Apiaban para sestear bajo los pinos chiflantes
y odoriferos. Calentaban cafe con ocote. En el
bosque de zunzas, las taltuzas comfan sentaditas, en
un silencio nervioso. Iban Ilegando al Chamelec6n
salvaje. Por dos veces bian visto el rastro de la
culebra carretia, angostito como fuella de pial. Al
sesteyo, mientras masticaban las tortillas y el queso
de Santa Rosa, ponian un fostr6. Tres dias estuvie-
ron andando en lodo, atascados hasta la rodilla. El
chico lloraba, el tata maldecia y se reiba sus ratos.
El cura de Santa Rosa habia aconsejado a Goyo
no dormir en las galeras, porque las pandillas de
ladrones rondaban siempre en busca de pasantes.
Por eso, al crepdsculo, Goyo y su hijo se internaban
en la montafia; limpiaban un puestecito al pie
diun palo y pasaban alli la noche, oyendo cantar los
chiquirines, oyendo zumbar los zancudos culuazul,
enormes como arafias, y sin atreverse a resollar,
temblando de frio y de miedo.
-ITata: brain tamagases?...
-N6ijo, yo ixamin6 el tronco cuando anochecia
y no tiene cuevas.
-Si juma, jume bajo el sombrero, tata. Si miran
la brasa, nos hallan.
-Si, hombre, tate tranquilo. Dormite.
-Es que currucado no me puedo dormir luego.
-EstirAte, put...
-No puedo, tata, much yelo...
-IA la puerca, con vos! Cuchuyate contra yo,
pue...
Y Goyo Cuestas, que nunca en su vida habia
hecho una caricia al hijo, lo recibia contra su pes-
tifero pecho, duro como un tapexco; y, rodeAndolo
con ambos brazos, lo calentaba hasta que se le dor-
mia encima, mientras el, con la cara ailudada de
resignaci6n, esperaba el dia en la punta de cual-
quier gallo lejano.
Los primeros clareyos los hallaban alli, medio
congelados, adoloridos, amodorrados de cansancio;
con las feas bocas abiertas y babosas, semi-arreman-
gados en la manga rota, sucia y rayada como una
cebra.
Pero Honduras es honda en el Chamelec6n.
Honduras es honda en el silencio de su montafia
barbara y cruel; Honduras es honda en el misterio
de sus terrible serpientes, jaguars, insects, hom-
bres... Hasta el Chamelec6n no llega su ley; hasta
alli no llega su justicia. En la region se deja -como
en los tiempos primitivos- tener buen o mal cora-
z6n a los hombres y a las otras bestias; ser crueles
o magnanimos, matar o salvar a libre albedrio. El
derecho es claramente del mAs fuerte.
*
Los cuatro bandidos entraron por la palizada
y se sentaron luego en la plazoleta del rancho, aquel
rancho naufrago en el cafiaveral cimarr6n. Pusie-
ron la caja enmedio y probaron a conectar la boci-
na. La luna llena hacia saltar chingastes de plata
sobre el artefacto. En la mediagua y de una viga,
pendia un pedazo de venado olisco.
-Te digo ques fol6grafo.
--Vos bis visto c6mo lo tocan?
-lAju!i... En los bananales los ei visto...
--Yastuvol...
La trompa trab6. El bandolero le dio cuerda, y
despubs, abriendo la bolsa de los discos, los hizo
salir a la luz de la luna como otras tantas lunas
negras.
Los bandidos rieron, como nifios de un planet
extrafio. Tenian los blanquiyos manchados de algo
que parecia lodo, y era sangre. En la barranca
cercana, Goyo y su cipote hufan a pedazos en los
picos de los zopes; los armadillos habianles amplia-
do las heridas. En una masa de arena, sangre, ropa
y silencio, las ilusiones arrastradas desde tan lejos,
quedaban abonadas tal vez para un sauce, tal vez
para un pino...
Ray6 la aguja, y la canci6n se lanz6 en la brisa
tibia como una cosa encantada. Los cocales para-
ron a lo lejos sus palmas y escucharon. El lucero
grande parecia crecer y decrecer, como si colgado
de un hilo lo remojaran subi6ndolo y bajAndolo en
el agua tranquila de la noche.
Cantaba un hombre de fresca voz, una canci6n
triste, con guitarra.
Tenia dejos llorones, hipos de amor y de gran-
deza. Gemian los bajos de la guitarra, suspirando
un deseo; y, desesperada, la prima lamentaba una
injusticia.
Cuando par6 el fon6grafo, los cuatro asesinos
se miraron. Suspiraron...
Uno de ellos se ech6 Ilorando en la manga. El
otro se mordi6 los labios. El mis viejo mir6 al suelo
barrioso, donde su sombra le servia de asiento, y
dijo despubs de pensarlo muy duro:
-Semos malos.
Y Iloraron los ladrones de cosas y de vidas,
como nifios de un planet extrafio.
LA CASA EMBRUJADA
LA casa vieja estaba abandonada alli, en el centro
del enmontado platanar. La brefia bia ido is
piando por las claraboyas que los temblores abrie-
ran para ispiar ellos. Tenia una mediagua embrue-
cadiza, donde hacian novenario perpetuo los
panales devotos. En los otros tres lados, ni una
puerta; apenas un rellano de empedrado, ya perdi-
do entire el zacate que lambia gozoso las paredes
lisas: aquella care de casa, blanquiza en la escu
rana vegetal, con un blancor que deja ganas de tris-
teza y que infunde carifio.
29
Los mosquitos se prendfan en el silencio, como
.n un turr6n. El tejado, musgoso y renegrido, era
como la arada en un cerrito tristoso. El viento
habia sembrado alli una que otra gotera fructifera,
con rdices diagua y flores redonditas de sol, que
caminaban por el suelo y las paredes del interior.
La casa vieja taba dijunta, enderrepente.
Segan algunos vecinos, aquel abandon se debia
a que laija del viejito Moran, que vivi6 alli, bia
muerto tisguacal. El maishtro Ulalio decia que era
porque espantaban: "Sale el espireto de la Tona",
decia; "yo luei visto tres veces: chifla y siacurruca;
chifla, y se acurruca: despubs, mece las mangas y
se dentra en el platanar".
Ro M6nico, que estaba loco de una locura
mansita -porque hablaba disparates muy cuerda-
mente- decia con el aire de importancia y supe-
rioridad que lo caracterizaba:
--Ah..., no sefior..., nuai tales careros.
aloye, nuai tales!... Siesque vinieron los "mana-
guas", despacito..., y cerraron las puertas cuando
era al mediodia, aloy6. Dejaron adentro a la Noche,
que bia venido a beber agua descondidas del sol.
Alli la tienen enjaulada, aloye, y la amarraron
con una pita e matate. IC6mo se val? SestA pu-
driendo diambre: ya giede, aloye, lya giedel Pasa
ispiando por los juracos de la pare; y, cuando
nuentran sapos, aguanta hambre. Dende aqui sio-
yen a veces los destertores de la gonia. Se va en
friyo, aloy&. Un diya destos va parecer la yelas6n
derretida por las rindijas. Los "managuas" la vie-
nen a bombiar todbs los diyas, con ronquidos
diagua, para joderla mis ligero, aloy6...
Los zopes no se paraban nunca en el tejado.
A veces el gavilAn le hacia un pase, con su cruz de
sombra; y dicen que la casa se encogia y pujaba.
Taba embrujada. De noche se oiba el jul, jul de
una hamaca. Un chucho, que lleg6 un dia a oler
la casa, sali6 dando gritos de gente por el monte y
montado en su cola.
Las hojas enormes de los majonchos le hacian
cosquillas a la casa con las puntas. Sus sombras,
en forma de cejas, se mecian en las paredes, que
parecian hacer muecas nerviosas. En un ventanuco
que estaba en la culata una arafia habia enrejado,
por si abrian... Las hormigas guerreadoras le
habian puesto barba en una esquina. De cuando
en cuando, una teja desertaba en el viento. Una
tarde en que Ulalio se acerc6, le hablaron desde
adentro. Puso atenci6n, y oy6 la voz, sin entender
las palabras: "era como que vaceyan un cAntaro",
decia, "me dentr6 un friyo feyo en el lomo y sally
a la carrera".
Una vez pas6 cerca el cura. Le pidieron consejo
y 1l quiso ir a ver la casa del embrujo. Se apid; y,
remangindose la sotana, fue al platanar con Ula-
lio, la Chana y Julian.
-CQui&n vivi6 alli?
-El viejito Moran y suija que muri6 de lumo-
nia. Otros dicen que taba tubreculosa.
El cura lleg6 hasta la mediagua. Los panales
empezaron a confesar su misterio. Abri6 sin temor
las puertas desvencijadas. El cadaver de la noche,
que habia quedado recostado en la puerta, se de-
rrumb6 hacia afuera. Instintivamente, todos dieron
un paso atris. Rapida, como un rayo de came,
una culebra negra y brillante sali6 y se perdi6 en
el monte. Los sapos venian saltando hacia afuera,
como piedras vivas. Entre los ladrillos verdosos, las
rueditas de plata de las goteras se habian hecho
hongos. El aire jediondo casi se agarraba con la
mano. Una botella olvidada habia ido apagando su
brillo de puro terror.
El cura mand6 a JuliAn por escobas y empez6
a jalar los acapetates con una vara. Se desgajaban,
haciendose tierra. De aquella rama sombria del
techo, los murcielagos se desprendian, como hojas,
o se volvian a colgar, como frutas pasadas.
El cura estuvo toda la tarde limpiando la casa.
Bendijo un tarro de agua y lo reg6 por todas parties.
Sac6 un libro y susurr6 latines. Clav6 una cruz de
palo en un pilar y orden6 que se dejaran abiertas
las puertas para que oreara, que se desenmontaran
los contornos, que se cogieran las goteras, se plan-
taran flores en el suelo y se colgaran macetas de las
vigas.
Dias despubs, el cura pudo ver la casa resucita-
da. El patio liso y barrido, las enredaderas trepAn-
dose por las paredes y las macetas colgadas de las
vigas. Sonriente y gordo, palme6 en la espalda de
Ulalio y le dijo:
--Conque, embrujada, eh?...
--No creya Padre, entuavia sioye un bisbi-
seyo!...
DE PESCA
ERAN alli como las tres de la madrugada. La
luna, de Ilena, lambia las sombras prietas en los
montarrascales y en los manglares dormilones. El
estero, lagunoso en su calma, era como un pedazo
de espejo del dia; del dia ya roto. La playa lecho-
sa, de cascajo crema, se dejaba espulgar por las sua-
ves ondas espumiferas, que la brisa devanaba sin
prisa. La isla, al otro lado del agua, se alargaba
como una nube negra que flotara en aquel cielo
diafano, mitad cielo, mitad estero. Las estrellas pin-
taban en ambos cielos. El mar, a lo lejos, roncaba
35
adormilado por la frescura del aire y la claridad del
mundo. Un cord6n de aves blancas pas6, silencioso
y ondulante como una culebra de luna.
De la mediagua oscura, sali6 a la playa un in-
dio. Llevaba desnudo el torso, los calzones arre-
mangados sobre las rodillas; se desperezaba, como
queriendo echar al suelo el fardo del suefio. La
arena, al ser hollada por los anchos pies descalzos,
mascaba el silencio. Mir6 las estrellas con los ojos
fruncidos. Se espant6 los mosquitos, mir6 el agua
platera y regres6 al rancho.
-Son ya mero las tres, vos... dNos vamos?
Una especie de aullido de pereza le contest.
Luego, la voz atecomatada del compaiiero res-
pondi6:
-Ai veya, mano...
-Amon6os...
Los indios, hurgando en la sombra del caedizo,
escogieron los utensilios y fueron trasladandose al
bote. El bote dormia, encallado, mitad en el agua,
mitad en la arena. Un chucho prieto iba y venia
husmeando el viaje. Por efecto del silencio del
agua, de la luz, del cielo bajero, el mundo todo
parecia palpitar, cabecear como un barco en mar-
cha. Los pocuyos, despenicados en la inmensidad,
arrullaban la cuna de la noche con su triste "oieo,
oieo, oieo", que sonaba intermitente, como la pa-
letada blanda del remo que va, va, va... sin prisa
y sin ruido.
-Ya va ser parada diagua, vos.
-Ya paro, mano.
-lAligere, pu6l...
Despegaron el bote a empujones y pujidos. El
bote cole6, libre, descantilldndose tantito y revol-
viendo la plata de la luna en desparpajos. Hundi-
dos hasta las piernas, aun empujaron. Luego se
metieron dentro y se dejaron Ilevar por el tranquil
del agua parada. Era el cambio de marea; las
corrientes que entraban al estero, fatigadas de ir
buscando mundo, descansaban un moment, antes
de regresar al mar abierto. Entonces el peje abis-
mado venia arriba, flordeaguando, y buscaba la
calma de las ramazones y de los bancos. Ligeros
colazos de zafiro indicaban ya el punto del agua.
Las sombras rojizas de los parvos pasaban, esqui-
vando el peligro, avisados por el lknguido paleteo
del canalete.
En fraterno silencio los indios cruzaban el
agua, como si volaran entire dos cielos. En la proa,
Avida de espacio, el uno empujaba con la pertiga
negra y larga que subia y bajaba ritmicamente,
sincronizando con el manosear del canalete, que
el otro indio manejaba en la popa, acurrucado y
friolento. En el centro del bote el chucho, sentado,
miraba timidamente los cacharros del cebo.
-IQu6 friyo, vos!...
-iAj61...
--Vamos al ramazal de la bocana?
-Como quiera, mano.
Los ramazales emergian del agua purisima
como inmensas arafias negras. Dos, tres, cuatro...,
quedaban atris. Al pasar rondando un tronco, el
raizal projundo barzoni6 el bote, afligi6ndolo. Con
habil punteo, salieron del paso.
-INo se arrime much, manol
Torcieron hacia el sur; a poca distancia del ra-
mazal, echaron el fondo y quedaron inm6viles.
Poco tiempo despues arrojaban los anzuelos. Con
rApido ademin los lanzaban al aire. La pita hacia
una larga parabola, y el plomo se hundia alli, con
un ligero: "chukuz". Luego el cordel se quedaba
ondulando encima y poco a poco se abismaba.
Quedaban a la espectativa. Habian encendido los
puros y jumaban, acurrucados.
--Pican, mano?
-No quieren picar.
-Ya me punteyan, vos.
--Eh...?
-Es bagre, de juro. Estos chingados sian de
ber llevado la chimbera.
La chimbera era el cebo. El indio sac6 el anzue-
lo, de jal6n en jal6n. Por fin sobreagu6 el plomo
negruzco. Se habian llevado el bocado.
--Lo vido? Son esos babosos bagres, vos.
-Si quiere nos hacemos al lado de laisla.
Iba a sacar su cordel, cuando un fuerte tir6n,
que lade6 el bote, les advirti6 de una presa mayor.
-lJale, mano; debe scr "mero"!
El indio tir6 con todas sus fuerzas.
--Ya mero rcvienta este jodidol
Lleg6 el otro a ayudarle. Tiraron penosamente.
El bote cimbraba, voltidn. En la cola de un espu-
marajo surgi6 de pronto una sombra enorme, que
arrollaba la linfa con impetus de marejada. La luz
nerviosa le mordia en redor.
-IA la ronca, mano, es tibur6nl
-lY del fiero, vos!
--Lo encaramamos?
-IDejelo dir, chero, nos puede joder al chuchol
-GGut perder mi anzuelo?...
-Qu6 siarremedia?
Un coletazo formidable hizo crujir el bote. El
chucho buscaba fijo, abriendo las cuatro patas y
hundiendo la cola. Soltaron. Se apercoyaron a las
bordas y trataron de nivelar. Un segundo coletazo
lade6 el bote. Dos sombras eseantes atacaban con
furia.
--Levante el fondo ligero!
--AguArdese!
Un tercer coletazo ech6 de bruces al indio que
tiraba del fondo. La caida hizo volcarse al bote;
hubo un griterio salvaje; las colas golpeaban en la
cscara del bote como en un tambor. Grandes rosas
de espuma se fugaban en circulos, empurpurando
la plata mansa. Despues, todo qued6 quieto.
*
Agrupados en la orilla, los moradores del valle
escrutaban la noche. Los gritos habian levantado
a las gentes. La fia Ger6nima, gorda y grasienta,
con su delantal de cuadros azules, comentaba tem-
blorosa.
--Avemariapurisimal...
Los viejos de quijada de plomo cabeceaban,
como diciendo:
-Pa que veyan...
Los cipotes abrian sus bocas y se acurrucaban,
para descansar las barrigas enormes.
-Esos han sido los Garciya.
-0 los Munto.
-Hilario y Cosme, quiza...
-A saber si jue Mincho de la sefiA Fabiana.
-Si, pue...
El dia venia abriendo ripido, con ambas manos,
los azules del Azul. La luna, marchita ya, se arrin-
conaba en la montafia. Las ondas de la vaciante
trdiban orito en la punta. El manglar se habia se-
parado del paisaje, tomando su cuerpo. La isla
verdegueaba, y la frangacia de la mafiana venia
mera cargada.
De pronto, se vio una estela que flechaba hacia
la orilla. Todos quedaron en suspense. Un perro
negro llegaba jadeante, aclarando el misterio de la
tragedia. Sali6 de un iltimo pechazo a la orilla;
mene6 el rabo; se sacudi6 bruscamente la gloria
del sol, y no dijo nada.
BAJO LA LUNA
LA laguneta se iba durmiendo en la anochecida
caliente. Rodeada de bosques negros iba per-
diendo sus sonrojos de mango saz6n y se ponia
color de campanilla, color de ojo de ciego. El ca-
malote anegado en los aguazales le hacia pestafia.
El cielo brumeaba como quemaz6n de potrero,
donde eran brasas los Altimos apagos del poniente.
Abajo habia, en balsa de ramalada, dos garzas
blancas; la una, mirando atenta la gusanera del
viento en el vidrio verde de las ondas; la otra,
mirando como asustada el cielo en donde apun-
41
taba una estrella con inquietudes de escama co-
barde.
Giielia a mumuja de palo podrido, a zompope-
ra, a chira de matepldtano, a talepate y a julunera
triste. Habia ahogados en todas las oriyas, ahogados
hamaqueantes, sobreagiieros, de tronc6n y de basu-
ra. En las pescaderas, las varas ensambladas estaban
prietas sobre el claror, y se reflejaban culebriando
guindoabajo. Pringaba jenjdn y zancudo. A lotra
oriya se oiba patent el butute del guauce, Ilaman-
do a la pareja para beber sombra. En el escobillal
oscuro de la noche, el cielo y el agua quedaban
trabados, como guindajos arrancados a una som-
brilla de seda destefiida. El dia se alejaba, lento
y cabecero, echando polvo con las patas como los
toros cimarrones.
Llegada la noche, un tufo a tigre sopl6 los ma-
torrales, la laguneta sonaba como una cuerda dia-
gua a cada respiro, y de cuando en cuando se ofan
los chukuces de las mojarras asustadas.
La rancheria del vallecito estaba en una ense-
nada oscurecida de tamarindos y voladores. Habia
ranchos hojarasquines, ranchos palma barrendera,
coludos como pajuiles, y ranchos empalizados a tra-
v6s de cuyas paredes de esqueleto, la luz candilera
-esa tristura de querencia nocturna- se filtraba
a los patios de barro desnudo, alargandose en ca-
prichosas luminarias.
Los chuchos empezaban a ladrar con persisten-
cia con su quejumbre peculiar, los tuncos revolvian
las sobras de huate que bueyes forasteros habian
dejado al pie de los morros, de troncos limados
por las cornamentas. Una guitarra escondida rofa
el suefio de la noche. Venia saliendo la luna con
una fogarada platera que daba gusto. La luz chele
y tristona se tendia en los playones bocabajo, ala-
gartada entire los troncos torcidos, chafando las
trompas de los cayucos varados en seco. Los jocotes
botaban sus frutas de rato en rato, en el blando
esti&rcol espolvoreado. Iban los primeros temblo-
res de luz, estremeciendo a lo ancho el agua frio-
lenta.
Con un trigico sonar de cartucheras y caitazos,
el rancho de Miguel se vi6 rodiado por la escolta
guarera. Sobre la puerta, de cuyas rendijas manaba
resplandor de alma, el cabo Remigio L6pez dio
tres fierrazos con la cruz de su daga. De dentro
naide respondi6 y la luz se apag6, dejando m"s en
luna la entrada.
A una sefia del cabo, los chicheros empezaron
a culatiar la puerta, hasta que de golpe se jud en
blanco. La ventana trasera estaba cuidada por tres
hombres y cuando se abri6 fue como la boca de
una trampa. Hubo una refriega que atrajo algunos
curiosos; y pronto los cuatro sacadores cogidos, sa-
lian del caserio con las ollas y los telengues al
hombro.
El camino estaba como el dia, y la arenita fres-
ca acariciaba los pies. Iban los ocho de la escolta
distray6ndose con los luceros; y el cabo, montado,
jumando su puro, se agachaba dormil6n. S61o los
press conversaban. El cabo les oiba, perdonero.
Llegado que hubieron a las ruinas del obraje,
hubo un descanso. El cabo L6pez se acerc6 amiga-
ble a Miguel y le dijo:
-Esa fia Pabla Portillo de que hablaba ust6, jo-
ven, onde vive?
-En Las Isletas. Es mi mama...
--Tiene hermanas su mama?
-La fia Dolores Portillo, de San Juan.
-Es la mia...
-Entonce, uste es Remigio L6pez, el marido de
la Felicia.
-El mesmo.
--Ah, ya jodimosl...
-Me vuA quedar con vos atris, y te golv6s...
Miguel sonri6 apenado y se mir6 las manos.
-Veya, primo; si me va a soltar s61o a yo, mejor
all6veme.
El cabo vacil6, honorifico.
-Es que el deber, hermano... la vaina...
Como Miguel le miraba fijo y callando, el cabo
L6pez se alej6 lento a la sombra oscura de una fila
de isotes y llam6 a los soldados, que le fueron ro-
deando curiosos. Al mismo tiempo Miguel se uni6
a los press y les arrim6 al puro de la resignaci6n,
la brasa de la esperanza.
Despu6s de un buen rato de espera, los sacado-
res vieron llegar al cabo que se arrimaba caviloso.
Se par6 enfrente, con los brazos cruzados encima de
la daga. Los mir6 uno a uno como juido. Naide ha-
b16 palabra. Lejano se oiba el rio, siempre despier-
to. Como en trance sin remedio, el cabo dijo por
fin:
-IDesgranense, desgraciados; no seya que me
arripiental...
Semejando cercenadas cabezas de gigantes, las
ollas se quedaron solitas junto al cerco de p6as,
como diciendo: "1Achis, iqu6 pasaria?..."
EL SACRISTAN
SE Ilamaba Agruelio; era casi joven, casi viejo;
su cara era rostro. Sonreiba beatificamente, con
la dulzura triste de las bocas sin dientes. Era more-
no; de pelo gris; de ojos grises; de manos grises; de
traje gris, de alma gris... Iba siempre agachado;
iba, por el corredor del convento, por el suelo de la
Iglesia siempre desierta, arrastrisco como una cuca,
como rat6n. Tenia quien sabe qu6 de solterona, a
pesar de que, en aquel parad6jico hogar donde la
falda era masculina, daba la idea de la esposa del
cura. Los tacones de sus zapatos burros no podfan
47
olvidar el martillo del zapatero; martillaban cons-
tantemente el eco, impregnado de incienso, de
aquella tumba fresca.
Agruelio salia de alli muy pocas veces. Era una
especie de topo parroquial. De cuando en cuando
se aventuraba en el atrio, para ver la hora en el re-
loj de la torre. Miraba a la calle, como quien mira
al mar; miraba al reloj, como quien consult los
astros. El mirar tan alto le mareaba. Frotaba sus ce-
jas felpudas y brefiosas, y entraba tambaleante a su
cueva. Tak, tak, tak... los tacones, buscadores de
tesoros. La nave del temple iba perdida en una
tempestad de silencio, izadas todas las velas de es-
perma con sus fuegos de San Telmo. En la popa,
como un mesana desmantelado, iba el crucifijo.
Agruelio era devoto de Santo Domingo. Santo
Domingo vivia en el rinc6n mis olvidado del cruce-
ro de la iglesia.
Era aquel un rinc6n arrinconado, oscuro, frfo.
La casa del santo era un altar antiguo, de un dora-
do de kakaseca, ornamentado churriguerescamente
con espirales terrosas, guirnaldas de mugre, gajos de
uvas, pifias, granadas, pAjaros muertos, mazorcas
de mdis y rosas petrificadas. Tenia en la portada
unos pilares como pirulies, unas columnitas de pan
francs, unos capiteles de melcocha; y, por las pare-
des, hojas, hojas, bejucos; rueditas, chirolas, colas
de alacrAn y arafias de verdad.
De pie en el portal, el santo, todo vestido de
negro y blanco, miraba languidamente tras el vi-
drio del camarin. Tenia en una mano una bomba
de anarquista, y en la otra un libro como un ladri-
llo; a sus pies, un chuchito de circo. Su rostro era
lampifio, a pesar de la barba postiza de madera.
Era calvo el pobre; y miraba como con hambre.
Agruelio lo amaba; se parecia algo a el, de tanto
contemplarlo. Se robaba las candelas del Nifio de
Atocha (que era el menos respectable, por lo cipote)
y se las iba a poner a su patrono. Tenia celos de
una vieja, que le disputaba la predilecci6n. La vie-
ja le adelantaba en limosnas. En aquel rinc6n oscu-
ro, se marchitaban hasta las rosas de papel. El
Ilanto de las candelas se habia cuajado en la mesa
de lata. Los rezos habian atrafdo algunas avispas,
que panaleaban en las corisas.
*S *
Aquella madrugada, Agruelio se habia levanta-
do como siempre, a impulso de su presentimiento
de gallo que conoce la vecindad del sol. Entr6 a la
iglesia con un portazo. Anduvo preparando el vino
para la misa de cinco. Luego fue, taconeando, a
encender las candelas. Dej6 la vara en un rinc6n y
subi6 al campanario para dar el primer toque.
Su mano gris, agarrada del badajo, se puso a
tirar sobre el pueblo dormido, grandes anillos so-
noros, que cafan ondulando, ondulando; abri6ndo-
se, abri6ndose..., hasta llegar a la orilla del cielo,
donde despuntaban ligeros clarores. Luego, Agrue-
lio baj6, chas, chas, chas, de grada en grada; siem-
pre arrastrisco, apoyandose con una mano en la
pared del caracol. En la escurana, las candelas
pintaban claror con sus brochitas azules. Los
murciigalos entraban, borrachos, huyendo del dia;
escupian y se colgaban, como tasajos, en las vigas;
uno que otro rozaba la cara del sacristan, con su
cuerpo de guineyo pasado.
-IEstos babososl... IShel...
Queria quitArselos a manotadas, como a moscas.
No le casaba much el pafiueleo espeluznante de
las alas de came.
-IBfan dihacer recogida, con estos ratones vo-
lantes! Tienen carediablo, dientes, pelos y ju-
man... IPapadasl...
Se fue derecho al crucero. Al Ilegar frente al
altar de su devoci6n, se arrodill6 persignandose;
cruz6 los brazos, y, elevando su rostro un poquito
ladiado, lo endulz6 humillandolo, mientras dejaba
caer una plegaria.
Fue entonces cuando el terremoto, que habia
estado un siglo con el pelo cortado, hacikndose el
babieca, entr6 de golpe en la iglesia; y, como
un nuevo Sans6n, agarr6 las columns y sacudi6.
Agruelio tuvo tiempo de ponerse en pie.
-ISanto Dios, santo juertel...
50
Era tarde. El patrono habia soltado su bomba
de anarquista. Tambale6 el altar, desmoronandose
como una torta seca; se raj6 el muro tremendo; y
el santo, perdiendo los estribos, vino a dar en la
cabeza de Agruelio con su ladrillo biblico.
LA BRUSQUITA
EL rancho de Polo quedaba alli donde empieza
a trepar el volcan, al pie de unos caragos jlori-
dos, al jaz de la vereda que Ileva onde Meterio
Ramos, cerca del cant6n Guaruma. Entre pedren-
cos morados, hecho con paja de arroz y palma, el
rancho miraba pa bajo, pa bajo, por encima de
los grandes potreros del Derrumbadero, hasta el
rio Guachote quiba haciendo asi, asi, hasta perder-
se en la montafia. Encorralado en un requiebre,
entire cocos y platanares, estaba el pueblo. Eran
todas las casitas blancas y estaban echadas con los
53
ojos abiertos. Como ganado arisco en desparpajo,
iban allA los cerros atrompesdndose unos con otros,
o encaramandose al dir de brama.
La sefid Manuela, la partera, dej6 el guacal de
cafM en la hornilla apagada, sobre el polvito azul
de la ceniza, y con un palito encendido prendi6
la cabuya de su cigarro. Con un ojo apagado por
el humo, le dijo a Polo para cerrar platica:
-Ve vos, yo s6 lo que te digo: nuai mAs dolor
quel de parir...
Polo asinti6, con sencilla nobleza de irnorante.
Se despidi6 la vieja y se fue; y el indio, que vivia
solo alli, descolg6 la guitarra, como quien apecha
la tristeza sin temor; y liayud6 al cielo a dir parien-
do estrellas en la tarde.
*
De allA de la carretera, de bien abajo, venia
cargando con ella. La bian arronjado diun utom6-
vil. El bia visto el empuj6n y el barquinazo. Iban
todos bolos y ella lloraba a gritos. Cay6 en pinga-
niyas, y, dando una giieltereta, sembr6 la cara en
el lodo y se qued6 aletiando. El la pepen6 y, como
no habia d6nde, se la llev6 cargando al rancho;
cuesta arriba, cuesta arriba, sudoso y enlodado. Ella
sangriaba y se quejaba. Por dos veces la bia apiado
para que arrojara. Arrojaba un piro espumoso y
hediondo y diay se desmayaba.
Entr6 con ella apenas; la puso en la cama y
empez6 a lavarle la cara con un trapo mojado. A la
luz del candil vido, al ir borrando, que tenia la
cara chula. El pelo lo andaba al jaz de la nuca: era
blanca y suavecita, suavecita como algod6n de cei-
ba. Cuando abri6 los ojos vido que los tenia prietos
y brillosos, como charcos diagua en noche de re-
limpagos.
*
Se qued6 alli mientras se curaba. Habia pasado
una goma feya, que le baj6 con chaparro. Con la
sobada que le dio en la pierna, baj6 la hinchaz6n.
Podia apenas dar pasitos, renqueando y quejan-
dose. Pasaba todo el dia tirada boca arriba en la
cama, descalza su blancura y triste el negror de sus
ojos que le sonreiban agradecidos. Se dormia, se
dormia..., y el la veiya desde el taburete, medio
envuelta en el perraje, con el pelo en la cara, acu-
chuyada toda ella, dandole el redondo de su cuerpo
con un abandon que le hacia temblar y herver.
Cuando estaba projunda, 61 se acercaba y se incli-
naba. Giielia ansina como una jlor de no sd qud,
con un perjume que mareya y que da jiebre. Pero
Polo sabia, en su sencilla nobleza de irnorante,
que nuay que conjundir la caridd...
*
-Ust6, edi6nd6s?
--Yo?. ., de la capital...
-dPor que la embolaron y larronjaron?...
-Por bandidos que son. Les pegu6 en la cara
y les di de patadas y entonces me aventaron los
malditos...
Polo queria decir algo, queria sacar ajuera el
fiudo que se le bia hecho en la garganta; pero no
salia: era como una espina de pescado y no salia
mis que por los ojos. Ella lo miraba sonriente.
Para animarlo, le dijo:
-(Qu6 no me mira que soy "brusca"?
El no comprendi6 aquel t6rmino urban. IAh,
si lo hubiera dicho con P, qu6 feliz habria sidol
-jQu6 brusca va ser ust6... 1
Ella respet6 aquello que crey6 ser una ilusi6n
de pureza. El sin duda la tomaba por nifia.
*
Se separaron en el crucero de los caminos. Alia
en el pldn. Se miraron fijo un rato, mientras can-
taban los pijuyos. Ella le cogi6 las manos y se las
bes6, se le atrinquetid en el pecho, y ligerito, le
dio un beso en la cara y se alej6 renquiando. El
qued6 como sembrado. Rigido como brot6n de
cerco, mirAndola dirse, pelona y chula, chiquita y
blanca. Cuando descruzd, lo voltid a mirar parin-
dose un moment y le dijo adi6s con los dedos. El,
sin juerzas casi, le meci6 la mano.
Sentado en la piedra, frente al rancho, miraba
Sentado en la piedra, frente al rancho, miraba
baboso y juido del mundo, c6mo venian, por los
potreros del Derrumbadero, los toros tardios cabe-
ceando y mugiendo, como si empujaran un trueno.
En la puerta del rancho la sefd Manuela, la
partera, cansada de hablar sola, se encumbr6 el
iltimo trago de cafe hundiendo la cara en el gua-
cal y sentenci6 siempre al igual:
-Yo s6 lo que te digo: nuay mas dolor quel de
parir...
Con sencilla amargura de irorante, el indio
dej6 de hacer cruces en la arena, y de un golpe
clav6 con furia el corvo en el tronco del carago.
Cayeron jlores.
NOCHE BUENA
LA tarde herida cay6 detris del cerro, con lala
azul tronchada y el pico dioro entriabrido. El
nido de noche qued6 solito, con piojio de estrellas
y el huevo brilloso de la luna. Plumas quedaron
angeleando, tristosas.
Los guarumos, altos y chelosos, se miraban en
las escuranas, con aspect de espiretos de palos. La
brisa espesa, tufosita y jelada, hacia nadar las ramas
en los claros morados del cielo. El sereno mojisco
untaba brillos en los bultos de las cosas; y toda la
tierra se encaramaba al cielo en olores. Lijaban los
grills, puliendo el silencio.
59
Por la puerta del rancho embarrancado, sali6
al pedrero una pufialada de luz. Las sombras aca-
melladas de los moradores reptaron hasta el pa-
tio. Un chucho interpuesto, se habia hecho mesa
en el umbral.
Poco a poco, la noche se fue alunando en cla-
rores hermosos. Desde el patio se columbr6 el case-
rio del pueblo. Uno quiotro candil estrellaba la
calle. En el campanario antiguo, la luna cuajaba,
campaneando alegre; y, de cuando en cuando, los
cuetes puyaban la carpa tilinte del cielo, chiflando
todos luminosos y rebotando con estrepito.
*
La nana se enroll6 en el tapado y sali6, seguida
de los dos cipotes. La Tina tenia once afios; era
delgadita y pancitinga. Nacho andaba en cinco: so-
pladito, pujoso, careto y mocoso. La camisa le
campaneaba al haz del ombligo. Caminaba jalado,
atrompesdndose y con la boca en forma de 0, por
la trancazdn de la fiata. Bajaron al camino rial y
cogieron rumbo al pueblo.
Iban, iban..., en silencio, tranqueando por la
calle polvorosa que, como una culebra, tenia piel
a manchas de sombra y luz. Unos toros pasaban por
el llano, empujando la soledad con sus mugidos de
brama. Al pasar por La Canoga, frente al rancho
de fio Tito, la puerta de luz les cay6 encima, asus-
tAndoles los ojos, y oyeron la risa de la guitarra.
Pasaron en fila. Iban, iban... Como era Noche
Buena, habia misa del gallo; y se habia corrido la
bola de que el padre Peraza iba a regular juguetes
a los chicos, despubs del serm6n. La Tina y Nacho
no habian tenido juguetes nunca. Jugaban de mu-
fiecas, con caragiies vestidos de tusas; de tienda,
en la piladera; de pulicia, con olotes; y de pelotas,
con bolas de morro. Iban, iban... La chucha seca
los seguia, rastrera y tosigosa. Se 6iba ya, clarito,
el tambor6n y el pito que pastoreaban la alegria
pueblerina. En una embrocada que se dio el ca-
mino, salt6 cheleante el pueblo; y, desde la torre
de la iglesia, el ojo con dos pestafias del reld se les
qued6 mirando cefiudo, y no los perdi6 de vista
hasta que embocaron por la plaza.
Habia ventas; olia a jumo, a guaro, y a cuete.
Se entraba al atrio entire ramas de coco y pitas
empapeladas de colors. El pito y el tambor pas-
toreaban la alegria.
La nifia Lola los top6 en las gradas.
--Habis venido al reparto, Ulalia?
-Si, put...
-Date priesa, si querbs que te les den algo a los
cipotes. Ya el padre ti cabando.
La nana jal6 la cadena, en busca del reparto;
sigui6 el lateral de la iglesia, y se aculd contra el
chumazo e gente que iba entrando encipotada al
reparto. La bullanga ensordecia. Entre los que se
rdiban, pujaban los apretados.
La Ulalia seguia aculada, siempre al tanteyo de
coger puesto. Por fin, lleg6 hasta la barriga negra
del cura. Sonaban trompetas; sonaban chinchines;
sonaban tumblimbes.
--Y vos? Vos no s6s del pueblo, verdA?
-No, padre-cura; soy del valle...
-jHum, huml... jTus cipotes nuin venido a
la doctrine, verda?
-No, Sifior: tamos lejos...
-IHum, huml... Para vos nuay; para vos
nuay... ZEntendiste? Para vos nuay... Pase lotra,
pase, pase...
*
Topadito al cerro, floriaba un lucero. La Ula-
lia iba, por el camino, de giielta.
Con su voz tisica, decia:
-jApurAte, Nachito, andAl
La Tina luiba jalando. Nachito decia:
--Y ed juguetes, mama?...
La camisa le Ilegaba al ombligo. Iba tranquean-
do. A lo lejos, se 6iba el rio embarrancado. En los
claros, salian de los palos brazos negros, que ame-
nazaban el cielo.
-lApurAte, Nachito, andAl...
--Y ed juguetes,. mama?...
Al pasar por el rancho de iio Tito, la puerta de
luz les cay6 encima, y oyeron la risa de la guitarra.
BRUMA
PRINGABA siempre, como toda la noche, como
todo ayer... El dia habia nacido de la escurana
como un humito azul6n. Era tiempo de iiebla y
la laguna estaba dormida, borrosa, y de ella se
desprendia con el silencio un aroma triste. El agua
gris, perdida en el cielo gris, era casi invisible.
Dulcemente batia la orilla como si la besara. En
aquella orilla oscura parecia finar el mundo sus-
pendido sobre un presepicio de tristeza.
El cayuco se desprendi6 de la palizada con pe-
chazos suaves de pescado colasero. Como el alma
65
diun palo viejo que se desprende del mundo, asi el
cayuco se fue alejando, volatil, en aquel cielo de
iieblina. Hundia y alzaba el ala delgadita de la
pertiga, coliando timonero con la pluma del remo.
Un pescador cantaba. Su voz volaba entire la febla
dorisca, como un murcidgalo atontado salido diun
oscuro querer. Murientes ecos sobreaguaban en la
distancia. En aquella luz que se disolvia en la bru-
ma, extrafias formas parecian despertar al conjuro
del canto. Caderas de plata venian danzando sobre
el agua muda; azules cabelleras flotaban en la brisa
y habia alli, en la margen, vagos ruidos de bocas
que se abren a flor de agua, de suspiros, de besos,
de g~rgaras, como si todas estas brujerias se hubie-
ran despertado para embriagarse en la mariana
sutil.
Dejando suelta al dulce ondeyo del remolque
la trenza de su canto, el negro Calistro call6 cha-
chando su mutismo al de su chero, como pa hacer
un tecomate de tristura. Iban ligeros; ms que
sobre el cayuco, parecian bogar sobre el silencio.
Una quiotra espumita iba reventona y efervescente
en la punta del remo, dejando oir su leve gorgo-
rito.
Seguia pringando cernido. Jueron dejando de
remar, dejando, dejando, hasta que se quedaron
casi quietos sobre el respiro del agua dormida. El
sol, enmedio de la ftebla, era como el coraz6n ama-
riyo de una jlor algodonosa. Echaron los anzuelos.
En aquella vagancia de las cosas no se sabia si
picaria un pez o si picaria un pajaro.
,
Al medio dia se puso mis tupido y mis jrio.
Llevaban tres horas pescando y no habian ajustado
el tanto de rigor. Oyeron un cantar bajito, alli
cerquita, y pensaron afligidos en El Duende. De
pronto, una sombra vaga surgi6 del fondo de aque-
Ila claridad golpiada y se precipit6 violent sobre
el cayuco. El golpe se oy6 sordo como mazazo en
piladera, y tras el golpe el chukuz, chukuz, chukuz
de tres cuerpos al caer al agua. Manoteyos, voces y
maldiciones, en tragico remolino, rondaron las cis-
caras de los cayucos embruecados.
-INade juerte, chero, hay que salirl...
-Voy nadando, oy6. Quien babosos seri ese
que vino a jodernos?
Una voz cercana se dej6 oir tranquila y orien-
tera:
-Van nadando al contra, hij6s. Laguna aden-
tro siogan; siganme a yo.
Aquella seguridd les dio confianza; y a nado
e chucho buscaron el braciado del desconocido,
que los gui6, los gui6, los gui6 hasta que asentaron
jadeantes en el lodito mechudo de la orilla. Al
tanteyo buscaron el monte y se tendieron a descan-
sar. El negro Calistro estaba casi acalambrado por
el yelo del agua. Queria preguntar al desconocido
quien era, y darle las gracias; pero el juelgo se le
atorzonaba en la garganta como un tap6n y no
podia hablar.
Dej6 al fin de pringar. Un vientecito brincador
empez6 a barrer el cielo. El sol logr6 meter un
rayo dioro en la laguna, como carrizo en jicara, y
empez6 a beberse la cebada espumosa de aquella
fieblina. A las tres se vido clarito las dos rodillas
prietas del volcAn, acurrucado allA en Oriente.
Como enormes esponjas oscuras, fueron apare-
ciendo las ramazones de los palos asomados a la
playa. En el patio del rancho cercano, la tarraya
colgada de una pertiga parecia la telarafia del
callar, para coger moscas de ruido.
El negro Calistro y su compafiero miraron
curiosos al endeviduo neshnito, que no lejos de
ellos mostraba su espalda negra y angulosa de tabu-
rete viejo. Les bia sacado seguros, reuto y al mero
punto de su propio rancho. Cuando el indio volvi6
su cara barboncita, cholca y sonriente, una excla-
maci6n de asombro brot6 al unisono de sus labios:
-So Vicente, el ciego!...
-El mesmo, hij6s. A nosotros los chocos nos
encamina el estinto, un estinto mas seguro que la
bruja de los ductores, quiapunta siempre al Norte,
segdn el decir...
96= ---
ESENCIA DE "AZAR"
SA aurora se iba subiendo por la pared del Orien-
te, como una enredadera. Floreaba corimbos
rosados y gajos azules. Una que otra hoja dorada
asomaba su punta. Las estrellas se iban destifiendo
una por una.
Un vientecillo helado, aclarante como si llevara
disuelta en su caudal la luz, iba llenando la pila
del mundo con el agua dorada del dia. Los gallos
flotaban, aqui y alli, como petalos despenicados
de una sola alegria.
Dulcemente se abri6 la puerta de la esquina y
rl~l
L~L~~~U4LI~LLIUI
-~-L TC~
espant6 en la tienda los olores dormidos: olor
a maicillo y a petate nuevo; olor a mantadril y a
cambray pirujo; a jab6n, a canela y anis. La luz
tranquila entr6, limpiando de sombra los estantes,
los mostradores, los sacos aglomerados a lo largo
de la pared y la maquina de coser, sobre la cual
el gato gris seguia durmiendo, enroscado como un
yagual.
La Toya abri6 tambi6n la ventana; y, cogiendo
la escoba del rinc6n, empez6 a barrer con el polvo
de tiste de los ladrillos, las tiras de g6nero, las
briznas de tusa, los pelos de elote y uno quiotro
papel. A los lejos, freian un huevo.
La fia Grabiela sali6 del dormitorio, apartando
la cortina de perraje. Era una viejecita blanca,
lenta y encorvada. Sus ojillos, verdes y hundidos,
miraban bajeros, siguiendo los giros del pescuezo.
Sobre su panzinga de beata, colgaba el delantal
fruncido; y, sobre el delantal, el mosquero de
leaves. Tembeleque, lleg6 al mostrador; mir6, con
ojos de ausencia, la calle empedrada que subia
curveando; el trasero mugriento de la iglesia; y,
a trav6s del arco del campanario, el cielo azul, de
un azul dominguero. Luego, la fla Grabiela abri6
la gaveta del mostrador y, metiendo su blanda
mano de espulgadora, hizo sonar el humilde piani-
to del pisto.
-IToyal...
-IMandel...
-AndA onde Lino, que te venda un cuis de
esencia de azar. LlevA el bote. Mid gilelto el do-
lor...
Por la esquina entr6 una cipota y fue a pegarse
al mostrador, empinAndose sin lograr dominarlo.
-Raci6n de canela y raci6n de almid6n...
Cantaba al hablar. La fia Grabiela, que era un
poco sorda, no la oy6.
Andaba dando vueltecitas de uno a otro lado.
Espant6 al gato, metidndole un tastazo en la nalga.
-Raci6n de canela y raci6n de almid6n...
La viejecita entr6 en el dormitorio, apartando
la cortina. Iba tambaleindose. La nifia, siempre
pegadita al mostrador, catarrosa y desmechada,
continuaba esperando. A lo lejos, en el patio, al-
guien se bafiaba a guacaladas.
De la trastienda llegaba un quejarse congojoso.
La cipota no hablaba ya mis: escuchaba, con la
boca entreabierta, el quejarse mon6tono, como me-
cido de hamaca. Poco a poco iba menguando, men-
guando... hasta callar. Cuando call, la nifia sali6
timida al and6n y aguard6.
Lleg6 la Toya, con la esencia de azar. La nifia
la detuvo.
-La fia Grabiela taba quejAndose, y se ju6
callando, y se jue callando, y se jue callando...
hasta que se call.
La Toya entr6 corriendo.
-iMadrina, Madrinal...
71
Alguien seguia bafilndose en el patio, a gua-
caladas. Dulcemente volvi6 a cerrarse la puerta de
la esquina, guardando los olores: olor a maicillo,
olor a petates, olor a manta y a cambray pirujo, a
jab6n, a canela y anis... y a esencia de azar.
EN LA LINEA
TODOS los dias pasaba la ciudad cuatro veces,
dos de ida, dos de vuelta. Paraba alli un mo-
mento, con su vocerio y su vender y comprar, con
su cosa de classes y alcurnias y con sus lenguas
ex6ticas. Cuando se alejaba, la estaci6n quedaba
otra vez en el grato abandon del campo, solita a
la sombra de la montafia, con sus plAtanos de hojas
dormilonas en la brisa, y sus madrecacaos vestidos
de encaje. La paz contaba gotas en el vertidero
cercano, entire quequeishques de grandes hojas,
envidiadas por el elefante negro del tanque bebe-
73
dero, que no tenfa orejas para sacudirse los mos-
quitos. Cuando el tren se habia perdido en el reco-
do; cuando s61o se oia ya el rodar sordo de torren-
tera y apenas, al cruzar un corte lejano, se miraba
el biceps apurado de la locomotora color de clari-
nero, que iba hundidndose en el viento con su cola
de rojo-quemado, la sombra en frente de la es-
taci6n se hacia mAs ancha y mis fresca, volvian
a ofrse los gallos y el chiflido del viento en los
alambres del tel6fono. El volcAn estaba enfrente,
enmontafiado y silencioso; las nubes inclinadas
miraban indolentes, perezosas y adormiladas los
cuadritos de los sembrados y aradas; y en la oque-
dad de la casita de madera y limina se oia el apa-
ratito del tel6grafo, picando letras, como paloma
mensajera de Avido buche.
Habia detris una hortaliza que el viejo Jefe de
Estaci6n, lampifio y celibe, regaba balanceando la
regadera con la unci6n de quien fumiga un altar.
Un mozo dormia despernancado en la banca de
la plataforma; y alli, junto al cerco del potrero,
que se perdia en lejanas hondonadas, un caballo
blanco dormitaba de pie, esperando la caricia cuo-
tidiana del viejo, quien al pasar con la regadera
vacia, le palmeaba la tabla reluciente del cuello.
Habia para el Jefe de Estaci6n largas horas de
recreo, como para los nifios de escuela. El jugaba
entonces a regar; a sembrar nuevas eras; a llenar
el filtro; a poner fruta en la jaula de las chiltotas;
a coger la toalla, el guacal de lata y el jab6n diolor
y meters en la caseta de limina sin techo, donde
habia un barril de hierro rebalsando de frescura;
a sentarse en la perezosa de lona mugrienta, para
leer con sus anteojos rajados el diario tardio;
a contemplar, puesto en jarras y la cabeza echada a
la espalda, c6mo pasaban las manchas de pericos
bulliciosos, o a dormir en la hamaquita, con suefio
aligero de cumplidor de deberes. Era un buen
hombre y un hombre feliz.
*
Un dia, acabada de nacer la manada de pollos,
cuando no habia ain llegado el primer tren, mien-
tras se sacaba de la plant del pie una espina de
ishcanal que le habia atravesado la suela, son6 el
timbre del tel6fono. Renqueando se acerc6 al
aparato y dio varias vueltas a aquella manivela,
que zumbaba siempre como abejorro de alarma
que acongoja el coraz6n. Le hablaban de la esta-
ci6n terminal, y de orden del Gerente pasaria el
lunes a otra estaci6n.
Colg6 el audifono con la lentitud y parsimonia
de quien coloca una corona sobre una tumba.
Todo aquel amor del paisaje y del hogar estaba
destruido; destruido como por un huracin, como
por un terremoto, como por un incendio, sin que
pasara nada... Cuando el pito del tren son6 en la
distancia, 61 lo confundi6 con un sollozo demasia-
do retenido, que se hace grito en las entrailas.
Luego comprendi6. Se enjug6 los ojos con la man-
ga negra; hizo, a su pesar, unos cuantos pucheros
con su boca sin dientes, y se prepare a recibir el
convoy, la ciudad errante de los que no compren-
den ni aprecian la paz y la soledad.
EL CONTAGIO
DESPUES del aguacero de la noche, habia cla-
reado gris, mojado, encharcado, invernicio...
Venia la mafiana en ondas frescas, anegando la
oscuridad. Todavia no daban sombra las cosas; las
sombras eran diluycntes, borrosas como luz gol-
peada, como humedad de sal. Se venia el olor
jelado del cielo, con algo de amoniaco y algo de
ropa limpia. Silbaba, inico, un pajarito invisible
en un arbol frondoso; silbaba con dulzura de
agiiita plateada. Las hojas nadaban en los reman-
sos de brisa, como pececitos oscuros. Iba clarean-
77
do... Y el alma, como los matorrales, estaba em-
papada de felicidad.
En la casa de la finca, el patio cuadrado dormia
ain. Por el lodito habian pasado los chuchos. Una
teja salediza se habia quedado contando gotas azu-
les, sobre un charquito que, abajo, bailaba trompos
diagua. Salia el humo de la galera, como una parra
celestial. Don Nayo, enrollada en la nuca una
toalla barbona, venia por el corredor. Con el bas-
t6n abria un hoyito, y sembraba una tos; abria un
hoyito, y sembraba una tos. Los murcidgalos se
iban enchutando en las rendijas oscuras del taban-
co, como pedradas de noche.
A lo lejos, lejos, los gallos abrian puertas chillo-
nas. El dia se tambaleaba indeciso, bajo la nubaz6n
sucia, como carpa de circo pobre.
Don Nayo lleg6 al port6n. No podia enderezar
la cabeza, porque su nuca estaba paralizada; lo
cual le daba un vago aspect de tortuga mareina.
Mir6 al cielo de reojo; aspir6 el olor de los limo-
nes; se puso el palo bajo el brazo y llam6 aplau-
diendo.
--Cande!...
La Cande grit6 desde la cocina:
-iMand6!...
-Date priesa...
La Cande atraves6 el patio dejando su priesa
pintada en el suelo. Era quinzona, rubita, gordita,
nalgona, chapuda y sonreiba constantemente. Daba
la impresi6n de bafiada, dentro del traje pushco y
jediondo.
-dQue quiere, tata?...
El viejo le alcanz6 la oreja al tanteyo.
--Babosa, no tei dicho que cuando vengis a
trer lagua, cerr6s bien la palanquera!
La campane6 tantito y, arreAndola, con el palo
enarbolado, la sigui6 hasta el platanar.
-INo cierre, animal, espere que salgan las
yeguasl: eno ve que estin allA?...
Tres yeguas secas estaban olisqueando en la
huerta. Sobre las eras de nardos se veian los hoyos
de los cascos. Se fueron aculando despacio contra
la cerca; y, cuando la Cande les cort6 el paso, sa-
liendo del brefial con un chirridn en alto, las tres
bestias dieron un respingo nervioso y huyeron por
la puerta hacia el potrero. A lo lejos, seguia oyen-
dose el galope con su patacdn, patacdn, patacdn...
Habia amanecido. El viento madruguero habia
ido cogiendo cada estrella con dos dedos, soplin-
dolas como mota de dngel, hasta desaparecerlas.
Por un descascarado de nubes, se miraba la pard
del cielo, ricidn untada de azul. Los volcanes bos-
tezaban, en camis6n de dormir. Pringaba.
-Traiga el canasto, Cande: vamos a pepenar
los nances y los limones.
La Cande fue por el canasto. Bajo el limonero,
el suelo doraba. Olia a mariana. Daba lAstima
desarreglar el paisaje enfrutado. Don Nayo y la
Cande fueron pepenando, uno a uno, los limones.
Mis abajo, al haz de un granado, estaba el nance.
79
El suelo aparecia cundido. La ladera habia levado
rodando los nances hasta bien lejos. Parecia como
si a la plant se le hubiera roto el hilo de un
inmenso collar.
-T6mpapido el monte, tata.
-CuidA de no empuercar el vestido...
-Afijese que anoche sofiU el Contagio...
--Eh?...
-Era un endizuelo asi, sapito, con buche y con
una cosa feya aqui.
--Onde?
-Aqui...
Seguian cayendo limones, que quedaban medio
hundidos en el lodo negro. A orillas de la acequia
se oia una fiesta de sanates. Bajo los charrales em-
pezaron a rascar las gallinas, haciendo sonar las
hojas marchitas. Los grills se habian ido consu-
miendo en el claror.
-Mero horrible, el indizuelo; y me chunguia-
ba..
--Te qu?...
-Me guasiaba y me chunguiaba, en un cuento
como cuarto oscuro... IUyl... Es que comi cha-
calines...
-De juro que eso jut...
-Echeme una mano, tata.
Don Nayo le ayud6, como pudo, a ponerse el
canasto en la cabeza. La Cande lo sostenia con am-
bas manos; las mechas le caiban por la cara; con un
respingo se afirm6, equilibr6 el espinazo; sac6 la
puntita roja de la lengua y se alej6 hacia la casa,
con ritmico andar.
Don Nayo miraba alejarse a su hija. Pens6: "Es
guapa, es giiena, la chelona"; se sonri6, con son-
risa de arruga. Los gallos abrian a lo lejos fantis-
ticas puertas; por ellas entr6 bruscamente un cho-
rro de sol.
*
Don Nayo par6 a su mujer en la mitad del
dormitorio.
-Mird, Lupe -le dijo-, andi con cuidado con
la Cande: ya maliseya...
--Eh?...
-No me gustan tantito, sus caidas diojos, sus
pandiadas al pararse. Mei fijado que deja a ratos
de moler y se come las ufias; ademis, le ondeya
el pecho como a las palomas. Andi con cuidado,
te digo...
-Dice bien, Nayo; yo tambi6n la h6i oservado.
Se chiqueya, sin querer; se mira n6l espejo, cada
vez quentra aquf; y, a ratos, da brincos de calofri-
yo. Tambien no me gustan las cosas que me cuenta.
Dice quel otro dia, cuando Nicho la tent6 jugando,
sinti6 un burbujeyo extraiio. Ademas se le van los
ojos, coge juergo a cada rato, le pica la palmela-
mano.
-Pa que veyas. AndAle con tiento, no se nos
descantiye con algin malvado.
-Decile al Nicho que no liaga tanta fiesta.
-Se lo vuA poner en conocimiento, a ese infeliz.
S
Zarceaba el viento en la palaz6n de los conacas-
tes, como en una guitarra destemplada; el sol en-
traba ya en la hindidura dialcancia del horizonte.
En el cielo, las nubes mostraban choyones desan-
grados. Las golondrinas inspeccionaban el velamen
reci6n izado de la tarde; en el callar, la tierra daba
bordazos de sombra.
Por el camino venia Don Nayo, lento y tosigo-
so. La Lupe lo esperaba en la palanquera.
-4Que lihubo, Nay6?...
-Los casaron. Los juf a dejar al terreno. Tin
contents.
--Le arvertiste a Nicho de lo que te dije?...
-MAs valiera no me bieras dicho jota, miAs
azorrado con el yerno.
--Eh?... jPor que?...
-Cuando lo llame aparce y le recomend6 que
la tratara con primor, no fuera ser que se asustara,
se ech6 a rir y me dijo: "No siaflija por babosadas,
esa ys cosa antigua: asigin colijo, la tengo ya
emprefiada dende hace un mes".
--La Virgen del Martiriol
-Y parecia que no quebraba un plato...
-Giieno, despues de todo, arrecuerdese, Nayo,
de nosotros, c6mo hicimos...
-Decfs bien, es el Contagio...
La tarde se habia perdido a lo lejos, dejando
como estela un espumarajo de estrellas; sobre la
arena del mundo, los arboles negros se movian
como cangrejos.
EL ENTIERRO
C UMBREABA la tarde, cuando de las Altimas
casas salia el entierro de ho Justo. Todos iban
achorcholados y silencios. Una nube corrediza ha-
bia regado el camino, perjumdndolo, esponjindolo,
refrescAndolo. Se mezclaba el olor del suelo, con el
tufito de las candelas que Ilevaban las viejas. El ren-
co Higinio caminaha delante del caj6n. A cada paso
parecia que iba a arrodillarse; daba la impresi6n de
Ilevar meciendo un incensario. Todos iban achor-
cholados; el arrastre de los caites cepillaba los cre-
dos, que salian como de un cAntaro a medio llenar.
"Chorchingalo" Ilevaba el racimo de sombreros;
85
cargaban Atanasio, Catino, don Juan y don Davi.
Cumbreaba la tarde, chispeando en lo ricidn
mojado. Los cerros barbudos se ahogaban en la
sombra, sacando apenas las narices para respirar.
La brisa mecia las frondas, que asperjeaban el ca-
j6n como un hisopo. A lo lejos, lejos, lejos, allA por
las Honduras, Ilovia ceniza caliente.
AtrAs jud quedando el grito herido de la Tana;
la casa chele de Juan Barona; los tapiales de adobe,
cundidos de reseda; la pilita seca; la caseta de la
ronda, con su cruz verde pegoteada de papeles de
color. El camino empezaba a bajar por el barrial.
Al fondo atravesaba, sobando los talpetates, el riito
de Miadegiiey. A los lados, en el explayado de
arena, crecian berros. Pas6 el amatdn de la Fermi-
na; el rancho de Lolo; subieron la cuesta del
Chichicastal, y entraron de nuevo en tierra llana.
A lo lejos, cabezonas, se miraban las ceibas del
panti6n, ya borrosas en el callar. Felipe aventur6:
--uiste anoche al velorio, oy6?...
-Sf jui...
-Yo no jui, pero vengo al entierro del juneral.
Caminaban cada vez mis a prisa, por la noche
que se desmoronaba poco a poco sobre el campo.
Pararon para cambiar los cargantes, porque ya pu-
jaban much. Los dos alambres del tel6grafo iban
siguiendolos de poste en poste; se detenian, curio-
sos, en los aisladores, mirAndoles con los ojos ver-
des; a veces, se enmontaban por las barrancas, e
iban a salirles adelante. Parecia como si quisieran
pasar al otro lado del camino y el entierro se lo
impidiera, Ilegando siempre en aquel moment
precise. Cada vez se oia 'ms el golpe de los tacones
sobre la panza del camino. Las llamitas de las can-
delas se habian volado, haci6ndose estrellas. Poco
a poco oscurecia; no se vio ya sino el brocal pas-
mado del cielo. S61o se oia el cepillar de los caites;
el golpetear de los tacones; el rechinar del caj6n; el
pujar de los cargantes, y aquel credo que seguia
el entierro como una cola de moscarrones. De
cuando en cuando se trompezaba alquien, y se oia
un brusco: "piedra hijesesenta mill..." Tambien
se oia una que otra escupida, con su h6medo
Ijaashupl..., o la tos cascada de alguna vieja.
Ya no se veiya. Por ratos, en los claros, se pin-
taban las curvas prietas de los alambres, que no
habian ain logrado pasar.
Ya cuando era impossible ver, don Davi encen-
di6 el farol. Iba, con el trapo de luz por el pelado
camino. Sus calzones blancos se miraban mover-
se en la lumbre, como Animas en pena. De cuando
en vez saltaba una piedra, enmedio de la luz, con
el hocico abierto y amenazador. En un descruce,
relampaguearon los ojos de brasa de un chucho,
que se aculaba aterrorizado. Como diablos negros
iban bailando los troncos, detris del cerco. Por fin
Ilegaron a las tapias del panti6n. Otro farol espe-
raba en la puerta.
-
-Cabsa la Tana...
-IA la gran babosal Ya mero nos ibamos: he-
mos 6ido ruidos en los mucsoleyos.
--Eeee?...
Entraron. A la luz ladrante de los faroles, las
tumbas tendian sabanas repentinas, algunas de
ellas desgarradas o sucias.
Bajo el pino grande, estaba el hoyo de fio Jus-
to. Lo jueron bajando con lazos. El caj6n crujia,
lastimero. Los faroles, bajeros, alumbraban un
mundo de pies curiosos, al borde del hoyo. Top6.
Sacaron los lazos a choyones. Despubs, la pala im-
placable empez6 a tirar tierra. Cdiba la tierra ne-
gra, con sordo aporreo. La pala chasqueaba la len-
gua, al coger; y el hoyo oblongo eructaba al recibir.
Los pies se habian ido saliendo de la luz, como
cusucos asustados.
De dos en dos, de tres en tres, de cuatro en
cuatro, las gentes habian ido regresando. Regre-
saban animadas. Alguno cantaba. Los deudos gi-
moteaban al haz del hoyo, ya casi colmado. Las dos
enormes ceibas se lazaban en la oscuridad, como
un solo coigulo de noche. Las estrellas, encorrala-
das ya, rumiaban orito.
HASTA EL CACHO
LOS nubarrones ensuciaban las tres de la tarde,
como dedazos de lipiz. A lo lejos, en las ara-
das que iban bajando de los cerros pelones, se mi-
raban las tierras como pintadas con yeso. En aquel
paisaje, dibujado sobre pizarra de escuela, la mon-
tafia era como una resquebradura. Venia lloviendo
por todos lados. El viento balanceaba su regadera
sobre aquellos plantios de tristeza. El polvo, des-
pertado bruscamente, se desperezaba y se echaba
a volar, como un fantasma. En la lejana azulidad
de la costa, la tormenta iba empujando sus cor-
tinas.
89
Pedr6n y su hijo, dejando el arado y la yunta
a merced de la lluvia, alcanzaron a llegar bajo un
amate. Las primeras gotas palmeaban la tierra,
precipitadamente y a tientas, como un ciego que
ha perdido algo en el suelo. El terr6n desflorado
sonaba como un cuero, y olia como flor de tierra.
Las hojas se enmantecaron de yd, agobiadas con el
raudal cristalino. Los truenos pasaban, rodando
como piedrencas en la barranca de la quebrada.
De cuando en cuando el rayo encendia, de un fos-
forazo, su puro escandaloso.
-iQue aguacero, hij61...
-IMire... tata, c6mo sihacen los cocos...
alli! ...
Pedr6n se peg6 mis al tronco del amate; con
su brazo amplio protegia al cipote; una que otra
gota, Ilena de colors, venia meci6ndose de hoja
en hoja, hasta caer en el oro viejo del sombrero.
Las ramas, bajeras y anchas, dibujabanse en seco,
sobre el terreno. Habia en aquel refugio una sua-
vidad hogarefia.
-Cuando vos naciste taba lloviendo tieso...
--dEeee?...
-Meramente como hoy... Tu nana tenia fri-
yo; ju6 como a las diez de la noche.
--Pobrecita mi nana!...
-Si pu6, pobrecita...
Habia ido decayendo la lluvia; aflojando, lan-
guideciendo, agonizando. Una brisa de tarde dora-
da sacudia el agua de los matorrales. A lo lejos, los
eucaliptos negros y secos se adentraban en el cielo
gris, como rayos negatives. Como espuma lambia
la neblina las lomas olvidadas. Rojos de barro, iban
los regueritos buscando su salida por los surcos.
Los bueyes, pintados alli por la frescura, rumiaban
recordando... Al haz de la piedra de la tormenta,
nacia el crepuisculo, como una florcita. Un sol
mieludo untaba los cerros, que se agachaban des-
nudos y en grupo.
-Amon6s, vos; ya se calm6.
-Mempape el lomo...
-Ojala no te vaya a repetir el paludis.
-Primero Dios...
Cruzaron el campo raso, hundiendo en el barro
pegajoso los pies oscuros. En aquel golfo de tierra
negra, eran como dos agiiegiiechos heridos.
*. *
El shashaco Tadeyo lleg6 apriesa onde Pedr6n.
-Pedr6n- le dijo-: Don Juan Jos6 tiene mer-
c6 de verte: sestd muriendo y te quiere hablar.
-IEeee?...
-AndA, hombre, el deseyo de los murientes hay
que cumplirlo. Ya casi no pispileya, y s61o a vos
te aguarda.
--Achis!... (Y que me querra el maishtro?
-lAntojos ...
--No mestAs tirando, hombre?...
--iAgii6nl... iPor estasl...
Fueron apriesa por el caminito. La noche era
oscura y los pies iban al tanteyo por el pedregal.
En una vuelta, apareci6 la puerta en luz de la
casa de don Juan Jose, el maestro albafiil. Entra-
ron, agachAndose.
Desde alli se alvertia el ronquido del moribun-
do. Los familiares rodeaban la cama. Pedr6n se
acerc6, con el sombrero en la mano. Se par6 aga-
rrado de la cabecera. Mir6, timido, los ojos pelados
del enfermo.
-Si le puedo ser de servicio...
-Que me dejen solo con Pedro... -pidi6,
con temblorosa voz, el viejo-. Arrimite, hermano;
6ime tantito, antes de dirme...
Salieron todos. Pedr6n se sent6, jalando un
taburete. El viejo empez6 a llorar sobre su ester-
tor.
-iPerdoname, hermanol...
--Agiienl... (Y yo de qu?.... No siazareye,
que liace dafio.
-Tengo un pecado feyo, que no quiero dirme
sin confesar...
-Si quiere, le Ilamo al padre.
-No. Es con vos, Pedro; porque a vos te se jue
hecha la ofensa.
-lA yo?...
-La Chica se meti6 conmigo. Nos v6yamos des-
condidas tuyas. El Crispin es mijo...
Fue tan rudo el golpe asestado en el pecho de
Pedr6n, que 6ste no se movi6; abri6 un poco la
boca. Sentia que una espada diaire le habia pasado
de 6ido a dido, al tiempo que un tenamaste le caiba
en el est6mago. Se puso cherche, cherche. El en-
fermo clav6 sus lagrimas en aquel rumbo, y pidi6
perd6n. No obtuvo respuesta; s61o un silencio pun-
tudo, que le dio un frio violent. El pecado, ro-
dando de la garganta al pecho, atraves6 sus dos
puntas, haciendo sentarse de golpe al maishtro.
Dio un grufiido; busc6 a tientas el borde de la
vida, y cay6 en brazos de sus familiares que llega-
ron corriendo.
Pedr6n ain estaba mudo, apoyado en la vista
como en un bord6n. De la gran escurana llegaban
a su coraz6n aquellas palabras de alambre espiga-
do: "El Crispin es mijo"... Sobre la cama descan-
saba ya muerto el morigundo. Le habian cerrado
los ojos con los dedos, y la boca con un pafiuelo
azul. Alrededor de la cama empezaron las mujeres
a verter rezos y lAgrimas. Con ojos como botones,
los hombres le miraban la boca traslapada. Naide
supo exactamente lo que alli pas6: un gritar des-
templado, un empujar, un "IJestis, Jesds!", un cru-
jir de cama, un pufial de cruz ensartado hasta el
cacho en el coraz6n del muerto. El muerto bia sido
asesinado. Dijeron que Pedr6n se habia trasjuicia-
do. El Comisionado no lo arrest: en primer lu-
gar, porque el muerto yastaba dijunto cuando el
asesinato; y en segundo, porque el autor del sacri-
legio taba loco.
Para no desangrar el caddbere del finado, no
le quisieron sacar el cuchillo; se fue al sepul-
cro como tap6n de odio; ensamblado hasta el cacho,
como crucita de maldici6n. Tierra prieta le cubri6
amorosa; sobre el suelo se enterr6 la cruz grandota,
la cruz de bendici6n, con su "Descanse en Paz".
*
El Crispin, el hijo del muerto y de la muerta,
andaba echado e la casa hacia tres dias. Su propio
llorar lo habia llevado al borde de la quebrada:
alli silencioso, alli sombrio; alli, donde Iloraba el
suelo. Sentado en el hojerio, debajo de los charra-
les, se queria morir diambre. Sentia que se ahoga-
ba, en un dolor amoroso que le Ilegaba a la
coronilla. Su amado papa lo bia sacado diarrastra-
das, aquella tarde maldita; lo bia ido empujando
parajuera: "IVAyase, desgraciado, vayase; uste nues
mijo, vayase; no giielva, babosada, no seya que se
me vaya la mano!" Por dos veces, su papa le bia
encumbrado el corvo. Alli se estuvo llorando, sin
comer, sin dormir... Tenia hinchados los ojos, la
boca pasmada, la mente vacia.
Aquella atardecida, cuando ya las sombras es-
taban maduras y se desprendian; cuando los toros
pasaban empujando un alarido, y las estrellas se
despenicaban como florecillas sobre el patio del
cielo, Pedr6n surgi6 de la brefia y cay6 sobre su
hijo, como un jaguar hambriento de amor. Le
corria el Ilanto por la cara y por la camisa. Se hun-
di6 al hijo en el pecho, sofocando sus sollozos.
--iMijo, mi lindol... PerdonAme, cosita; taba
como loco!...
Le sobaba la crencha lacia, ebrio de compasi6n.
-INo cuede ser, Crispito e mialma; no cuede
ser, no cuedo vivir sin vosl... IEstos diyas negros
mian quitado la vidal He sentido que tenia traba-
do al coraz6n, el pufial que le dej6 al dijunto; yo
mesmo me bia hecho el maldiojo. Al fin juimos
con Tadeyo, y se lo quitamos; hora te siento mijo
otra giielta...
DespegAndose del pecho de Pedr6n, con un
dolor que retorcia su cara como un trapo, para
estrujar las iltimas gotas, el nifio le mir6 fijo y,
tras un esfuerzo inmenso, logr6 gotear:
--Pa... pal...
LA PETACA
ERA pilida como la hoja-mariposa; bonita y
triste como la virgen de palo que hace con
las manos el bendito; sus ojos eran como dos gran-
des lagrimas congeladas; su boca, como no se habia
hecho para el beso, no tenia labios, era una boca
para llorar; sobre los hombros cargaba una joroba
que terminaba en punta. La llamaban la peche
Maria.
En el rancho eran cuatro: Tules, el tata; la
Ch6n su mama, y el robusto hermano Lencho.
Siempre Maria estaba un grado abajo de los su-
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yos. Cuando todos estaban series, ella estaba lloran-
do; cuando todos sonrefan, ella estaba seria; cuando
todos refan, ella sonrefa; no ri6 nunca. Servia para
buscar huevos, para lavar tastes, para hacer rir...
-iQuitA diay, si no queries que te raje la pe-
tacal
-IPeche, vos quizAs sos Ihija el cerrol
Tules decia:
-Esta indizuela no es feya; en veces mentran
ganas de volarle la petaca, difin corvazol
Ella lo miraba y pasaba de uno a otro rinc6n,
doblada de lado la cabecita, meciendo su cuerpe-
cito endeble, como si se arrastrara. Se arrimaba
al baul, y con un dedito se estaba alli sobando
manchitas, o sentada en la cuca, se estaba ispiando
por un hoyo de la pare a los que pasaban por el
camino.
Tenian en el rancho un espejito iiublado del
tamafio de un coldn y ella no se pudo ver nunca
la joroba, pero sentia que algo le pesaba en las
espaldas, un cuenterete que le hacia poner cabeza
de tortuga y que le encaramaba los brazos: la
petaca.
*
Tules la llev6 un dia onde el sobador.
-Lei traido para ver si ust6 le quita la puya.
Pueda ser que una sobada...
-Hay que hacer perimentos deficiles, vos, pero
si me la dejas unos ocho dias, te la sano todo lo
possible.
Tules le dijo que se quedara.
Ella se jal6 de las mangas del tata; no se queria
quedar en la casa del sobador y es que era la pri-
mera vez que salia lejos, y que estaba con un
extranio.
-IPapa, paito, ayeveme, no me dejel
-Ai tate, te digo; vui venir por vos el lunes.
El sobador la amarr6 con sus manos huesudas.
--Andite ligero, te la vuA tener!
El tata se fue a la carrera.
El sobador se estuvo acorralandola por los rin-
cones, para que no se saliera.
Llegaba la noche y cantaban gallos desconoci-
dos. Moque6 toda la noche. El sobador vido qudra
chula.
-Yo se la sobo; iaju!-- pensaba, y se reiba en
silencio.
Serian las doce, cuando el sobador se le arrim6
y le dijo que se desnudara, que liba a dar la pri-
mera sobada. Ella no quiso y llor6 mis duro. En-
tonces el indio la trincd a la juerza, tapindole la
boca con la mano y la dobl6 sobre la cama.
--Papa, papital...
Contestaban las ruedas de las carretas noctnm-
bulas, en los beaches del lejano camino.
*
El lunes lleg6 Tules. La Maria se le present,
gimiendo... El sobador no estaba.
--Tizo la peraci6n, vos?
-Sf, papa...
--Te doli6, vos?
-Si, papa...
-Pero yo no veo que se te rebaje...
-Dice que se me vir bajando poco a poco...
Cuando el sobador lleg6, Tules le pregunt6
c6mo iba la cosa.
-Pues, va bien -le dijo-, s61o quiay que es-
perarse unos meses. Tiene quirsele bajando poco
a poco.
El sobador, viendo que Tules se la llevaba, le
dijo que por qu6 no la dejaba otro tiempito, para
mAs seguridd; pero Tules no quiso, porque la pe-
che le hacia falta en el rancho.
Mientras el papa esperaba en la tranquera del
camino, el sobador le dio la iltima sobada a la
nifia.
Seis meses despubs, una cosa rara se fue ma-
nifestando en la peche Maria.
La joroba se le estaba bajando a la barriga. Le
fue creciendo dia a dia de un modo escandaloso,
pero parecia como si la de la espalda no bajara
gran cosa.
--Hombrbl -dijo un dia Tules-, esta babosa
tA embarazadal
-IGran poder de Diosi -dijo la nana.
--C6mo jue la peraci6n que tizo el sobador,
vos?
Ella explic6 grficamente.
-lAijuesesentamil! -rugi6 Tules-- Mianimo
ir a volarle la cabezal
Pero pasaba el tiempo de ley, y la peche no se
desocupaba.
La partera, que habia llegado para el caso,
userv6 que la nifia se ponia mis amarilla, tan ama-
riya, que se taba poniendo verde. Entonces diag-
nostic6 de nuevo.
-Esta lo que tiene es fiebre p6trida, manchada
con aigre de corredor.
--Eee?...
-Mesmamente; hay que darle una giiena fre-
gada, con tusas empapadas en aceiteloroco, y unta-
das con kakevaca.
Asi lo hicieron. Todo un dia pas6 apagandose;
gemia. Tenian que estarla voltiando de un lado a
otro. No podia estar boca arriba, por la petaca;
ni boca abajo, por la barriga.
En la noche se muri6.
Amaneci6 tendida de lado, en la cama que
habian jalado al centro del rancho. Estaba entire
cuatro candelas. Las comadres decian:
-Pobre; tan giiena quera; ini se sentia la in-
dizuela, de mansital
-IUna santal Si hasta, mira, es meramente
una cruzl
Mis que cruz, hacia una equis, con la linea de
su cuerpo y la de las petacas.
Le pusieron una coronita de siemprevivas. Es-
taba como en un suefio profundo; y es que ella
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siempre estuvo un grado abajo de los suyos: cuan-
do todos estaban riendo, ella sonreia; cuando todos
sonreian, ella estaba seria; cuando todos estaban
series, ella lloraba; y ahora, que ellos estaban llo-
rando, ella no tuvo mis remedio que estar muerta.
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