EDELMIRA GONZALEZ HERRERA
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Primer Premio de los
Primeros Juegos Florales de
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EDELMIRA GONZALEZ HERRERA
ALMA LLANERA
NOVEL
Primer Premio de los
Primeros Juegos Florales de
la Universidad de Costa Rica
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UNIVERSIDAD DE COSTA RICA
1946
i'mes. eiN~o e La Vaooela
-eVoc7eta Edtm,a ozdez
Firmado en el Teatro Nacional en San Jos
de Costa Rica, el lunes veintisis de agosto de
mil novecientos cuarenta y seis, Nos, la Reina de
los Primeros Juegos Florales de la Universidad
de Costa Rica y Reina de la Simpatia de la Escue-
la de Filosofa y Letras,
O,aiaZ I
Los Miembros del Jurado Calificador
de la Novela y del Cuento,
!q
'qoa&da <2Va"as Caoto
INDICE
Pgina
T ests ah y yo estoy aqu.
Y alguna vez llegar hasta ti!................ 7
El oro y la tierra ................................ 37
La conquista del Piamonte .................... 67
iMara, Mara Cenicienta! .......................... 104
Revelaciones de la noche del dolor............... 132
El Piamonte se dilataba, y no de muy legal
manera ......................................... 156
Un nuevo conquistador del *Piamonte ........... 185
Un palacio brillante como un estuche de lujo
que tena dentro un pequeo fuehrer............ 206
La vida comienza malana ............................ 227
Gisella ..................... ...... ............. 246
TU ESTAS AHI Y YO ESTOY AQUI.
Y ALGUNA VEZ LLEGARE HASTA TI!
Simen Caldereta era duro como una roca.
Tena. duro el corazn, duro el pellejo y dura 12
mollera.
Todo l era duro, como uno de aquellos picachos, os-
curos y mondos de vegetacin que alzaban sus cspi-
des ms all de la vega angosta y verdeante del ro.
Simen' Caldereta, que no se apellidaba Caldereta,
sino Calderiti, tenia duro el corazn, como las entraas
ptreas de los:,cerros, porque en l no habia florecido
jams ni una, brizna de uno solo de los sentimientos que
frecuentan hasta las almas ms simples.
Tejia dura la mollera, porque los pensamientos pe-
netraban lentamente en ella, con una lentitud semejan-
te a la del taladro en los socavones de la mina.
Tena: duro el pellejo -es precise llamarlo asi y no
epidermis- porque aventajaba en dureza al de las re-
ses: En ms de una ocasin, corriendo tras el novillo
fugitive, por las hondonadas del repasto, dejaba la pil
a rasgaduras en la bejucada y deca:
"Per gratia de Dio, qui se remendato sola y sin costa.
Peore seria si foera la camisia".
Ms ocasiones haba en, que se ponia de manifiesto la
dureza del pellejo de Simen Caldereta. Era, por ejem-
J -a A LLANERA
plo, cuando algn parroquiano descubra alguna arti-
maa del solapado italiano, de las tantas que habian he-
cho de su establecimiento una fuente de riqueza, quc
bien pudiera haberle envidiado hasta los principles
accionistas de la Compaa Minera, o, en el ms inau-
dito an, en que algn pobre agricultor, venido de in-
rrebles lejanas, cargando a las espaldas'los miserce
products de la tierra, lograba engaar a Simen Cal-
dereta.
"Per la Madonna", gritaba entonces, espumarajean-
do de rabia. Aporreaba a puetazos el rstico mos-
trador, con fuerza tal, que las gruesas tablas de pochote
respondan como el vientre de un tambor, y la piel de
sus puos escapaba de magullarse gracias a su dureza.
Las miradas de sus ojos porcinos, semibcultos entire
la maraa de sus cejas, brillaban con un fulgor de du-
reza semejante al brillo de las dagas.
Finalmente, haba en todo su cuerpo rechoncho, ese
aspect de solidez de los minerales que se caracterizan
por la regularidad de su fracture.
Todo lo anteriormente dicho podra resultar oscuro,
difcil de imaginar, cuando no se tena a la vista aquel
raro ejemplar human que s llamaba Simein Caldereti;
pero en su presencia era fcil imaginar una "candela de
dinamita", partiendo en en su estallido, en. cortes rec-
tos como la fracture del cuarzo, o, en peqefias sec-
ciones redondeadas como la de la piedra caliza, el cuer-
po regordete de aquel Sancho Panza sin Caballero An-
dante y sin jumento.
La voz de Simen Caldereta era dura. Sencillamente
dura, es decir, sin ser destemplada ni bronca. Sus fra-
ses eran cortas y cortantes, como las rdenies de un
dspota.
Cuando zste Simen Caldereta habla trado asa- lado
a la Bonafacia, su barragana, le haba dicho sencilla-
mente, con voz de mando:
"Ahori que non teni pare ni mare, ni casa ni nata,
podeti venire a la ma. 'La coida, coida tutes les anima-
le, face la cocina y te acostas conmigo y no te face fal-
ta nata".
Y la Bonifacia se haba tomado unos das para pen-
sarlo. Ella se senta tristona a su modo, a la manera
de :u, res enferma, despus de haber perdido a su ma-
dre y de no saber ciencia cierta quien era su padre.
Como Simen Caldereta supiera que el nica Cipro-
nio Argiello andaba "rondando el cerco" alrededor de
la Bonifacia, al igual que l, pero con ternezas guita-
rreras, apet, Caldereta, con estas o parecidas razones:
"El nica Ciprioni cante bonite, toqui la guitarra piu
bonite e habli bonite, pero bebi en aguardiante tuti lo
que~gani e es bravi como un tigre. Ya lo sabis, conmi-
go te va mejore".
Y la Bonifcia baj la cabeza, su gran cabeza hosca
y pesada como la testa de una vaca y dijo mansamente:
"Bueno".
Y desde aquella tarde, porque hablaban en una tarde
ardorosa de la pampa, la Bonifacia dej su rancho,
porque estaban conversando a la puerta desvencijada
de su rancho, mont en ancas de la mula de Simen
Caldereta y fue su mujer.
As era'de simple, monda por complete de veleidades
y de artificios la vida en la "llanada" y en la mina.
El hombre de la llanura, a quien el ardor del sol que
se prodiga inmisericorde de la mafiana a la tarde, obli-
ga a prescindir del saco, de la corbata y hasta de la ca-
10 :,
- AI~MA' .-C;iLLATE1iA -'*
misa; "relegado. ccasi- el .-lmite del primitivismo, acaba
contagindose de la simplicidad torva del llano incle-
mente y de la tranquila amoralidad de los irracionales
que corren, libres como el viento, por la pampa ilimite
y reseca.
Por primera soldada, la Bonifacia recibi unas ena-
guas de percal floreado. Ya despus podra ir contando
con todas las faldas floreadas que la parquedad de Si-
men Caldereta fuera descolgando, a cambio del tra-
bajo de la casa, duro como el de una ,mula de carga:'
adems de las rudezas, gritos y patadas de. su compa-
iero. Pero la Bonifacia era una hembra de la pampa,
dura y resistente como un' irrational; adems todo es-
taba convenido y aceptado de antemano, en el contrato
celebrado junto a la puerta 'desvencijada, de su rancho.
mientras Simen Caldereta' apoyaba ambas manos so-
bre el jinetillo de la montura sosteniendo Ireciamnente
el cabestro de su mula. No haba razn para que' el
destino de la Bonifacia se decidiera de otro modo. Ella
era hija de la Maria Mercedes, la indi nicoyana, por
cuyas venas corra sangre de reyezuelos americanos, de
los aborgenes, legtimos de la tierra. El destino de la
Mara' Mercedes se haba decidido as, como el de ai
Bonifacia, con simplicidad llanera... Solamente que su
hombre no se llamaba Simen Caldereta, sino Martn
Novo; pero ella tambin se haba entregado a cambic
de unas enaguas de percal floreado, o, quien sabe si
tan slo por el spero placer de la compaa de un ma-
cho bravo, tambin contagiado,'como ella, de la trars-
piracin acre y sensual de la pampa caldeada por el sol.
solitaria y polvorienta.
La Bonifacia tambin era hija de la llanura,, una leg-
tima hija del llano, con a piel -quemada y resquebraja-
da. por el -sol de la pampa, con la sangre ardorpsa: que le -
EDEZFIn;tA. GONZALEZ
henchk con-mpetu salvje las- venas;:-la sangre -ardien-
te de la hija de la llanura, en la que apunta a temprana
edad el ansia indmita del compaero.
La llanura es as. El paisaje mustio que se corta en
un horizonte de difusa, de engaosa lejana, parece
achatarse bajo el dombo magnifico del cielo. Centena-
res y centenares de leguas de tierra en interminable
oleaje, sin prominencia ni relieve alguno, sobre la cual
se deslizan las -horas con monotona de infierno. Y en
todo el. espacio ilmite del cielo y de la tierra, la vida.
pujante:.y ardorosa,, despierta en la naturaleza con un
himno de amor y de reproduccin.
El hombre de otrs latitudes, con los pies en la tierr.
y el pensamiento en el cielo, medroso del destino, con
terror del desengao, idealiza hasta la nimiedad sus
sentimientos. El hombre de la llanura, empotrado en
su paisaje de nivel raso, se contagia del mpetu del
viento que muge entire los caaverales y destrenza los
ramajes de la selva, ciego y sordo a los ruamores que
levanta a su paso se embriaga en su finalidad de devo-
rar espacio; as el llanero concibe sus sentimientos con
la simplicidad con que distiende sus galas la natural,
como si el -primitivo impulso de tales sentimientos se
inpirara tan slo en la finalidad de la perpetuacin de
la especie.
La garra acogotadra que es lavida de la pampa, funded
los ms diversos elements, volvindolos afines al rit-
mo de" su propia existencia. Simen Caldereta, cuya
infancia se haba mecido y extremecido en la vieja y
rancia Europa y la Bonifacia que haba nacido y cre-
cido en la llanura agreste, fundan en una sola, de com-
ponentes exticos, sus vidas, y eran llana y sencilla-
meite; la pareja ".nanceba", .'ua n ms,.una.de tantas.
-ALMA -L1.JAR-A
qne ifmabo el cr brutal y desconcertante e la
nlma y ss cantrnaos.
La Bonfacia se agreg a las multiples actividades en
que Caldereta trasegaba sus dineros con mansedumbre
y nimos de bestia de tiro. El hombre ya no nece-
sit mnltiplcarse hasta la increble para bastarse en
sus explotaciones agrcolas y comerciales, y su compa-
fiera carg6 con todas aquellas de sus obligaciones, que
el rudo italiano dejaba de lado.
Caldereta lo diriga todo a fuerza de gritos destem-
plados; g~itaba duro a los peones de la hacienda que
llegaban por el comisariato a recibir rdenes; gritaba
ms fuerte an a los colgalleros minerss furtivos) a
quienes compraba "por cualquier cosa", el fruto de
sus excursiones por las entraias de la tierra y al mar-
gen de la ley, discutiendo con ellos el precio del oro
mal habido: "Per la Madona de Dio, qu est oro esta
quemato por el fuogo y non vale ni un pleto".
Sus gritos tenan el acento convincente del hombre
que lleva en las venas el sentido de los negocios, El
minero frtivo bajaba su cabea vencdo por el desen-
canto, convencido de la inutilidad de bajar el tnel fur-
tivamente, con riesgo de la vid~, robando hore al d 4e
canso en la lobreguez de la noche y largaba osu ofr por
lo que quisiera darle Caldereta.
En Jas piezas interiors de su tend*cho gritaba no
menos fuerte a la Bonifacia para que se diera prisa en
sus mltiples ocupaciones, golpeando regiamente en los
toscos tabiques y en los taburetes con sus puos de
hierro.
En la cocina gritaba la Bonifacia a sus retofios, para
que a su vez se dieran prisa en sus muchas ocupaciones
de bestezuelas de labor. En el propio orral gritaban
EI6OtW4_~ 90~rZ2Za
los retoos,.de Caldereta y la Boaiacria, dura y daesme-
pladamente, a las vacas y a sus becerrs.
A lo lejos gritaban con ronca furia los mazos el en-
sordecedor trompeteo de una labor de titanes. El tala-
dro gritaba sordamente en los socavones de la mina. el
bronco ronquido con que desmenuzaba el ptreo corazn
de la montaia.
Grita el miner al abandoar las bocas negras de los
tneles, tumbas de vivos, como si exhalara a borbtaoes
por la 1 arganta ut sed de luz y de aire libre. La vida
enter de la ina y de los fundos de la llanra inteni-
nable, era ua4 gritera de lucha de titanes; y por eaima-
de las colinas y de los picachos, bramaba el viento sau
eterna cancin de libertad, arrastrando pesadamete por
el llano, como girones de gasa dorada, la polvareda
Slo el pequefo Jos Justiniano y las vacas choatale-
fias y arisaea no gritaban. Estas levantaban sus esbeltas
cornamenta, y daban un respingo a cada grito de los pe-
queos Calderetas, Naturalmente, no gritaban porque
no podia; pero tampoco mauga quedamente, como lo
hacen otras vacs, llimando a swu crios sobre todo al
amaneaer, la ivacas hoontalefnas y ariscas de klo hatos
de Ilderta, brmabant ruidosamente en las cotias de
los repatwlo lt parecan ebrias, contagiadas tal vea
del rwidal del, viento que roncaba en los pasties o
ailhahanre laa t inta de lo columnatas de ceibos y 4d
cedros 0enteara,
Sw u0o Joas Justiniano, el menor de los retoos
de Sin~~on Cderoeta, no gritaba. Considerbase impo-
tente pata ello, no porque la garra malfica que le ia-
movillaba un brazo y una pierna, le hubiera hecho pre-
as tamtbi6 *a la \ gargQ iano porque para tnaar en
teda rl, a ullau o alidoa que aran tan de buen tw
en la:miina y en, los llanos del contorno, haba que pa-
rarse muy enhiesto sobre ambas.,piernas, echando atrs
el cuerpo, mientras los muslos son fustigados reciame:-
te con las palmas de las manos. Y l, el pequeo Jos
Juistiiiano, arrastraba. penosamente uno de sus pies al
caminar; su brazo izquierdo, con su maio descolorida y
flccida. pareca una ave eiitumecida de fro, en un ni-
dal que ella misma se haba formado entire Tos mscu-
los del abdomen, un poco ms arriba del lugar en' que el
pequeo Caldereta se sujetaba sus pantalones.
;Ah!, si l, el paliducho y enclenque Jos Justiniano,
hubiera podido gritar, como .lo hacan todos los 'acho-
rros de minero, desbocados de puios fuertes, qit:
eran sus compaeros en la misera escuela de la mina!
SQu sonoras ondulaciones hubieran conmrovido las ma-
sas del follaje que brindaban su plcida somber a las ve-
gas del ro. donde el pequeo. Caldereta se extasiaba
contemplando con envidia el vuelo de libertad .de ,los
pjaros y la fuga-ms libre an .de las corrientes flu-
viales!
Y era que Jos Justiniano llevaba dentro de su cuer-
pecillo esmirriado y descrecido un alma fiera e ind&-
mita. Eso es: un alma de minero que se bate cada da,
caia a cara con la muerte, o, de coligallero que desafa
a cada. minute todos los peligros y todas las prohibicio-
nes. O, quien sabe, si no, un alma de sabanero, corre-
dor de la llanura, que, ebrio de distancia y de carrera,
anula en la impetuosidad de su imprudencia 'los obs-
tculos de las alambradas y,de los troncos derriba4os.
Pero aquella. alma fiera e indmita, como la de todo hi-
io de la pampa, se senta esclava a causa de la dolencia
que aquejaba su envoltura, como un potro con talmeca.
Jos :Justiniano recordaba, como en el delirio :de:la
fiebre, la. ltima-~vez-que k haba,.doblegado el: galudis-
EDELM!RA. :OONZALEZ
mo, soaba con una cadena de pesados eslabones que
le mantena atado a la tierra, a la roca, a una roca dura
y escarpada. Aquella roca no era otra cosa que la ima-
gen de la impotencia de su pobre vida acogotada por la
garra malfica de la parlisis. El pequeo estaba segu-
ro de que, en su vida real, haba algo de aquel sueo.
Era su pierna seca y un poquitn corta, su brazo muer-
to, que l llevaba a cuestas como un nio dormido, co-
mo una carga o un estorbo en la caminata de su vida,
triste y semisalvaje de nio nacido y criado en la mina.
Estaba seguro de que su pierna seca y un poquitn
corta, era aquella cadena de su sueo de calenturiento
Estaba tambin seguro de que sin aqulla, su bracito
paralitico no habra sido gran estorbo. De eso no haba
duda. Si la hubiere, all estaba para desvanecerla, el
"Manco Oreja Quemada"; le faltaba un brazo, ms de
la mitad de sus armas de combat, como lo pregonaba a
voz en cuello en todas sus bravuconadas de matn. Es-
te "Oreja Quemada", con su brazo de menos y una ore-
ja tumefacta por cintarazos recibidos aos antes en una
ria, se embriagaba como cualquier otro minero, cada
sbado de "pago". Con su mirada fugitive bajo el ala
del sombrero de palma, cado sobre una sien, y la daga
oculta bajo el ancho cinturn de cuero, se impona por
el terror entire los mineros ebrios y prontos a la camo-
rra.
Desde nio, Jos Justiniano tenia muy a flor de piel
el sitio en que reside el sentimiento de la admiracin.
A l, cuanto trascenda la linea rasa de lo comn, le ins-
piraba inusitado inters, un principio de admiracin.
Entre sus manas de pequeo doliente y olvidado, so-
bresala la de buscar los lugares altos y escuetos de ve-
getacin para contemplar con mirada escrutadora el
paisaje mustio de los picachos y colinas coronadas
por tneles y pozos, rematados por oquedades o puo
montculos superpuestos de tierras rojizas, product
de las perforaciones, que se resquebrajaban al sol como
entraas removidas.
Los ojos de Jos Justiniano, vidos del ms all, pa
recan decir, con sus miradas dolientes, a cuanto le ro-
deaba: "Ah ests, y ye te miro desde aqui" Senta
florar en su vida pequeiita el ansia de lo desconocido
que era en l, tal vez herencia ancestral de aventureros
y navegantes de oscuro abolengo. Hacindose, con su
nica mano vlida, visera, defenda del rigor del sol
sus ojos, ahtos de luz y miraba todo lo lejos que podia,
emplazando lo desconocido para el da en que pudiera
arrastrar hasta ello la pesada cadena de su pierna enju-
ta y maltrecha que le quitaba todo el valor de beste-
zuela de carga en que eran apreciados los nifos que!
l conoca.
Las miradas de Jos Justiniano Caldereti alboraban
dulcemente bajo su frente amplia y plida, recortada
por la lnea del nacimiento de los cabellos, de una re-
gularidad maravillosa; ste era un detalle de su fisono-
ma que la naturaleza se haba complacido en buscar en
alguno de sus ascendientes italianos, que aquel pobre
y desvalido Caldereti haba de desconocer de por vida,
si es que aun existan.
Es de hacer notar que Simen Caldereta, adems de
sus mltiples extravagancias, ostentaba la de haber per-
dido adrede toda relacin con su familiar, que, si bien
es cierto, a sus padres los saba muertos, le quedaban
hermanos, dos varones y una mujer en el lejano puerto
de Liborno donde l haba nacido y se haba hecho
hombre.
Tal excentricidad se deba en part a la dureza de
sentimientos de Sime4n Caldereta, pero tambin, just
7UW` 17CLAM7-A 7 r7"_7>T~~~
EDIM7MRA GONZALEZ
es dejarlo asentado as, a la influencia de la vida de la
pampa, absorbente como una bestia mitolgica, que cie-
ga los sentidos a todo lo que no sea ella misma en sus
mltiples y variadas manifestaciones.
De tarde en tarde, y por conduct de compatriotas
adheridos como Caldereta, a la vida de la llanura, pero
sin perder contact, no por dbil inexistente, con la pa-
tria lejana, iba sabiendo Simen Caldereta de aquellos
parientes de Liborno. Seguan viviendo y se acordaban
de Caldereta, sobre todo por saberlo, a travs de sus
compatriotas, inmensamente rico. Puede ser que hasta
Liborno slo llegaran las noticias de la riqueza fabu-
losa, y no las de la existencia de aquella familiar habida
con la Bonifacia. Pudiera suceder tambin que, vista
desde la potica ciudad de Liborno, esta familiar resul-
tara inexistente.
Si aquella parentela lejana, instalada en la ciudad
mediterrnea, ignoraba la existencia de la familiar de la
Bonifacia, sta no estaba prolijamente enterada de la
existencia de aqulla, Es decir, ignorbanla la Bonifa-
cia y sus dos hijos mayores, Martin y Celestino; s hijita
nica, la mentor de los retoos de Caldereta, en los dias
que corren de nuestra historic, no contaba en material
de sentimientos o en conocimiento de los hechos, ya que
apenas si poda arrastrarse por la tierra y hacerse en-
tender por medio de un lenguaje de su exclusive pro
piedad y uso.
Pero, una excepcin habia en aquella reciproca igno-
rancia de existencia de los dos grupos emparentados con
Simen Caldereta, REta excepci4n era el pequeo Jost
Justiniano, a quien siempre deslumbraban y hacan soar
despierto aquellas noticias llegadas de tarde en tarde y
por conduct de extraos, de los parientes lejanos. Ello
se deba, tal vea, al presentimiento -ese 69 sentido de los
XLMAI :E~R\LAN -
iemperamentos sensitivos-- de la influencia: que tales
parientes haban de ejercer en la vida del pequeo, de
la Bonifacia y de todos los suyos.
Cuando aquellas noticias llegadas en cartas, no pre
cisamente dirigidas a Simen Caldereta, acababan sien-
do, tambin de un modo indirecto, del conocimiento de
los Justiniano, le daban tantas vueltas en su cabecita
de nio enfermo, le infundan tan grande entusiasmo,
que por una inexplicable contingencia, acababa ven-
ciendo su timidez de nio considerado aparte de los de-
ms, por especiales y dolorosas circunstancias, y se sen-
ta con bros para desafiar la natural rudeza de Simen
Caldereta, pidindole a su vez noticias de aquellos pa-
rientes y de aquella ciudad lejana, a la que el pequeo
Caldereta imaginaha semejante a las descritas en los
cuentos. ,ue en las tardes de farra, relataba para los
parroquianos del "comisariato" el nica Ciprionio Ar-
gello.
Cuarido Simen Caldereta no contestaba a las pre-
guntas de su "chamaco" con una explosion de su rude-
za, responda, dirigindose ms a los clients de su fon-
ducho que al chiquillo. Este, acostumbrado a conside-
rarse como un trasto intil en la vida de febril laborio-
sidad que le rodeaba, se arrinconaba en una esquina, ca-
si bajo el mostrador, deseoso de ocupar el menor espa-
cio possible, con el alma y el pensamiento prendidos de
los labios de Simen Caldereta.
En tales instantes, olvidbase de s mismo y de aque-
lla cadena de pesados eslabones, la de sus sueos de
calenturiento, que le ataba a la tierra, hacindole lamer
el polvo; sentase libre, como cualquier otro nio de
los que se lanzaban en sus "chircas", con locura de fu-
rias, en carrera desenfrenada por las hondonadas y los
pastizales.
EDELMIRA. GONZALEZ
Los dos o tres parroquianos que rondaban semibeodos
por fuera del mostrador, escuchaban a Caldereta con
inusitada atencin; no todos los das iban a tener !a
ocasin de escuchar algo, o, a alguien que hablase de
cosas que no traspiraran el sabor acre que era el alien-
to de la vida embrutecedora de la mina y la llanura.
Simen Caldereta atropellaba lastimosamente el caste-
llano al externar, con una lentitud de charca que se
desborda, sus pensamientos. A decir verdad, no se ex-
presaba en castellano, sino en una lengua hbrida, mez-
cla endiablada de un italiano vulgar, de un castellano
de no ms alta alcurnia, de various dialectos italianos, del
cal de los cargadores y descargadores de los muelles
del puerto de Liborno y de todos los regionalismos de
la llanura guanacasteca. Ello prestaba colorido de ame-
nidad a cuanto hablaba conquistando la atencin burlo-
na de quienes le escuchaban; adems, tena de su parte,
esa otra atencin adulona con que son escuchados siem-
pres los ricos, cualesquiera que sean las sandeces que se
les antoje .decir. Con Simen Caldereta pasaba as, si
hien hay que declarar en su honor, que no carecia de gra-
cia su charla. El mismo se haba impuesto aquel "Cal-
dereta" que cargaba a modo de remoquete, pronunciando
psimamente su apellido. Los que le oan, lo repetan
hurlonamente, acabando todos por olvidar el autntico.
Cuando Simen Caldereta hablaba de su ciudad na-
tal y de sus parientes casi olvidados, en aqul su len-
guaje hbrido, pona en su acento una nota de dulzura
completamente desusual en l. quien sabe, si no movido
tal vez por la timidez afectuosa con que el hijo peque-
fito y desvalido le diriga la palabra. Aunque hubiera
parecido absurdo, es de suponer que la naturaleza ruda
y tosca de Caldereta, se sintiera, a su modo, impresio-
nada por la ternura que significaba, en Jos Justiniano,
el hecho de atreverse a dirigirle la palabra.
- 7W~ik t~L~EA1~R
A su vez, el nio, con la admirable intuicin de las
almas infantiles, se hacia cargo de aquel acento de du!-
zura que trasparentaban las palabras de su padre, y pa-
recia agradecerlo con la terneza de sus inocentes mira-
das. Establecase, de moment, una corriente de cli-
da simpata, desacostumbrada entire padre e hijo, que,
tal vez fuera, en resume, la causa principal del afecto
con que tiraban del corazn de Jos Justiniano aquellos
parientes desconocidos, que vivan en la bella ciudad
de Liborno.
"Liborno es una de las ms belias chiudate dil golfio
di Npoli -deca, gritaba mejor dicho, Simen Calde-
reta-. El golfio di Npoli es el ms belio pedazo de
mare dil mondo antero".
Salpicando con dicciones extravagantes y poco inte-
ligibles, describa Simen Caldereta el cielo y el mar,
la vida y los paisajes de la potica ciudad de Liborno.
; Ah! il mare de la chiudate de Liborno, qui es belio
como un espejio de plata bruita -exclamaba Caldere-
ta, golpeando reciamente con sus puos de hierro sobre
el mostrador-, la miusica de las violine y de las man-
doline, sonando por los moelles, junto al mare, y a la
luz de las estrellas. Una miusica como no las has
odos ostedes nunca. Comparata con esa, la guitarre de
Ciprioni Argelli es una bulla de tutis les demonis qui
non vale un pleto".
Esa era la nica verdad en toda la vida de Simen Cal-
dereta: toda la belleza, la nica poesa que .haban sa-
boreado sus sentidos en su, ya un tanto, lejana juventud.
Y esa nica belleza, y esa nica poesa, haban pasado
para Caldereta como una racha en su existencia, como
una rfaga de viento que encrespa por un moment la
superficie de un lago y se aleja despus perdindose
en la lejana. Con el correr del tiempo habase hundido
EDUEMEURA (ONMALEZ
la vida de Simen Caldereta en un desenfrenado trotar
tras el, oro, en una furia de explotar al pobre y desva-
lijar a los muertos, que haba muerto en l, el amor
de la belleza, innato en toda alma que ha bebido las ca-
ricias del sol, bajo el plcido cielo italiano.
Se haba ido, tiempo ha, todo aquel entusiasmo que
era el cario de Simen Caldereta por la bella ciudad
que lo haba visto nacer y hacerse hombre; pero tal ca-
rio fue tan profundo, cuando lo senta, que, por el mi-
lagro de su grandeza, volva a ser, cuando evocaba los
lejanos aos de su juventud. Aos que fueron, sin duda
alguna, los mejores de su vida, pero, de los cuales, l re-
negaba, porque entonces era pobre. Embotado por la
codicia y por la modorra embrutecedora de la pampa,
slo encontraba buena y amable su vida de esclavo del
dinero y de las explotaciones agrcolas y mineras olvi-
dado conpletamente de aquella otra, reidora y placen-
tera de la bella ciudad de Liborno.
Y cuando volvan a ser entusiasmo de su vida aque-
llos recuerdos de la juventud, revividos por las cartas
venidas de la lejana Italia, y no precisamente dirigidas
a Simen Caldereta, sino a compatriotas amigos que s
amaban y recordaban mejor a la patria, era cuando
se senta el rudo italiano, ganado por aquella terneza
desusada, reminiscencia de una vida desconocida par.:
el pequeo Jos Justiniano, se le llenaba a ste el cora-
zn y la existencia toda, de ternura hacia el autor de
sus das, acosndole a preguntas sobre el pas de ma-
ravillas en que haba nacido. Llambale pap, como
muy pocas veces sola hacerlo, porque este vocablo se
oa pocas veces en los descendientes de Simen Calde-
reta, porque sus hijos slo le dirigian la palabra para
contestar a sus preguntas hechas con voz ruda y ademn
'ortante- como el de un dspota.
22-.
Cundo Js JosJtiestiaano. abrianddbna- el- Fincn -tras
el mostrador, desde donde haba contemplado con el al-
ma henchida de ternura, aquel reverdecer de sentimien-
tos olvidados por el rudo Caldereta, asombrbase como
si viera uno de aquellos gigantescos troncos derribados
por el viento del verano, levantar sus muertas ramas
hacia el cielo y cubrirse de hojas y de nidos llenos de
pjaros cantores. Dejaba su rincn desde donde haba
escuchado temeroso y enternecido a su padre que se di-
riga ms a sus parroquianos trasnochados y medio
beodos, que.a su hijito que le escuchaba embobado, pen-
diente de sus labios con el alma transida de ansias y es-
peranzas ignoradas; sala al corredor del comisariato.
anchuroso y de tierra pisoneada que serva de caballe-
riza alas bestias de los parroquianos. All el pequeo
buscaba con vidas miradas la hondonada donde se
cortaban las miseras colinas cercanas por donde asoma-
ba con brochazos de azul intenso, la extension ilimite
de la llanura.
La almita simple de Jos Justiniano, alma de nio
racido en la pampa, borbotaba de sbito entusiasmo.
y; sin el ms pequeo asomo de burla, remedaba, sin
pensarlo y sin quererlo, a su padre:
"Ah, il mare, il mare" --deca mirando por aquel bo-
quete en que se abran dos colinas para dar paso al ra
hacia la llanura, el horizonte difuso donde se encontra-
ban la tierra dorada y oscura y el cielo color turquesa.
Las explotaciones mineras extendan sus dominios a
las colinas menguadas que corran como tentculos de
la sierra hacia la llanura. El latifundio de Caldereta se
extenda por collados y colinas abarcando hasta un lado
de las faldas del gran cerro que dominaba toda la lla-
nutra y el mar lejano; por el1 lado opuesto, los dominios
de Sime6n Caldereta iban-a. p*so de ,arga.-por el llano
EflEJJ~~ER;1 .: -ObtZAJ
si finn,-hasta encontrarse con los de otro potentado de
la. tierra de los,.que condenan al legitimo llanero a la con-
dicin p~dexpotado, o, a la ms inferior todava, de sim-
ple parsito.
En cierta, ocasin, dirigindose Simen Caldereta a
unos 'apartos" que .enseoreaban las praderas naturales
al pie del gran cerro, llevaba "en ancas" al pequeo
Jos Justnia.
El a4I rmiraba los repastos que cruzaban y las reses
que asomaban las lustrosas cornamentas por encima de
los altos herbazales; el nio .contemplaba en las vastas
propbrcioes' de" la inmensidad, el paisaje visto en mi-
niatura desde ,la casa de Caldereta, por la hondonada
por donder depembocaba el rio a la llanura; aquel beso
de la tierra y,el cielo, en la lnea difusa del confin le-
jano.
Viajaban antes de asomar la aurora; las inspecciones
de Caldereta comenzaban de ordinario antes que el da.
Un resplandor dorado se dejaba ver paulatinamente tras
la calva lisa del cerro. ,La cresta lejana de la sierra se
ornaba con una blonda rosa y oro. Al oeste, por el
contrario, la, tierra iba.,saliendo de la penumbra con
tonalidades de verde oscuro y gris lechoso de las hojas
mustias y el polvo distendido por los campos. Los ojos
investigadores de Jos Justiniano distinguieron entire
aquel, juego de -leves tonalidades, una mancha brillante
sobre la que jugaban a deslizarse los rayos del sol na-
ciente.
-iPap, pap, qu brilla all?
El. pequeo Jos Justiniano sealaba el diminuto
espejo de plata que asomaba en el propio ngulo en que
la. ltima estribacin de la cordillera volcnica, corta
a line lejana del horizonte.
Sealaba aqul- punto brillante en la Iejamni onr su
bracito bueno, mientras todo su cuerpo 'enclenque que-
daba a merced de los vaivenes del trote de la mla, con
peligro de caer.
Es il'mare, bambino. Es ii mare coirtt6 Si-
men Caldereta, y le asest various rejazos a la mnlua."
Una emocin, la ms profunda de la niez de Jos,
Justiniano, aceler los latidos de su corazn y anud a
su garganta un dogal ardiente; su-voz de nifo enfriro
se quebraba con acento conmovido. '
Qu mare, pap?. Alli est il mare d, Libornow^
No mochacho, no seas brutio. Ese quijtveo es el
mare Pacifico. II1 golfo di Npoli estate tian liiao 'qui
no les alcanzars a ver nunquia dijo Simen: C*iderets
y volvi a fustigar la mula con el rejo. '"':
El camino se irnternaba ahora enf una "j'"'de mon-
:aa-que coronaba una pr6minencia'del terreno. La mu-
la dobl el ltimo tramo del sendero, 'bordido en alm-
bos lados por la masa verdeante'y ondiflosa de' repasto
y iempez a trotar por la senda Tecamada deidhjas muer-
tas y saturada de frescura.' Jos: Justinianoya-'ido dis-
tingua aquella -mancha lejana y brillante y segua re-
pitiendo mentalmente: "11 mare '1 imare!" '
Ya despus, buscaba siempre con la vista, aquel, pun-
to lejano del horizonte donde, desde ciertas alturas,,po-
da distinguirse el diminuto espejo de plata, sobre el
cual jugaba con destellos caprichosos la luz, entire las
tonalidades verdeantes y azulinas de la lejana'. Exten-
da hacia ella ambos brazos, obligando a. sua manetita
enferma a salir de su inercia 'con una orden ijnperiosa
de su voluntad, que le arrancaba,gemidos de-dolor que,
crispaban su semblante y repeta con 'yoz: a~rda :y do
TEDEP.MYRAJGOINZALZ
liente que era, a un mismo tiempo un reto y una queja:
i Oh, mar!, ioh m 1,r! T ests all y yo estoy aqu.
Y algua vez' llegar hasta ti".
Y aquel grito que era al mismo tiempo un reto y una
queja, y que sala del fondo de su almita, era como un
adelantarse a lo que le reservaba el destino. Era el pre-
sentimiento de, o1 que le traera la vida en el lento
devenir de los das.
Tenia a la sazn ocho aos y apenas ese mismo ha-
bla comenzado a frecuentar la escuela; hasta para esto
ltimo se le haba considerado poco apto. Buen chas-
co hubieron de llevarse los que as pensaban del pe-
queo Jos Justiniano: su mano libre del acogotamicnto
de la parlisis era la derecha; pero ella sola le bastaba
para ir tan lejos como lo quisiera su destino. Se pare-
cia al "Manco Oreja Quemada". quien sin un brazo,
con la mitad, de sus armas menos, como l deca, era
el rey de las batallas campales en que daba punto y ra-
va a, los'.nitons de la mina.
En la escuela, Jos Justiniano fue el mejor alumio
de su clase, si bien. es cierto que en la pobre escuela >'e
la mina,' regtilarmente instalada por "La Compaia",
pero carente de material, se impartan tan parcameAte
los conocimientos, que apenas si bastaban para sacar a
los individuos de la ms remota ignorancia.
Pero en las actividades de la mina y de los campos,
doxide imperaba como la de un rey la voluntad de bi-
men Caldereta, se media largamente la mezquindad
con que natural haba dotado al pequeo Jos Justinia-
no. M nartn Caldereta, el primognito de Simen Cal-
dereta y de la Bonifacia, a quien su padre llamaba Ma:r-
tino, lo mismo. que el segundo Juan Celestino, eran a
'os nueve y diez aos, respectivamente, verdaderos ji-
MM t-.ArXLA
iiees. Pese a la ostentosa parsironia de Sime6n Cal-
dereta, eran dueos de sendos y hermosos caballos, bien
aperados, con vistosas albardas de cuero crudo. Se su-
maban a la tropa de sabaneros de las ganaderas de
Caldereta, dejando de lado la escuela, con gran satis-
faccin del padre, content de ver agregarse nuevos
brazos en colaboracin con sus infinitas ansias de ate-
sorar riquezas. Estos pequeos Calderetas, morenos,
con ojos de brasa semejantes a los de la Bonifacia, y ca-
belleras speras y renegridas aventajaban a los mis
consumados corredores de los vastos dominios de Si-
men Caldereta.
Mirbalos con secret envidia su hermano menor
cu indo er- as n-afi:,,ias aso!eada- dle verano, partan al
despuntar el da, en carrera desenfrenada, trilones de1
oleaje verdeante de los repastos, con el sombrero de pal
ma echado sobre la nuca, al viento la hirsuta cabellera
negra como airoso penacho que saludara al firimamento.
Con la inocente maldad de la niez, Martin y Juan
Celestino, hacan mofa de la miseria fsica de su her-
manito:
"A ver si los peonej quieren que llevemos con nojo-
troj al Jos Justiniano. Que diga a ver si le, alijtamoj
el "Corvejn". (El Corvejn era el mejor y ms bravo
caballo de las fincas de Simen Caldereta).
"Ji quiere le pedimoj prejtadas las polainaj a don
Pastor"- deca Martn Caldereta, mirando de soslayo
y burlonamente las piernas flacuchas y mezquinas de
Jos Justiniano.
Don Pastor era el jefe de los mozos de campo, tipo
legtimo de la llanura, con un par de bigotes enhiestos y
poblados que le daban un aspect de general de opere-
ta era corpulento y obeso, y apretaba los.ijares de su
eDULfRA -GONZALRZ
cabalgadura con un par de piernas que recordaban las
del elefante. En este ltimo detalle estribaba toda la
maldad de la alusin al pequeo Caldereta. Arrima-
ban los peones sus burlas a las de los dos hijos mayores
de Simen Caldereta con la familiaridad de los asala-
riados de los finqueros que no guardian distancias con
sus servidores, hasta que Jos Justiniano abandonaba
la compaa de sus hermanos y de los mozos de cam-
po, para ir en busca de la Bonifacia con lgrimas y que-
jas. Tampoco a la Bonifacia le sobraban distancias con
los trabajadores de las fincas de Caldereta y gritaba
desde la cocina los ms soeces insultos con una libertad
de lenguaje que hubiera hecho sonrojar en otras iti-
tudes.
"A ver ji puedej hacer lo que nojotroj!" Ese era
siempre el grito de desafo de los dos Calderetas ma-
yores, y acometan las ms bravas travesuras de nios
de la pampa.
La buena suerte de Jos Justiniano se limitaba a que
Simen Caldereta se sintiera tan de buen humor como
para querer llevarlo alguna vez en ancas de su mula
A fuerza de bregar por ello, consigui que su padre le
designara una bestia para su uso exclusive, una pu-
tranquita que "no era de tiempo" y que, por lo mismo.
lleg a la mayora de edad -poca en que debi acos-
tumbrarse a la albarda- cuando slo tena la estamp.a
de un potro de pocos meses. Jos Justiniano quiso
escoger para ella un nombre bien sonoro, sacado tal
vez de algn cuento de los que relataba, en sus das de
"goma" el nica Cipronio Argello a los parroquianos y
al dueo del "comisariato", pero los dos Calderetas ma-
yores, Juan Celestino y Martn, casi sin ponerse de
acuerdo, llamaron desde el primer da "La Girra"
a la yegita de Jos Justiniano. Y con este nomb.e
-atbl:-LA NrL~A -~
se qued. El tal nombre hacia la desesperacin de su
dueo parque aluda a su estampa desmedrada,.pero l
mismo acab aceptndolo, llamndola "La Girra",
con el fatalismo de su niez enfermiza y desvalida.
El pequeo Jos Justiniano no podia "echarle" solito
"los aperos", a La Girra", y tenia que resignarse a es-
perar que alguno de sus hermanos mayores o uno de
los peones lo hiciera, movido de complacencia misericor-
diosa; tampoco poda montar sobre su cabalgadura sin
ayuda; entonces, senta que su pierna enferma era aque-
lla cadena de su sueo de calenturiento, que le ataba
a la tierra obligndole a "morder el polvo". Pero una
vez que se senta jinete sobre su yegita, embargbale
la embriaguez del espacio, de la distancia, loco de atajos
y despeaderos como hijo autntico de la llanura.
Su pierna paraltica era incapaz del vigor necesario
para aferrarse a los ijares de ja bestia, curvando lo-
-letones de la albarda, pero tampoco su cabalgadura
era capaz de las proezas de las que montaban sus herma-
nos y la tropa de "mozos de campo" de la hacienda de
Caldereta. A lo ms, poda salir de estampa al mismo
tiempo que aqullas, para quedarse rezagada dos docenas
de metros ms ali. Entonces Jos Justiniano la arrenda-
ba fuera de los trillos hollados por las manadas hacia los
lugares empinados de los repastos, las menguadas pro-
minencias del terreno que declinaban hacia la llanura
como un monstruo que se tiende, rendido de cansancio.
Buscaban sus miradas vidas aquella mancha lejana y
brillante, el espejo de "plata bruita", que deca Simen
Caldereta. El pequeo Jos Justiniano extenda hacia
ella ambos brazos, obligando al izquierdo a salir de su
nidal de msculos, con una orden imperiosa de su vo-
luntad que le crispaba el semblante de dolor y exclama-
ba con el alma en los labios:
"i Oh mar i Oh mar! Alguna vez llegar hasta ti".
EDUaEt.M1_ 1JZAtUZ
Cuando sc.decida a abandonar aquellos rincones de
los dominios. de Caldereta donde saboreaba el extrao
pl.a ~:dr. c eontemplar la insondable lejana, silencioso,
con un rileicio que recontaba sus penas de nio enfer-
mo,, devinculado por su dolencias de la vida pujante
y Jaboriosa tque le.rodeaba, se inclinaba, abandonando
las riendas y acariciaba con su mano sana el cuello y
laA crines, de "a. Girr" El animal bajaba la cabeza
za. frotndose, las hmedas fauces en la pelambre de
las patas delanteras; fustigbase con la cola las ancas
y los ijares para espantar los moscos hambrientos de
sangre. A lo lejos, se alcanzaba a or los gritos de los
mozos ,de, ,c.mpo, el clsico alarido del sabanero que
es elecant,o de,gloria, de su hermosa libertad de corre-
dor de la llanura. Ms cerca, una explosion de dinami-
ta en los ttneles de la. mina conmova con su detona-
cin las entrafas, de las serranas, con ecos que rebota-
ban de colina en colina o se arrastraban pesadamente
por las yvegas del ro como el ruido de una descarga de
fusilera.
'Los senderos que conducan hacia las casas cruzaban
los' altos jaragales done pastaban las vacas que se
"rejeaban", a la sazn. En las maanas, pastaban en
las inmediaciones d Io 'corrales con la mansedumbre
de las reses que no tienen que buscarse su alimento.
gracias a la tierra prdiga y fecunda que se brinda en
gruesas gavillas d forraje que mece el viento en pere-
zoso oleaje verdeante. Cada paso en los extensos re-
pastos de Simen; Caldereta, era un abundante festn
para sus ganados; un mar inmenso de forraje que se
extenda en oleadas interminables tapizando de verde
las faldas de las colinas, las hondonadas, las vegas de
los "yurros" y gran parte de la llanura que dominaba la
vista en centenares de hectreas alrededor. Los jara-
guales bordeaban los casinos en los terrenos aledaos
3o"' : "X - 'A EjS -
de los de "La Compaa Minera"; el guinea y el gen.
gibrillo suban por las gibas de las colinas, y, tn la ba-
jura, apestaban el ambience las repastos del calinguero
que se experimentaban por primera vez en la pampa
guanacasteca. La exuberante fertilidad de la tierra
virgen levantaba los repastos a alturas increbles. Los
novillos de engorde y los bueyes d tir, con la piel
lisa y brillante que pregonaba la abundante nutricin,
apenas si asomaban el lomo lustroso y las enormes cor-
namentas por encima de los herbazales. Se movan con
lentitud como los grandes cetceos, en aquel mar d!
.orraje.
Jos Justiniano contemplaba con ojos afectuosos l
paisaje de toda su existencia, el mismo que contempla-
ron sus miradas el primer da que pudo hacerlo, el pai-
saje clsico de la llanura, la sabana inmensa color de
esmeralda con leves tonalidades amrillentas que pare-
cian robadas al oro. Los ojos del pequeo Caldereta
admiraban extasiados algo que no hubieran podido per-
cibir los que lo vieran por primera vez: aquellas tona-
lidades amarillentas de las grammeas en sazn; aquel
cambio imperceptible que se acentuaba al paso de cada
dla, marcando las etapas del advance del tiempo. Al ini-
ciarse el invierno, con los primeros aguaceros, arranca-
ban de las cepas muertas, dormidas bajo el sopor del
verano, los tallos primerizos como agujas de jade; se
multiplicaban hasta el infinto en pocas semanas, se le-
vantaban con mpetu, ebrios de vida constituyendo
aquella masa compact de forraje. El color de esme-
ralda iba sufriendo lentamente, conforme avanzaba la
estacin, aquel cambio que era la novedad, el anuncio
del paso de los das, que no escapaba a la observacin
de Jos Justiniano Caldereta.
Ms tarde rompan los primeros nortes sacudien
salvajemente la pampa, despojando las ramas de su
EDELMUIRA -G.ONZAtAEZ
verde vestidura, desalojando los pjaros, arrancando
los nidos de su sitio y acababa vistiendo los repastos
de un amarillo pajizo anunciando la sequoia que doblega
las cepas y levanta la polvoreda.
Oh, aquel amarillo pajizo que invita al hombre de
la llanura al delito; al crime contra la humanidad y
la natural, cuyos alcances, su alma rstica de llanero
no puede comprender!
Viendo amarillear los pastizales, sonrea con inocen-
te maliginidad el Jos Justiniano: pensaba en sus herma-
nos; aquellos pillines Calderetas, con cuerpos de nios
e intenciones de llaneros desalmados, a quienes el tiem-
po de sequa y el amarillear de los repastos, les resul-
taba una invitacin a frotar la cerilla culpable, a provo-
car el incendio criminal. El brbaro placer de contem-
plar "la quema" que arrasa los repastos y devasta los
bosques, trasegando las fuentes, irrumpiendo muchas
veces en los sembrados con voracidad aniquiladora ba-
jo la mirada indiferente de las autoridades y la impasi-
bilidad fatalista del hombre de la tierra.
El hombre de la llanura, lleva dentro de s un alma
de Nern que se deleita viendo levantarse las lenguas
de fuego que parecen dispuestas a lamer el firmamento;
la montaa como una diosa del averno, coronada con
una cimera de llamas, le arranca gritos de emocin de
hombre primitive.
"Vamos a dar fuego a tal repasto"-, se confabula-
ban Martin y Juan Celestino.
Salan sigilosamente de la casa, contando en ms de
una ocasin con la complicidad de los peones. El pe-
queo Jos Justiniano que los oa, se solazaba con la
alegra del cmplice tan slo por el dolor de su impo-
32::'
tencia para tomar pparte en las b.rbaras trwuesuras dc
los-:lanerillos con alma de malandrines.
La hora es siempre la misma en todos los coiftines de
la pampa. Cuando el sol abrasador se aierca a la mi-
tad de su carrera y la tierra gime en estertor de sofo-
cacin. Cuando el hombre rendido de fatiga Jbusca la
fresca caricia de la sombra. Cuando las reses.se acogen
al frescor de las enramadas y las aves enmudecen, hos-
tigadas por el vaho ardiente que sube de la tierra y cuan-
do la estridencia de las "chicharras" se ensefira del es-
pacio. Esa es la hora en que la mano artera, incendiaria
y, las ms de las veces, inocente en' su ignorancia, prende
fuego a la pampa solitaria y polvorienta y se deleita
vindola agonizar durante dias y s.emanas en-tin fragor
de infierno.
Es inevitable y es fatal. Se repite ao tras, ao con
exactitud cronomtrica en los. dias: largos del. verano
cargantes de bochorno cuando el regazo ed la tierra se
arropa en un manto de hojas muertas, resecas.y cru-
jientes en la que ceba el fueg~o con Ja. voracidad de un
monstruo insaciable.
Y en los vastos dominios d.e Shnen Caldereta, eran
sus propios retoos, los inocentes nialandrines de Juan
Celestino y Martin, los que daban el ggito inicial de
guerra que, en pocas horas, convertia en pavesas los
inmensos campos de engorde. Miseros de losi bellaccs
Sraviesos, las veces que el duro Simen Caldereta los
sorprendi con las manos en la masa de su delito. Les
di tantos azotes sobre sus tiernas..earne -morenas, co-
mo das haban vivido sobre la tierra. Jams escar-
mentaron. Chillando bajo el furor de la paliza, ura-
bar a grito pelado, con chlillidos que llegaban -lista la
nubes, abominar para siempre de sus placeres de incen-
diarios.' Pero afio tras ano, yvolvaiesi qtiellas ansias
?EIELED'X~~E ZI&'~~fLDNZAz
que debi:-experimentar Nern comtemplando la Ciudad
Eterna,! Y-esprevenida e indefensa, a merced de su tirano
y volvan acometer~el:gran crime, despus de haberse
prometidoisiis mismos no hacerlo ms, a raz de la l-
tima paliza propinada por el enfurecido Caldereta.
En~amAsde un ocasin murieron carbonizadas algu-
nas reses;~ enldquecidas de espanto, arrinconadas entire
dos!muralla de fego. Pero, el placer de los pequeos
salvajes, hijos de Simen Caldereta, no consistia en pro-
vocar con sus manos la tragedia. El deleite consistia
nicamente en solazarse con el espectculo imponente
y pavoroso .
Martino y Juan Celestino saludaban con alaridos le
entisiasmo el advance incontenible del voraz element
cuando se desbordaba como una avalanche de llamas,
de hum;o, de cenizas y de pavesas desde la heredad ve-
cina. Al iniciarse el verano, las peonadas de la hacien-
da de Caldereta, lo mismo que las de los propietarios
colindantes, doblegados con la pala entire las manos, ba-
jo un sol ardiente, con el rostro congestionado de fatiga,
hacan las "rondas". Una ancha faja de tierra negira
y -brillante, limpia, de la ms insignificant brizna de
hierba,-iba apareciendo tras los pasos de los paleros;
corria paralela a las alambradas, a los limites de los
"chagites" y los caaverales. La "ronda" defiende los
edificios, los sembrados, los frutales, de la furia del fue-
go devorador.
Pero en la mayora de los casos la paveza traidora
salta la' vlla defensive con acrobacias de ser animadu
de vida infernal, burlando la laboriosa y fatigante pre-
visin del hombre.
Cand las "qemis" jugaban tales burlas en los do-
minios de Simen Caldereta, ste, que se habia instala-
d& sore a' tierra con ardides de fiera que se escoge el
4.:LA-MK IZtAIN.I
sitio para su guarida, y poda desde muchos rincones de
su extensa propiedad, abarcarla con un solo. golpe de
vista hasta sus confines, atrancaba las puertas a today
prisa y sala a los patios, braceando desaforadamente.
"i Per la Madonna! Per gratia de Dio!"
Gritaba a la peonada, a los vecinos, a los amigos, a
sus hijos, a la Bonifacia. Era un toque -de rebato que
convocaba a cuantos lo escuchaban, recordando las cla-
rinadas de los vigias costaneros de otros siglos que
anunciaban la presencia de un galen pirata. Se orga-
nizaba la defense con una prisa rayana en la locura que
regateaba los instantes. As debieron ser las de los
primitivos pobladores de esta tierra cuando vieron, ve-
nrseles encima repetidas avalanchas de zambos mos-
quitos.
Los amigos de la casa y el propio Simen Caldereta,
saqueaban las bodegas, vaciando los cajones de pertre-
chos.con que se preparaban las rudas batallas contra
la montaa y el "tacoLal". Salan a relucir los cuchillos
de veintiocho pulgadas, la herramienta del hombre del
llano, de brillo impoluto que recuerda el del acero tole-
dano. Refulgan bajo los rayos del sol las hojas mane-
jadas con destreza desbastadora por los hombres, los
nios y las mujeres. Caa a filo de cuchillo cuanto po-
da ofrecerse como pasto a las llamas, sirviendo a la
propagacin del incendio. Cobraban ms anchura las
"rondas" defensoras. Los chiquillos con cacharros lleno-
dc tierra, se sumaban al esfuerzo de los grades, espol-
voreando con ellas las trincheras destinadas a detener
el advance de las lenguas rojas que despus de reptar por
la tierra, parecian dispuestas a lamer el firmamento..
Los hijos de la llanura no enmudecen de pavor ante
el siniestro. El fuego, lo mismo que el viento, que el
polvo, del verano, lo mismo que el agua y. el fango del
34-.
EDELMAM -7 -ONZALEZ
invierno, son~-s element. La peonada mova incesan-'
temente los brazos, cmo acometida de inverosmil lo-
cura, completando su obra desvastadora y salvadora
de la tierra al mismo tiempo. Aullaba, gritaba ante la
tromba de fuego, el clsico grito de la pampa:
-"Iiiiiahahahahahah".-
Grita tal vez su sed de triunfo sobre los elements.
Grita, quien sabe, si no, su negro fatalismo; pero grita
siempre y sonre con sardnica sonrisa ante la mura-
lla de llamas que se le viene encima, coronada por la
tromba de humo y de cenizas que oscurecen el cielo.
"Per la Madonna! iPer gratia de Dio!" aullaba
Martino Caldereta, remedando a su propio padre.
Estallaba a coro la ruidosa carcajada de los servido-
res de Simen Caldereta. Las dentaduras grandes y
brillantes de hombres bien nutridos, ponan una nota
siniestra en los rostros enrojecidos y congestionados
por el calor sofocante y la respiracin en un ambiente
caldeado hasta lo increble.
La vorgine avanza con paso lento y seguro como un
monstruo de miles de tentculos. Un sordo mugido
que empavorece el espritu, acompaa el lento advance
del torbellino rojo y plomo. Es el chasquido de las
hojas, de las ramas y de las caas que se consume; es
el chillido de agonia de millares de alimaas sorprendi-
das en sus escondrijos por el incendio.
Los hiombres excitados por el peligro y la impoten-
cia, se hablan a gritos.
-"No hay ms remedio que dar contrafuego!"-
Los hombres, empeados todos en la sobrehumana
empresa de detener el fuego, se pasan este santo y se-
a a gritos estentreos que en el ambiente denso de hu-
mo y cenizas parecen voces de ultratumba.
- F.tMA':L LLMQEERA-'
Gritan as, con simplicidad llanera. Llaman. remedio
el nico recurso, el ltimo, que les ofrece la experien-
cia, para contener el siniestro.
Uno cualquiera aplica el fuego desde ac. Provoc-
adrede un nuevo incendio que va rpidamente a encon-
trarse con el otro de mayores proporciones, en un abra-
zo de elements que suman sus furores antes de caer
en la agona.
Entonces el llanero, lanza su grito de triunfo que
muere a corta distancia en el ambiente denso de humo
y cenizas.
-Iiiiiiiahahahahahah!!!!!"-
Es el grito del vencedor al ver detenido al fiero ene-
migo de la pampa, que ao tras ao saquea la montaa
y roba al suelo su ieracidad.
Si la fatalidad en forma de una rfaga de viento,
arranca a la fogata moribunda una chispa y recomienza
el incendio, unos cientos de pasos ms all, el hombre
de !a llanura lanza su alarido, ahora de impotencia:
-Iiiiiiahahahahah !"-
Y con hosco fatalismo, busca la fresca sombra amiga
de su casa o de su rancho y se tiende en su hamaca, sa-
ludando con sardnica sonrisa la furia devastadora del
ms voraz de los elements.
EL ORO Y LA TIERRA
La vida y el mundo de Simen Caldereta eran estre-
chosromo su figure roma y rechoncha.
Es probablee qe se sintiera como un ser sobrenatural
que pudiera extender sus ansias de mando hasta done
alcanzara la vista. As debi sentirse nuestro pri-
mer padre, Adn, dueo y seor de la tierra y de cuan-
to en ella .alienta el menor soplo de vida.
El mundo, con todas sus glorias y magnificencias ter-
minaba para Simen Caldereta en el limited en que se
cortaba la vision de sus ojos porcinos y cegatos, per-
didos entire la tupida maraa de sus cejas y bajo los
pegotes de grasa de sus prpados.
Aquellos ojos haban visto mundo. Siendo un chico,
haba ido desde Liborno hasta Turin, con un to abuelo,
viejo labrador de Novara.
--Ah, il Piamonte!-, haba dicho alguna vez ante el
menor de sus hijos, hacindolo enmudecer de admira-
cin-. -La comarca ms belia dil mondo!. El pas
donde cada polgata de tierro prodoce un fruto!-
Pero aquellos hermosos recuerdos de juventud, no
Lontaban en su existencia de hombre rudo y empeado
en amasar millones.
El tiempo tambin era romo en las concepciones de la
mentalidad de Simen Caldereta. El pasado, y con l,
sus recuerdos, bien muertos estaban; no significaban
ALMA LLANERA
nada en la existencia de Caldereta. Viajando desde Ita-
lia hasta la Amrica, nada, o casi nada, haba dicho a su
spiritu la magnificencia de la naturaleza, ni los por-
tentos de la civilizacin humana. Sin intent de causar
admiracin, contaba a quienes quisieran orlo, que ha-
ba pasado por la maravillosa ciudad de Buenos Aires,
vindola desde la borda del barco que lo trajo a Am-
rica, sin deseos de conocerla.
De tuti maniera, yo non iba para Buonos Aire,
sino para ac. Tuti les grandes chiudate dil mondo,
son icoale -.
Si el pasado no contaba para nada en la existenci-'
de Simen Caldereta, porque estaba bien muerto, el
porvenir tampoco, porque no estaba a la vista.
Es claro que Simen Caldereta no filosofaba sobre
estos extremos, sino que ellos, son el resume que po-
dra hacerse de las pocas e inconexas ideas que fre-
cuentaban su cabeza.
Por qu habia venido a Amrica? -
Porque l era cargador de los muelles del Puerto de
Liborno, y, el mar estaba all tan cerca! No habia, si-
ino que cruzar la pasarela y ya se estafia en el puent-.
de un barco que poda ir tan lejos!
-Para venire hasta aqui, slo hay que crozare il
Golfo di Npole y el mare Atlantico afirmaba el ru-
do italiano, haciendo sonrer a los que le escuchaban.
cuando no eran tan ignorantes como l.
No costia tanto venire ac q hacere fortune -
Esto si era bien claro en el cerebro de Simen Cal-
dreta, mondo por complete de ideas y de ideales. Fl
-~aba- venido a- Amrica a hacer fortune.
-_ En Italia non se poet hacere nata deca--
El-c-apitale ient- tain poco! La v;ita, costa tan caro!--
EDRU~l-i. QONZA
E. llegando a nuestra tierra, haba encontrado tan
exiguas, tan insignificantes las. ciudades del interior del
pas, que es probable que pensara que en ellas "non se
poda hacere nata", como en Italia. Se senta atrado
por el mar, lo mismo que en su pas natal! Era tan fcil
ir de uno a otro mare, en un pas tan pequeito
Frente a este otro mar, el Pacifico, que l no habia
odo nombrar nunca, as andaban de rezagados sus co-
nocimientos del pas a donde se haba decidido a emi-
grar, vino a deslumbrarle el espejismo del oro, el espe-
jismo dorado de las minas.
Simen Caldereta era uno de esos hombres a quie-
nes no les precisan nexos en la vida. No los tenia, no
los buscaba, no los necesitaba, Tan es as, que, sien-
do un extrao, en el pas, no se urga por encontrar un
compatriota:
En un hotelucho miserable del puerto, habia traba-
do amistad con un minero enfermo que acababa de
abandonar el hospital.
A- Adnde has perdido ust ese brazo amputato? -
En las minas-, contest el interrogado de mal
talante.
En coales minas?-, pregunt Simen Caldereta
con los ojos brillantes de codicia. No haba pensado
que en esta tierra estuviera tan cerca del oro.
En las minas de Abangares contest el minero,
y apur unos sorbos de su sopa
Cmo has perdido all su brazo?-
En un "pleito"-.
Cmo pleito?- No ha sido un accident? -
No. No ha sido un accident. Es un "filazo" que
me dieron :en un: pleito.-.
Cmo? Has tenido -Ust aw 'enemigo que te ha
cortado un brazo de una cuchillata? -
Si, un amigo mo me di una cuchillada en un plei-
to-.
Te:has equivocado, ost. Has dicho que un amigo
te ha cortato un braza de un cuchillata-.
Exactamente. He dicho que un amigo, y as es-.
Cmo poede ser que un amigo te ha herido a ost
y te ha cortado un brazo? pregunt Simen Cal-
dereta.
Puso el magn a trabajar, en cosa tan sencilla, insis-
tiendo en la pregunta hasta quedar convencido por las
explicaciones de su interlocutor.
El minero haba dado fin a su almuerzo, porque ha-
blaban en la mesa, al medio da. y se extendi en loc
pormenores de su aventura: l y su heridor eran barrete-
ros en el mismo tnel, compaeros y grandes amigos.
De da eran barreteros, de noche "trabajaban", tambin
juntos, como "coligalleros". No haban estado muy de
acuerdo la ltima vez que se repartieron las utilidades
que les dejaba su trabajo "nocturno". El, (el minero
que hablaba con Simen Caldereta) no discuta con
un amigo por cualquier cosa. Pero el d(a "de pago", cuan-
do ambos estaban un poco pasados de "copas" habian
echado cuentas y tras de ello llegaron a las manos, me-
jor dicho, a las armas. Al minero le haba tocado la peor
parte en estas cuentas arregladas a filo de cuchillo, pero
ya le llegara su turno de que las cuentas resultaran a
su favor: su amigo se las tena que pagar o irse de las
minas.
Simen Caldereta se le qued mirando a la cara y se
convenci de que todo sera exactameite como lo afir-
RDEMLMRA 00~ZAt2
maba el minero. Su rostro curtido por el sol, dema-
crado por las enfermedades y los padecimientos, por la
mala alimentacin y un alojamiento digno de bestias,
hablaba de la vida donde el hombre se hace justicia
poi su propia mano, pero slo contra el hombre, donde
la venganza es la ley pero slo alcanza al igual. El mi-
nero, parco en las palabras al principio de su perorata
con Simen Caldereta, sentiase intimar con ste por
moments. Hablaba y hablaba pormenorizando los de-
talles de la ria en que haba perdido un brazo, bracea-
ba con el nico que le restaba, encendindose de nuevo
en coraje como si estuviera en presencia de su heridor.
El cazurro y calculador Caldereta, lo escuchaba pa-
cientemente. La ria en que perdi el brazo su nuevo ami-
go no le interesaba ni con much. Lo que le llamaba po-
derosamente la atencin era aquel trabajo "nocturno" del
"coligallero"; inquiri los menores detalles de la forma
en que se realizaba, el monto de las ganancias que de-
jaba, el destino que los "coligalleros" le daban al metal
obtenido furtivamente. Cuando hubo obtenido toda
suerte de detalles suspir de codicia y se qued buen
rato silencioso, mirando al golfo que se erizaba tomo
una superficie sedea y tenuemente gris; despus dijo
lentamente.
-Yo he venido a trabajare a esta pas, Ost crees
qui poedo encontrare trabajo all en las minas?-
Ya lo creo, dijo el minero levantando la voz a
impulsos del entusiasmo en las minas hay trabajo
para todo hombre que quiera trabajar.-
Desde este moment ya intimaron Simen Caldereta
y el "Manco Gustavo Ordoez", apodado el "Oreja
Quemada" a causa de su oreja tumefacta por un cinta-
razo recibido en una ria, que no era precisamente la
misma en que perdiera un brazo.
42-"* ;A,#l''."?.. a 7"77~
Gustavo Ordez hacia las delicias de Caldereta ha-
blando de los altos jornales de la zona minera, olvidado
de los precious an ms altos de la alimentacin, el alo-
jamiento inmundo en los campamentos de la Compaa.
los dolorosos accidents aue acechan la vida del minero,
el paludismo, la tuberculosis, el envenenamiento por el
aguardiente clandestine, de toda la vida, que no es vida.
sino muerte, de la mina.
Despus, el minero Ordez hablaba de su propia
vida, interesando a Simen Caldereta, tan slo porque
ste haba decidido viajar en compaa del minero has-
ta las minas. La existencia del "Manco Oreja Quema-
da", era una sucesin de rias de las cuales haba "sa-
lido pringado" o haba "pringado" a alguno, yndose
derechito camino de la crcel. Huyendo de la vengan-
za o del castigo, haba rodado por todos los centros de
explotaciones mineras del pas y por la zona bananera
del Litoral Atlntico. Se haba contratado como ha-
chero en las cuantiosas explotaciones madereras de la
costa del Pacifico; haba sido hulero en las regions dc
San Carlos y Sarapiqu. Slo estaba en su element
tn los conglomerados cosmopolitan de gente brava.
que se da cuchilladas con cualquier pretexto.
-Ay mi amigo! -acab diciendo el minero-, yo
he nacido con sangre de gallo y me gusta ver correr la
sangre! No me gusta la vida donde faltan la "cincha"
y el "chirrite"!
Ms de la mitad de cuanto hablaba el Manco Oreja
Quemada, resultaba ininteligible para Simen Caldereta.
Apenas si conoca de la lengua del pas lo suficiente para
no morir de hambre y en cuanto a las almas, jams le
haba interesado el entenderlas, ni se lo hubieran per-
mitido sus escasas facultades mentales. :.Slo vea en
el minero Gustavo Ordfez.al buscadr .de oro, el delin-.
43-
cuente que entraba furtivamente en los pozos y tne-
les de las minas a altas horas de la noche, apropindose
el codiciado metal.
-Ah, il oro!, il oro!, grit en la mollera de Si-
men Caldereta, el demonio de la codicia.
Hablaba con el Manco Gustavo Ordez mientras
miraba al mar por un ventanal guarnecido de gruesos
barrotes de hierro y desprovisto de vidrios, de la m-
sera fonda del puerto en la que se haba alojado. La luz
meridiana plateaba las olas cortas y danzarinas del
estero.
Algunos lanchones del servicio de cabotaje del golf,
cortaban lentamente las aguas serenas, como si lleva-
ran prendidas en la quilla dos randas de rizadas espu-
mas. El sol doraba la superficie movediza del estero.
Simen Caldereta imaginaba el mar cruzado por cami-
nos dorados y anchurosos. Desde el fondo del Golfo
de Nicoya le deslumbraba el espejismo del oro, de las
minas, y, all iba l.
Como lo pensaba lo hizo. A la madrugada siguiente
se embarc en compaa del "Manco Gustavo Ord-
ez", en una de las lanchas gasolineras que hacen el
servicio de cabotaje a lo largo de ambas costas del gol-
fo y fu minero.
Sus brazos no se resintieron, antes de acomodarse a
su nueva vida. Por algo haba sido cargador en los
muelles del puerto de Liborno: el que si se resinti fu su
estmago; en las minas no haba macarroni, ni haba
polenta. Pero Simen Caldereta era de los hombres que
ponen cara de bronce a las ms amargas situaciones y le
hinc duro el diente al plato de arroz y frijoles, agarr
con mano decidida el jarro de aguadulce o del nauceabuu-
do brevaje de un caf de tercera clause, con nostalgia del
EDETZIffM WMKILUItr;
vaso de vino, rojo y oscuro, coronado .de una sarta d.
rubies.
En la ruda brega del minero, ese explotado que arras-
tra su esclavitud por las entraas, de la tierra, Simen
Caldereta, que se haba enganchado como barretero, era
del nmero de los fuertes. El entusiasmo desinteresa-
do de la juventud, la s avia de la vida, retozrdoTc
en su cuerpo bien nutrido, le prestaban un vigor par-
la faena, tal, que si el oro fuera para sus bolsillos de
avaro en ciernes.
Eso si, en la farra escandalosa de los "das de pago",
en que el minero tira con desenfado el precio de su
trabajo de bestia de carga, cuando corran por los sue-
los la sangre y el aguardiente, Simen Caldereta, era
del nmero de los dbiles. Hua como una liebre asus-
tadiza en cuanto sala a relucir el pual, inseparable
compaero del hombre de la mina.
En su nueva existencia le animaba un desprecio se-
mejante al de toda la poblacin cosmopolitan y bravia
de la zona minera, pero de muy distinto objetivo; el
minero que trasiega los redaos de la tierra, igual que
si hurgara el fondo de una fuente, para calmar la sed
de riquezas de los potentados, obligado a renegar del
aire y de la luz, parece haber renegado tambin de la
esperanza. Como es dura la roca y opone su tenacidad
al esfuerzo matador del hombre, ste se vuelve duro
consigio mismo, con sus semejantes y con la vida. La
vida es dura con el minero y el minero le devuelve su
dureza con desprecio y la insulta cont el ultraje del vi-
cio y la degradacin.
Simen Caldereta, despreciaba ese aspect de la vida
de la mina, porque l no haba venido aqu para ser
esclavo; su instinto de hombre primitive le avisaba que
en esta tierra ms bien podia hacer esclavos. Halaga-
do en su fuero interno por la satisfaccin de esta se-
guridad, sonrea a la abyeccin que le rodeaba con la
malicia del primer hombre que imagine explotar el vi-
cio, pero en el fondo de su estrecho pensaniento y de
sus sentimientos, la despreciaba.
En las tardes de gresca y embriaguez, cuando aban-
donaba mas que de prisa a sus compaeros de trabajo
como na: liebre asustadiza, huyendo de la "bronca que
armaban los miners" por cualquier cosa en los estable-
cimientos' pblicos que expendan licor, iba en busca
de la gruesa comadre que "le daba de comer".
-Per la madonna, Sinforosa, qui esties brutios se
maten per cualquiere cosa exclamaba, tembelequen-
dole las piernas, ante la risa burlona que dilataba la
ancha cara de la duea de la casa.
Esta mujer, llamada Sinforosa, a la que haba recu-
i rido Simen Caldereta por su alimentacin desde su
llegada a las minas, se estaba sintiendo casamentera an-
te las cualidades del ttili Caldereta. Entre estas cua-
lidades admiraba sobre todo su amor a los centavos.
Simen Caldereta, ave extica en la poblacin cos-
mopolita de la zona minera, que vive al da, con brba-
ro desprecio del maana, ahorraba con vistas a un por-
venir que la mentalidad rasa del Italiano, semejante a la
del hombre ms simple, no alcanzaba a definir. Bajo el
ancho cinturn de cuero que le sujetaba los pantalones
y le ceia el estmago, se guardaba un regular fajo de
billetes de banco.
Palpando sus tesoros, como si acariciara su abdomen
ya con tendencia a la obesidad en los tempranos aos
de su juventud, miraba con ojos codiciosos a los tra-
tantes que ofrecan comestibles a la patrona. Era el
comercio ejercido por los propios productores, ve~idos
~ALMX V~~;LaAMERA
de lejanas zonas agricolas, llevando sobre las espaldas
los products, atraidos por los altos precious del merca-
do de una poblacin entregada en cuerpo y alma a 1:!
bsqueda del oro.
Con sus primeros ahorros comenz haciendo modes-
tos negocios sirviendo de intermediario, entire los la-
briegos venidos de increbles lejanas y las dueas de
las "casas que daban de comer". Todo su trabajo se
reducia a salir a las afueras de la poblacin a buscar a
los tratantes, rudos cargadores que haban bajado y su-
bido las faldas de various cerros con dos o tres arroba-
a la espalda.
Qu teni para vendere? gritaba el cazurro Cal-
dereta.
El hombre, rendido de cansancio, venido de la lejana
finca, donde abundan los products de la tierra y son
escasas las monedas, slo ansiaba tirar aqullos y atra-
par las ltimas; vea en Caldereta la ocasin propicia
a redimirse de la fatiga.
i Los ltimos centenares de metros de la jornada eran
tan duros! El sol fustigaba tan recio con el chicote de
sus haces de rayos! Las sienes zumbaban como si se
fuera a escapar por ellas la vida!
El cai gador arrancaba de su frente enrojecida el ven-
daje que hace de la cabeza soporte de la carga; se sa-
caba los correajes atados a los brazos y cruzados sobre
el pecho, con un suspiro de alivio, semejante al del
presidiario que arroja la cadena. El bulto se deslizaba
lento a lo largo de su cuerpo y caa pesadamente a los
pies de Caldereta.
El tintineo de las monedas abrillantaba las miradas.
Los ojos de Simen Caldereta brillaban de codicia, los
del labriego de una ntima- sensacin :de alivic que re-
EDE~ZraQi4,o>Z33~A1
cordaba las miradas de los beyes pacientes y cansi-
nos deuncidos.del yugo, con mudez de desolacin.
Tambin la mano que entregaba las monedas y la
que las reciba, temblaban. La del vendedor, temblabn
de agotamiento; la del comprador de ansia avariciosa...
Todo era propicio al avaro Caldereta. Era tan gran-
de la fatiga de los cargadores! Eran tan largas las jor-
nadas! Eran tan duros los caminos! Unos pocos cen-
tenares d metros restados a la jornada agotadora sig-
nificaban escapar al tormento de una lucha titnica. No
obstante todo ello, tan slo incitaba en el avaricioso Si-
men Caldereta el ansia de las ganancias inmoderadas.
As comenz a comerciar con la sangre y el sudor
de las frentes agobiadas por el esfuerzo casi sobrehuma-
no, el avaro Caldereta, gozndose ntimamente en su
inicua explotacin. Comerciaba con verduras, con fru-
tas, con granos, con toda clase de vituallas. Acab no
permitiendo llegar alguna, la poblacin minera, que
no hubiera pasado por sus manos.
Con todo ello, an no. soltaba la herramienta del mi-
nero; los altos jornales de la mina eran acicate a su
avaricia. Contaba ya con tantos fajos de billetes de
banco que no bastaba a guardarlos su ancho cinturn
de cuero y, sin usar jams caja de caudales nunca le
fu escamoteado ni uno solo.
Ahori tengue una poquita de colone para compare
maz e frejole, cuando es llegato el tempo de la cose-
cha decia, explicando al Manco Gustavo Ordez, la
naturaleza de sus negocios.
Conforme aumentaban sus ahorros y sus rapias, au-
mentaba la multiplicidad de sus negocios: alquilaba en
la. casa de la Sinforosa, aquella gruesa comadre que le
daba de comer, una habitacin que era a la vez su dor-
48"A
miturio-y la bodep-e las povisiones de-boea que. ven-
da con, dentop por cien de jganancia. C~mpEabaa los
mineros los sobrantes del carburo entregado por los ca-
pataces para eL trabajo. en los tneles, para darla. a cam-
I>io de sus products a les lahriegos, saboreando .co.
fruicin la satisfaccin de no tener que entregar a cam-
hio deellos los billetes guardados sobre el abdomen* ha-
jo el' cnturn de cuero o en un escondrijo en aquel su
cuartucho-bodega, que pareca el. nio de un buitre.
Cnando; ampli el campo de sais activida es- omercia-
!es co. uana. patent de licores, tir, no sin pena, la- pe-
sada hertamienta de minero. Ya rn iba al 'tfidl enr
husca del oro, pera el oro veneni n. su,busca en las ma-
nos del "coligallero" que tena ahora en Simen. Calde-
reta un nuevo mercado para. sus ilcitos negpcios,, y ste
ya no acariciaba sus gruesos. fajos de billetes. debanc: .
tena una regular coleccin de trocitos de oroe, esferilas
rutilantes y temblonas como gotas& de luz, q.e haian-
el ms caro delete del avara italiano.
i Ah il- oro! Ii- oo! y las.acariciaba entire sas mar-
nos con spero deleite de su alnar dta tz.eaiff.
Cuando su. establecimiento commercial lleg, por soi~
importancia a ser el mejor de la.poblacin,.ya no, bsca-
ba a los productores para el trato de. aquellas mercanr-
cas, acarreadas a la espalda; stos llegaban a buscarlo
slo a l, como si se hubiera:r habitiualo a sus trapace-
ras" y los dems comerciantes de la plza debian con-
siderarse satisfechos' de poder apechugar con lo que hu-
biera desdeado Caldereta.
Asi andaba derendida asusj plates la fortuna1 Coa
razn se ha. dicho de. esta dama, que; na bailla poc -la
exig~ncia de sus gusts, al scEqeP ~.a eegida.a .
2DE123A. -GONZA.LEZ
El "comisariato" de Simen Caldereta ocupaba un am-
plio local con aspect de bodegn en el corredor fronte-
rizo ms amplio an. Cuando un hombre entraba por
uno de los extremos del local, el incansable Simen
Caldereta desde detrs del mostrador, lo examinaba de
un vistazo. El hombre tena los pies cubiertos de va-
rias capas de polvo superpuestas, en las ropas, manchas
ya secas de transpiracin copiosa, la piel de las manos
y del rostro tostada y enrojecida por el sol.
Qui teni para vendere? gritaba Simen Calde-
reta, descubriendo en l, al labriego, venido desde lejos
para ofrecer en la mina los products de su finca a pe-
sar de que haba dejado su carga en la casa de hospe-
daje.
Otras veces el que entraba con aire distrado era un
minero; pareca ir en busca de una caja de cerillas o de
rna copa de aguardiente, pero cuando se diriga hacia"
Caldereta para hablarle en voz. baja, ste le saltaba:
A ver si tenes ost una gran bola de oro para ven-
dere-. Imposible equivocarse: el que entraba era un
"coligallero". Pareca que el ambiente de la mina hu-
biera sido el de Caldereta desde su infancia, tal su ma-
nifiesta adaptabilidad. Su amabilidad untuosa entire
los parroquianos pareca la del comerciante envejecido
tras el mostrador; nada de su persona recordaba al ru-
do descargador de los muelles d&l Puerto de Liborno.
Sus mejores parroquianos continuaban siendo los
agricultores, venidos desde lejanos rincones de la sierra
para dejarle los products de sus fincas por un precio
irrisorio y llevarse los del comisariato de Simen Cal-
dereta a precious fabulosos. Estos labriegos, torpes y
simplones inspiraban secret envidia al minero conver-
tido en comerciante. ,Eran dueos de un pedazo de tie-
rra! Y l, Simen Caldereta, habla nacido en la vieja
5O: h~e-rbCAbmEisTr&C
Eurcpa, donde la posesin de'la t:ieria es privilegio de
seores. Recordaba con cierta pena, que pugnaba por
ser lstima, a aquel to-abuelo, viejo labrador de-Nova-
ra, que cultivaba en arriendo algunas parcelas de tie-
rra en su pueblo natal, cuyos products, eran~ ;e se -
mayor parte para los propietarios. iY bn este pais, el
hombre era dueo de la tierra con slo establecerse en
ella!
i Ah, la terra! La terra! gritaba la codicia en la
mollera de Simen Caldereta, cuando ya era rico, lo mis-
mo que cuando era pobre y deca: Ah, il oro! II .oro!
Caldereta era dueo de enormes riquezas que.se amon-
tonaban desordenadamente en las bodegas traseras del
amplio local que ocupaba ahora su comisariato. Doce-
nas y docenas de fardos, de cajas y cajons formando
pirmides en los cuartuchos malolientes y osctros que
eran las bodegas. Pero ni una pulgada de tierra. Aque-
lla en que se asentaba el negro casern de su 'estableci-
miento commercial, perteneca a aquella gruesa comadre
llamada la Sinforosa, que hospedara a Caldereta a su lle-
gada a las minas. .Simen Caldereta no haba pidido
hacer suya la casa en que se encontraba su comercio, a
pesar de haber ofrecido por ella con-largueza. La Siti-
forosa no quera largarla, por considerar mejor negocio
explotarla, alquilndola.
Ah la terra! i La terr! seguia gritando en la
mollera del rico Caldereta, su codicia, olvidado~rcsi del
oro y soando ahora con la tierra.
Era un vagb deseo que iba tomando cuerpo entire la
nebulosidad de sus ideas. Recordaba al viejo labrador
de Novara, su to-abuelo, aquel que lo haba llevado de
paseo hasta Turin, aquel que adoraba la :tierra con un
romant'cismo. de hombre primitive, -pregonando con
5(P.,
EDELMIRA GONZALEZ
rstic entusiasmo que. slo el hombre que vive en con-
tacta :on7 la tierra es .verdaderamente independiente.
Para la' mentalidad obtusa de Simen Caldereta, no
debi ser muy claro aquello de la independencia que
da al hombre la posesin de la tierra; pero mirando las
gibas oscuras y azulosas de los cerros, alfombradas por
la masa tupida y: abullonada de la selva, senta todo
el ,peso que le ;ataba, como la cadena al presidiario, ai
reducido espacio entire el mostrador y la estantera de
su establecimiento commercial.
Tal vehemencia iba tomando, en la densa semioscu-
ridad:de susd-eas la querencia por la tierra, que, aban-
donando su, .habitual -parquedad en palabras, iba aden-
trndose en la existencia de los labriegos que seguan
siendo los mejores parroquianos de su establecimieiito.
Interesbase por aquellas vidas emboscadas en las so-
ledade :de los cdmpos, bregando tercamente sobre cl
surco, acaticiando la dorada ilusin de la cosecha.
Cuando, despus de multiples regateos, lograba ajus-
tar con el labriego .los trminos de un trato, en el que
invariablemente .haban de quedarle a Simen Calde-
reta m4s ganancias que al productor, comenzaba a pe-
dir noticias dei la finquita lejana. Desde el negro case-
rn de su establecimiento commercial, donde viva em-
potrado como un.rey de oros sobre el cartn, iba si-
guiendo a ,o Jargo de los meses del invierno, el lento
process desde la siembra hasta la cosecha, con todos
sus detalles, corno si fuera un ,propietario que pidiern
cuentas a su arrendatario.
Qui ha sembrato ahori? interrogaba al labric-
go que haba venido a venderle su cosecha de frijoles-
va esti sembrato el arrozale? Ha sembrato muchas
nuinzanas.,d arrozal? -
ALMA LLANERA
El labriego, sintiendo halagado su amor propio, por
el inters que inspiraban al acaudalado comerciant.e
sus pequeas empresas, se extendia en su 'descripcin
con lujo de detalles:
El desmonte, la empresa de titans, que a duras pe-
ras lograba completar la "quema". La siembra arroja-
da en dorados puados al seno de la tierra, como una
entrega de esperanza; las agujas de jade de los brotes
apareciendo sobre el suelo como una promesa del cie-
lo! El arrozal subiendo lentamente como una marea
color de esmeralda hasta coronarse con su cimera de
espigas que doraba el sol: y, finalmente, la "corta", los
haces de gavillas cayendo pesadamente sobre "la ma-
china" y bajo el enrejado de sta, una lluvia de granos
rubios, amarillos como el oro.
Enterneciase el rudo Simen Caldereta, cavilando so-
bre aquel sueo vago que le traa sin sosiego desde
tiempos atrs. Enterneciase el labriego con la aten-
cin de Caldereta y pensando en la dorada cosecha, en
aquella lluviecita que caia del enrejado de la "machi-
na", de granos rubios y amarll.s como el oro.- A im-
pulsos del enternecimiento, olvidaba que los granos ru-
bios y amarillos como el oro, solamente 'eran oro de
verdad, cuando va estaban en las bodegas, oscuras y
malolientes del establecimiento commercial de Simen
Caldereta, y, que, a l, al labrieo, slo le dejaban con
que ir tirando de la vida, de su vida triste, con los pies
desnudos y escasos recursos ms all de su mesa bien
provista.
As pasaba revista al arrozal.que se plantaba tan le-
jos. As al caaveral, desde que se arrojaban las va-
ras que eran la simiente a los surcos, hasta que lle-
gaban en forma de "tamugas" de dulce, rubias como las
EDELMIRA GONZALEZ 53
espigas, a las manos de Simen Caldereta. As revis-
taba tambin el "chagite" y el bananal con cuyos frutos
se cebaban los cerdos que a su tiempo llegaban en for-
ma de latas de manteca o de gruesas "lonjas" de tocino, a
aumentar la riqueza del rey de oros, primer mandata-
rio en el mercado de la zona minera.
En tiempos recientes, con la llegada de nuevos tc-
nicos a la direccin de las explotaciones mineras, la
zona entr en una era de verdadero auge que llev nue-,
vos contingentes de trabajadores a aumentar la pobla-
cin; con ello aumentaron tambin de volume los ne-
gocios de Simen Caldereta. Acab siendo hotelero.
talvez para acaparar para s uno de los pocos medios
que dejaba para otros, su monopolio casi absolute de
las provisions de boca que llegaban a la mina.
Un motivo ms para que siguiera aorando la pose-
sin de la tierra con un anhelo infantil de esclavo ata-
do a la cadena de la multiplicidad de sus negocios.
Jams magn human alguno, discurri mejores y ms
fciles medios de aporrear los colones para hacerlos
caer a sus bolsillos.
El minero se vesta, se calzaba y coma en el alma-
cn de Simen Caldereta; se emborrachaba en su "ta-
quilla", y, cuando ya estaba ebrio, segua tragando
aguardiente clarificado por mitades con agua:
Dale il goaro bautizata, ordenaba a los depen-
dientes porqui si se poni bravi y se mete a peleare y
va a la crcele, non tienen dinero ni per la molta. -
Las necesidades ms perentorias de la vida del mi-
nero, sus alegras, sus vicios, sus penas, todo signifi-
caba monedas para el endurecido Caldereta, capaz de
comerciar hasta con las lgrimas. No en vano habia
llegado a las minas para contratarse como simple ba-
rretero y ahora corra como un gamo, camino de con-
vertirse en millonario.
ALMA LLANERA
Hasta el dolor del hombre apegado a la zona mine-
ra, como el molusco a la roca, era ocasin propicia pa-
ra que Simen Caldereta allegara ms dineros a los
muchos que llevaba ganados y acumulados, Dios sabe
cmo. As fue en el caso del finquero Felicindo Sn-
chez, que, con el corazn ahito de pesares, ofreci a
Caldereta la ocasin de ver hecho realidad, aquel vago
sueo de poseer la tierra, que pona un ligero sabor
de amargura en los das de rico del iudo italiano.
Este Felicindo Snchez, un mocetn que an no
haba doblado la curva de los treinta aos,'y habia
nacido en una risuea poblacin rural, cercana a la ca-
pital de la repblica, una de esas poblaciones rurales,
encanto de la Meseta Central, con su puado de casi-
tas de adobes, arrebujadas alrededor de la iglesia de
la plaza y de la escuela, donde la vida se deslizaba cotn
rusticidad idlica. Felicindo Snchez haba sido pobre
como una rata, pero guapo como un sol maanero, tra-
bajador como un buey y ms bueno que el pan. Y por
todo ello haba merecido casarse con la muchacha ms
bonita del pueblo, que le haba llevado en herencia unas
pocas manzanas de tierra.
Felicindo Snchez amaba la tierra con una ternura
de alma simple. No se cansaba de cultivar y de plantar,
hasta que, de su heredad, aquella que haba aportado
al matrimonio su Mara Rosa, se levantaba una tupi-
da masa de vegetacin que parcra querer desbordarse
sobre la propiedad vecina y daba envidia a los propie-
tarios de las cercanas. Hasta en el patio, junto al
quicio de la puerta, crecian bancales de albahaca, l!e
borraja, de flores y manzanilla. Y Felicindo crea que
no caban sus ansiad de plantar en su pedacito de te-
rreno y se senta triste como Juan Sin Tierra.
EDUI11MRA -GONZALEZ
Pero Mara Rosa, la esposa de Felicindo, no pensa-
La de igual modo; a ella ms bien le sobraba la tierra.
Hubiera querido vivir en la ciudad, en una casita es-
trecha, pero mirando a la calle concurrida. La ver-
dad es que se haba casado con Felicindo, cansada de
esperar un hombre de la ciudad. Por eso, cuando Fe!i-
cindo hablaba de vender su pequea propiedad, para
establecerse en un lugar lejano donde fuera barata la
tierra y fcil de adquirir, Manra Rosa torca el gesto y
no estaba de acuerdo. Desde que Felicindo puso en
prctica su proyecto, estuvieron siempre en desacuerdo.
Felicindo amaba a Mara Rosa, porque era buena
y era bella y era rica y sin embargo, lo haba amado a
l que era pobre como una rata y no tena una manera
de pensar tan lucida como la de ella. Y cuando Feli-
cindo Snchez ya tena muchas tierras que valan tan-
to como las pocas que tena ances, sentiase feliz como
unas pascuas de poder cutilvar y plantar cuanto qui-
siera; pero al mismo tiempo andaba todo tristn por-
que su Mara Rosa se haba vuelto rezongona y refui-
fuaba por cuanto poda: renegaba del ambiente en
que iban a crearse sus hijos, con razones y palabras quz
el bueno de Felicindo no acababa de comprender.
A Felicindo Snchez, como a los otros labriegos, ve-
nidos de sus lejanas fincas para venderle por cualquier
cosa sus products, interrogaba Simen Caldereta por
tl progress de sus plantos. Percatbasele un dejo de
amargura en la voz, como el de un hombre que no
ha logrado realizar un ideal caro. El amor de Felicindo
Snchez por la tierra y el arte de labrarla, recordaba
al rudo Caldereta aquel su to-abuelo, el viejo labrador
de Novara. Este Felicindo Snchez como aquel testa-
ALMA LLANERA
rudo piamonts, slo crea en la tieira y slo viva pa-
ra la tierra. Su vida slo alentaba por la esperanza -de
las promesas de la tierra.
Era gusto y grande para el pobre Felicindo, hablar
con Caldereta de lo que constitua el gran placer de su
vida.
Vaste a hacerte rico plantando estas hortalizas
que nadie ha plantato antes que ost. Hombres como
ost son los que hacen falta por ac decia Simen
Caldereta, callndose que a quien ms falta le hacan
era a l mismo, porque le dejaba tantas ganancias,
cunto sembraba Felicindo Snchez como a ste, o,
talvez ms an.
Despus que recontaba sus triunfos sobre la tierra
como si hablara de una amante rendida a sus plants,
Felicindo Snchez iba externando, entire tmido y aver-
gonzado, con miedo de parecer dbil, los pormenores
de aquella guerra domstica que era la vida de su ho-
gar.
II hombre is el doeo de su casa y manda all.
Estato content como ests, que tu mujere se tiene que
conformare aconsejaba Caldereta, al acongojado Fe-
licindo que no poda ser indiferente al enfurrufamientu
de su Mara Rosa.
Con aquellas razones de Simen Caldereta, que pare-
can encarar la timidez del hombre que se deja solivian-
tar por la mujer, se marchaba Felicindo rumiando en
silencio su amargura. Se senta como un pobre ser iu-
mano, con el corazn partido por dos grandes amores
distintos, opuestos, contradictorios, que tiraban de su
corazn con igual fuerza desgarrndole la vida.
Aquellas eran las penas que Felicindo Snchez, con-
taba a Caldereta, recostado en el tosco mostrador del
comisariato, porque se haba ido a establecer en la
EDELMIRA GONZALEZ
Zona 'Minera, doade los hombres no cultivan la tie-
rra y el mercado para los products de la misma es
tentador.
Felicindo. Snchez era dueo de una pequea pose-
sin, pequea si se la comparaba con los grandes la-
tifundios de la provincia; la llamamos posesin porque
toda la vasta region en cuyo subsuelo se sospeche la
existencia del codiciado metal, estaba enajenada a la po-
derosa compaa extranjera y el hijo del pas que se
estableciera en ella para cultivarla, slo tena un remedo
de propiedad que le conceda la ley refirindose a
la costra superficial de la tierra. Con tan poco era ms
que dichoso, Felicindo Snchez. Su posesin se exten-
da buen trecho a lo largo del rio, donde era anchurosa
la vega y la tierra negra, humosa y fecunda, a dos o
tres kilmetros de la poblacin.
Felicindo Snchez abominaba de los usos y costum-
bres, que son ley del hombre que cultiva la tierra en
la pampa. Se gastaba el lujo de poner en prctica los
que se haba trado "del interior"; los del labriego de
la Meseta Central, que cultiva una tierra sobre la cual
se han sucedido varias generaciones de agricultores.
Y la tierra prdiga, con largueza de amante agradecida,
le pagaba con creces sus desvelos y la prosperidad en-
traba a banderas deplegadas por las puertas de la
casa de Felicindo Snchez; pero por las mismas puer-
tas pareca haberse marchado para siempre la tranqui-
lidad y la dulce armona de los primeros aos de ma-
trimonio. Maria Rosa y la tierra eran dos rivals en-
carnizados que se disputaban el corazn de Felicindo
Snchez y a ste se le llenaba al alma de pesadumbre.
El hombre senta alivianrsele el alma de la pesa-
dumbre, haciendo partcipe de ella al cazurro Calde-
reta, tan poco comunicativo y tan poco compasivo. Era
ALMA LLANERA
un movimiento instintivo de sus almas simples que
fraternizaban lamentando los desdenes de una amante
esquiva.
Ah, la tierra, la tierra! Era una amante veleidosa
que esquivaba el amor de Simen Caldereta, negndo-
se a sus caprichos de nio antojadizo. Con Felicindo
haba sido de muy distinta manera. Habiasele entre-
gado. Pero a costa de qu cruel sacrificio! Arrebatn-
dole aquel otro querer, tan caro a su corazn como el
de la tierra. Ah miseria!
Ah la tierra, la tierra! Suspir-aba en lo recndito de
su pensamiento cada uno de los dos hombres. Eran
como dos esclavos atados a una misma cadena; como dos
condenados a un mismo lento e idntico suplicio.
Como Felicindo, Maria Rosa senta un deseo inmen-
so de confiar a otra alma sus pesares, su pena de verse
arrancada a la vida que ella amaba, de tener que re-
nunciar a- su noble ambicin de dar a sus hijos ms
"escuela" que la que ella haba tenido. Ay, Felicindo
si que era ingrato!
La mala estrella de Maria Rosa quiso que encontrara
pronto y cerca, aquel confidence de sus penas que anhe-
laba su corazn; el Jefe de los Mazos se senta feliz de
recibir sus confidencias desde la primera vez que tuvo
ocasin de hablar con ella. La scuchaba mirando los
hoyuelos de sus mejillas morenas que se acentuaban
de manera picaresca a la ms leve sonrisa. Tena una
extraa manera de hacerla hablar a ella, mientras el
permaneca en silencio, devorndola con las miradas
ardientes de su ojos. Procuraba encontrarla en sus
paseos a las poblaciones distantes, perdidas casi en la
extension inconmesurable de la pampa, aunque la aconm-
paara Felicindo, o, en su casa cuando no estaba aqul.
Era el astuto salteador de la heredad ajena, que en-
EDELMIRA GONZALEZ
contraba ms dulce el sabor del fruto escamoteado al
compaero. Rondaba la felicidad de Felicindo Snchez
con sigilo de puma traicionero en acecho.
,Mara Rosa iba cayendo en el lazo tendido, con una
lentitud que la eximia de toda culpabilidad.
Encuntrale la belleza a estos campos le dijo
una tarde tutendola por primera vez, cuando ella se
quejaba de tener que vivir all, yo me "hallo" tanto
aqu, que no los dejara, sino por algo que valiera la
pena. -
Un silencio penoso cay en medio de los dos. El si-
lencio del hombre era premedilado, culpable. El de
Mara Rosa era sencillamente peligroso; era como el
primer "s" que conduce a la pendiente donde se de-
rrumban los ms slidos principios. Con su silencio,
la mujer de Felicindo Snchez se confesaba a' si misma,
que slo ella era aquel "algo" que vala la pena para
el hiombre que la contemplaba sondendole el pensa-
niento con sus miradas ardientes.
Sigui asedindola febrilmente, con la premura del
hombre de la pampa que no deja al correr del tiemp-.
la solucin de los conflicts de su corazn.
Mientras tanto, Felicindo suspiraba en el limbo de
su ceguedad vacilando entire los dos grandes amores
de su vida. Esquivaba las escenas en su casa con una
rudeza que estaba muy lejos de sentir, vengando en
sus tiernos hijos. con severidad de padre a la antigua.
la pesadumbre con que le abrumaba la vida, desaho-
gando en sus inocentes existencias el mal humor que
le traa enfurruado como un gato hurao.
Le dominaba el mal humor, de suerte que haba perdi-
co su aire de hombre satisfecho de la vida y andaba a to-
das horas cabizbajo, hosco, cejijunto. Rumiaba en si-
ALMA LLANERA "
lecio su desventura, la ms grande su. mida:;:cuando la
tierra, el gran sueo dorado de su existencia, se- le en-
tiegaba sin reserves, en la media que l quera, como
una amante rendida ante el homenaje de su gran amor,
la suerte le cobraba con creces su dicha arrebatndole
su otro amor, que era como arrancarle la mitad del
corazn.
;Ah, suerte ingrata! Confusamente, en su mentah-
dad de rstico, comparaba su suerte con una deidad
malfica que le ofreca con una mano el pan de la fe-
licidad complete y con la otra el ltigo de la tortura.
El alma simple y profundamente religiosa de Felt-
cindo Snchez, pese a su pensamiento plagado de toda
clase de equvocos y supersticiones, encomendaba a la
Madre de Dios, la congoja de su pobre corazn.
Virgen Santsima! En qu te he ofendido yo, pa-
ra que as me olvides? -
Rebuscaba sinceramente en su pasado, deseoso de
descubrir aquella ofensa al Altsimo, que le hubiera he-
cho merecedor del castigo que sufra.
Dios era en la fe simplisima de Felicindo, el ven-
gador de ignoradas culpas. Talvez por eso una especie
de fatalismo le haca encerrarse en su enfurruamiento
malhumorado, que no era otra cosa que la resignacin
del hombre sencillo hasta la puerilidad.
Madre Santsima! En qu te hie ofendido, para
que asi me olvides? -
Cerraba los ojos o los elevaba al cielo. Imaginaba a
la Madre de Dios, como la haba visto en los altares,
con la cabeza nimbada de oro y su manto color de
cielo. Pero ella pareca haberlo olvidado o no orlo.
Y Felicindo se volva ciego y sordo a su propia con-
EDEMI1MAlk ,NZALFZ
goja,- 'Taiapoco hlaa laces Siu'cientes en su cerebro
para distingiir la desgracia que acechaba su vida y su
felicidad,'',on pasos lentos' y-quedos de puma traicio-
nero.
Asi teni ms. quejas que dar la pobre Mara Rosa,
que no era precisamente mala, sino un poco testaruda y
un -mucho ambiiosilla de las cosas que no estuvieran
a su alcance, porque todas las que tenia le parecan in-
singificantes. Aquello de vivir er un lugar que detesta-
ba la volva nerviosa y la predisponia a las quejas. Y
e seniorr ingeniero Jefe de ilos Mazos, estaba tan con-
tento de escucharlas!' Apenas si tena que tomarse la
molestia, de colocarle algn adjetivo al marido a quien
tan poco le importaba que su mujer estuviera descon-
tenta .. .
Maria Rosa detestaba el lugar, las gentes, el clima,
las costumbres, todo cunto haba sido adoptado tan
rpidamente por Felicindo, a impulsos talvez, de su
inmensa alegra de powder tener toda la tierra que de-
seara.
Yo detesti todo esto y no me acostumbrar
nunca! Felicindo es tan ingrato conmigo!, deca
Mara Rosa, repitiendo esta queja por centsima vez
ante el ingeniero Jefe de la Seccin de Mazos.
Si ests tan aburrida, puedes irte conmigo al "In-
terior". Si me quieres nos iremos lejos de aqu, a don-
de t quieras dijo el hombre, y desmont de su ca-
balgadura, porque estaban hablando junto al camino.
frente a la casa del propio -Felicindo.
El ingeniero vesta pantaln de montar y altas botas
charoladas. Una camisa elegant y un sombrero de cow-
hoy, y la canna -en bandolera con su pistola de dos
cafiones, le prestaban una elegancia de tipo de la pam-
ALMA LLANERA
pa y de la mina. Asi lo miraba Maria Rosa; adem'.u
percibia, ms con la imaginacin que con los sentidos.
el discreto perfume de distincin que se desprendia de
su persona. Era la ciudad, el refinamiento de la "gen-
te educada" que vena en busca de Maria Rosa, aqu.
a la pampa, a su destierro, cuando ella lo haba espe-
rado tanto tiempo, all en su casita, en la lejana po-
blacin rural donde habia nacido. Pero llegaba como
una tentacin, como una incitacin al pecado.
El hombre guapo, elegant, bello con belleza apol
nea, recost los brazos juntos y desnudos en el trave-
sao superior del portn coquetonamente guarnecido
por un techo. Hablaba y hablaba con estudiada lenti-
tud y palabras ardientes, profiriendo promesas de aimo
que los oidos de Mara Rosa no haban escuchado ja-
ms. El buenazo, el simpln de Felicindo, nunca le
haba hablado de amor.
Fue- como la ltima estocada que se propina a ui:
vencido. Despus no le qued a l sino colocar las es
tocadas en los pocos puntos de resistencia, donde an
vacilaba la agonizante voluntad de la muchacha, su
sentido del decoro, simple como su vida sencilla de cam-
pesina, pero bebido con la leche materna como una he-
rencia de cien abuelas dormidas en el seno de la muer-
te; su horror al mal, su miedo al pecado y por encima
de todo el sentimiento maternal, que es hondo y es
divino, hasta en la mujer salvaje.
Todo fue cayendo derribado por la sabidura dei
ma!, auspiciada por la terquedad de la mujer, con una
lentitud cruel. Y el hombre qued triunfante.
Huyeron una noche del verano. El ingeniero prepa-
r su fuga con la renuncia de su puesto y unas peque-
fias maletas; en ellas llevaba cuanto posea y lo que
EDELMIRA GONZALEZ
le era ,ims iecesaro.,en su vid andariega, de alto em-
pleado de empresas poderosas, dueias de grande ex-
plotaciones.
.Mara Rosa- iba escueta, con lo .que llevaba encima.
Ese era. el, ltimo gesto,de su: ,perdido sentido del deco-
ro., Ella le haba llevado a Felic;indo unas cuantas fa-
negadas de-tierra cuando se haban casado; l las haba
.aumentado con, su trabajo y su compaera se las dc-
jaba al abandonarlo para siempre. Ella sentia eso
como ,una excuse de:su mala accin; realmente signifi-
caba el ltimo reducto en que se bata, antes de rendirse
su concept del honor, difuso en su pensamiento de
muchacha campesina, .incoherente en sus sentimiento"
de mujer poco cultivada.
Los amantes culpables no tuvieron que urdir ningu-
na patraa para escapar: Felicindo regresaba a su casa.
al declinar de cada tarde, rendido de fatiga, despus de
pasar todo el da en los campos de labranza en dura bre-
ga con la tieira. Una jornada de la que slo descontaba
las horas en que fustigaba ms fuerte el sol, al ano-
checer una comida frugal y despus dorma de un solo
tirn ms de las'tres cuartas parties de la noche. Cuan-
do el marido'se recoga, Mara Rosa se quedaba ain en
la cocina, ocupada todava en los multiples quehaceree
de la mujer de campo, que suma sus esfuerzos a los
de su compaero.
De ordinario trabajaba buen rato en la cocina, con
el pensamiento embotado por la fatiga del da y con el
alma llena de la murria de su testarudez, que se empe-
cinaba contra la voluntad de Felicindo de trasplantarla
a este lugar,:
En aquella noche, cuando ya se haba decidido a sal-
tar sobrei la;:trinca de sus sentimientos, sentiase 'toda
vibrant, cono el pensamiento y los sentidos alerta. Sus
ALMA LLANERA
odos exploraban los mil ruidos de la noche. El viento
muga en los pajonales y runruneaba entire los arbola-
dos de la vega del rio.
Cuando lleg "su hora", la ms negra de su vida.
sali sin mirar atrs; si hubiera mirado, no se habrIa
ido. La habra atado el poderoso lazo que la una a
todos aquellos series que dorman en la casita solitaria
bajo el toldo oscuro de la noche, inocentes de la des-
dicha que se cerna sobre sus cabezas, y cerca de los
cuales la habia colocado el Creador para que los am-
parara con su ternura.
Los dos traidores se crean sin ms testigos que la
noche al consumer su felona. Pero no era asL. En el
galpn vecino a la casa, dorma Retana, el nico pen
que ayudaba a Felicindo en sus labores agrcolas. Era
un viejo socarrn, con el alma y la tez curtidas por el
sol pampero.
Hola!, se march la paloma se dijo el viejo so-
carrn, mirando a la mujer del patron, que atravesaba
decididamente el patio en direccin al camino. Atisba-
ha la fuga de lo. amantes, por los "vanos" del tabique
de "estacn", porque dormia sobre el "tabanco" de la
troje.
Distingui al ingeniero apostado bajo la sombra que
proyectaba la techumbre del portn, sosteniendo por
las bridas, dos bestias ensilladas. Les vi partir y per-
derse a poco trecho entire las sombras que bordeaban el
camino.
Un cuarto menguante lunar, asomando por el hori-
zonte, comenzaba a baar en luz plateada la pampa pol-
vorienta y solitaria.
Un zorro viejo que se roba una gallina ms se
dijo el taimado Retana, y "se di vuelta" en el "tabanco".
EDELMIRA GONZALEZ
El viejo socarrn, apellidado Retana estimaba en
much a 'su patrn, como "muy hombre" que era; pero
no iba con l, si su mujer no le quera bien. All ella
con su conciencia. Se di una vuelta ms en su lecho
de tablones, duro como una piedra y a poco rato se
qued6 dormido.
Dorma la llanura, bajo la noche de luna, arrullada
por los ronquidos del viento. Dorma el camino bajo
su manto de polvo, dorado por la luna y que de trecho
en trecho levantaba el viento. Dorma la casa de Fe-
licindo embozada en los arbolados de toronjas y ta-
marindos que la circundaban. El propio Felicindo ron-
caba en su cama e! pesado sueo reparador de la fa-
tiga.
El hombre despert en las primeras horas de la ma-
drugada. : Slo! 'La sorpresa y el presentimiento de
su desgracia disiparon de golpe la modorra del sueho.
Se puso.de'pie' en un solo salto. Estaba seguro de
que ya era l madrugada. Llam.
Mara Rosa! -
La voz de-Felicindo jug burlonamente por los rin-
cones de la casa con ecos que hicieron estremecerse al
pobre muchacho lleno de congoja. Felicindo fue hasta
la cocina. Sobre. el fogn, los tizones dorman bajo
el rescoldo. La puerta que daba al patio estaba abier-
ta. Volvi a llamar.
Mara Rosa! -
El acento de su propia voz conmovi a Felicindo. A l
mismo le pareci la voz de un nio lloriqueante. El
nismo la percibi cargada de miedo y la sinti arre-
batada por las ondas mugidorvs del viento. El hijo
iis pequeo tambin despert y llor.
ALMA LLANERA
Con el alma aterida de espanto, Felicindo Snchez
volvi a llamar a la compaera de su vida, ya de pie
en el patio, como si se la demandara al cielo.
Maria Rosa! -
Hop! contest Retana, el viejo socarrn que
dorma sobre el "tabanco" del,galpn vecino.
Sabia perfectamente que no lo llamaban a l, pero baj
restregndose los ojos soolientos.
Felicindo le pregunt por su mujer, con un acento
de inocencia igual que si se hubiera vuelto idiota, y el
viejo socarrn, entire bostezo y bostezo, escupi sobre
la cara espantada del pobre muchacho, toda la verdad:
la que haba atisbado por entire las rendijas del tabique
de estacn, en las primeras horas de la noche.
Felicindo sinti un peso como el de una.lpida sobre
el corazn, vacio absolute en su cerebro y sabor de
hiel en la boca. Busc el machete, su cuchillo de vein-
tiocho pulgadas, su compaero de las horas de lucha y
de fatiga y sali al camino como si fuera en busca de
los traidores, a pesar de estar bien enterado por -Reta..
na de lo lejos que deban encontrarse ya, a esas horas.
Virgen Santsima! En qu te he ofendido, para
que me dejes de tu mano as? -
El eco de su propia voz espant ms an a Felicindo.
Ya no era su voz; era la de un nio enfermo, moribun-
do.
Virgen Santsima! En qu te he ofendido, para
que me dejes de tu mano as? -
Cay de bruces besando el suelo con sus labio- des-
coloridos y mustios. Fue una caricia de amante enlo-
quecido que estrecha entire sus brazos el cadver de su
amada. Sus lgrimas corrieron largo tiempo, silencio-
EDELi GONZALEZ
sas y ardientes, arrancalddo desgarradores gemidos a
su pecho. Y la 'erra;'la dulce amada, abra su seno
reseco por el viento y el verano y bebia a sorbos len-
to ls s lgrimas' amargas.,
Cuando.se levant-,.de ah, .fue en busca de Simen
Caldereta Por el. camino, que no era largo, entire su
finca y la poblacin mineral, lo saludaba la sonrisa o
la ironia de cuantos encontraba, pero l estaba impas;-
ble. Llevaba un muerto dentro de su corazn: Su amor.
Qu vas a facer, ost ahori qui se ha marchato !.u
mujere? --pregunt Caldereta el cuanto divis la ca-
ra demudada de Felicindo Snchez.
Me voy yo tambin, rugi, ms que dijo el ma-
rido de Maria Rosa. Si hay quien me d cinco pe-
sos por la finca, la dby y me voy. Si no hay quien me
los d, la dejo abandonada, y me voy tambin.
Una idea fiugur como un relmpago en el cerebro
de Simen Caldereta.
Yo ti la'compro. Cunto quers ost por ella? -
Felicindo Snchez, aquel Felicindo Snchez que ama-
ba la tierra con todo el ardor de su alma joven y pri-
miiiva, solt de sus labios mustios de dolor salvaje,
una cifra, cualquiera, la primera que se le vino a las
mientes, como si ya la tierra no significara el ms ca-
io' entusiasmo de su' pobre vida, ahora destrozada por
la traicin.
Por primera vez en su existencia Simen Caldereta pa-
g con largueza y sin regatear. Pag cuanto quiso Feli-
cindo, no much; pero si lo just. Talvez hasta su co-
razn de tacao, romo y duro como la piedra, lo con-
moviera l dolor de len hei-ido de Felicindo Snchez.
Talvez impulsara su largueza la alegra de ver hecho
ALMA LLANERA
realidad aquel vago sueo de poseer la tierra que lo
haca levantar los brazos al cielo suspirando: oh la te-
rra! ,la terra!
Ello es que pag y pag bien. Y Felicindo Snchez
se fue de la zona minera. Se fue a aquella risuea pobla-
cin rural que lo haba visto nacer y lo haba visto ser
feliz. Iba en busca de alguna migajita de felicidad que
Lubiera podido quedar all para l, porque aqu se la
haban robado toda.
-Oh, la terra! La terra! murmuraba Simen Cal-
dereta, frotndose las manos, ya no de codicia, sino de
gozo.
La primera vez que camin por los carriese" de su
nueva adquisicin, reconociendo sus lmites, mir cor
ojos de codicia la finca contigua. Bien pudiera ser
que llegara a ser suya! Ya lo imploraba fervientemente
desde el fondo de su alma a lo desconocido, porque su fe
en Dios era poca, casi ninguna. Oh, la terra!, la terra!
Entonces fue cuando pens en la Bonifacia, y fue en
su busca y le dijo:
Ahori que no teni pare ni mare, ni casa ni nata, po-
desti venire a la ma. La coida, coida tutis les animal.
fLce la cocina y te acosta conmigo y no te face falha
nata -.
Y la Bonifacia haba bajado la cabeza, su gran ca-
beza hosca y pesada como la testa de una vaca y habia
contestado:
Bueno -.
Y desde aquel da, la Bonifacia haba sido la mujer
de Simen Caldereta.
Asi era de simple, de sencilla, la vida de la pampa y
de la mina.
LA CONQUISTA DEL PIAMONTE
Una nueva fiebre, la de las adquisiciones, enardecia
la existencia de Simen Caldereta. La adquisicin de
la tierra.
Oh, la terra! La Terra! Levantaba los brazos
como si quisiera abrazar el horizonte, como si hasta alii
llegara su codicia.
Una admirable adaptabilidad, semejante a la que le
abri el camino del mundo de los negocios, facilitaba su
nueva existencia de terrateniente.
Sus zarpas codiciosas atraparon fcilmente la here-
dad vecina, aquella que haba excitado su codicia, el
primer da. Luego la que segua y la otra, y la otra,
y la otra. No par hasta que no estuvieron ante l, los
dominios de un poderoso latifundista; los dominios de
uno de aquellos caciques que haban hecho con la rica
heredad de la provincia, lo propio que los sayones con
la tnica de Cristo.
Las tierras de Simen Caldereta crecieron como una
marejada que se desborda incontenible. Desde leja-
nas tierras, desde ms all de las fronteras del pas,
llegaban innumerables tropas de ganado para poblar-
las. Con aquel su admirable sentido de adaptabilidad,
aprenda en la escuela de la vida llanera, como en un
libro abierto. Pareca que en l revivieran cien gene-
raciones terrcolas.
AL-MA LLANERA
Los propios reyezuelos del campo y de la ganaderia.
aquellos latifundistas de la provincia, le admiraban y
copiaban sus prcticas, haciendo correr su nombre de
adinerado por la pampa.
Cuando haba pasado un verano y un invierno y otro
verano, despus que la Bonifacia era su barragana, le
lleg un nio. Un nio con la piel cobriza y el pelo
duro, herencia de su legitima realeza americana, una
legitimidad real, que bien la quisieran para su blazones,
muchas casas reinantes de la vieja Europa. Cuando
pas otro invierno y otro verano y otro invierno, vino
otro hijo con la piel y el pelo semejantes a los del pri-
.lInro.
Cuando se fueron otras tantr.n estaciones, lleg un
mercer nio, y ste no pareca tener aquella ascendencia
real. Su tez plida, su ojos negros abiertos en form
de almendra, sus cabellos renegridos y rizosos, hicieron
exclamar a Simen Caldereta.
Este bambino se parecie a mi mare. -
Era un legitimo Calderetti, con una delicadeza de floor
marchita retratada en las lneas finas de su rostro y
un alma de italianito puro, asomada a sus ojos de brasa.
Ni an su hermanita menor, sin acusar en su fiso-
noma aquella ascendencia netamente americana, tena
aquella fineza de lineas del rostro del pequeo Jos Jus-
tiniano.
Los dos Caderetas mayores y su hermanita, eran
morenotes, de un moreno cobrizo, rollizos y con un
poquitin de astucia y de malicia riendo en su ojos be-
llos y ligeramente oblicuos: los tres eran unos autn-
ticos retoos de la pampa. A los tres los respetaban
las enfermedades que agostan la niez en la mina y en
la llanura; pero se cebaban con cruel encono en las de-
licadas carnes del pequeo y delicado Jos Justiniano.
EDELMIRA GONZALEZ
. El perfume spero y sensual, mezcla de mil aromas
distintos, de la selva virgen, que arrebata y arrastra
el viento con furia vesnica, transportndolo a miles de
leguas, enfermaba el pecho delicado de Jos Justiniano
La Bonifacia saba de aquel mal de las.oleadas fe-
,-undantes que arrastra en su carrera el viento. Busca-
ha en etl "monte" y en la orilla del ro "la contra", un
conocimiento que le haban legado en inviolable secret
remotos antepasados. El chiquitn, arrinconado en una
habitacin oscura y maloliente, apuraba pocin, tras
pocin, dosis enormes de "cocimientos" de hierbas y gui-
jarros, que buscaba para su hijo, en el monte, la Boni-
facia, bajo las miradas, curiosas de supersticin, de
los peones de las fincas de Simen Caldereta. El en-
fermito apenas si reciba un misero alivio y segua sor-
I;iendo el aire con una dificultad dolorosa.
As iba tirando de la vida, el pequeo Jos Justinia-
no, hasta parecer rendido de cansancio, antes de em -
prender la jornada. En las maanas tibias, lo sentabn
la Bonifacia en el quicio de la puerta, y todo su cuerpo
misero y enclenque, saboreaba con ntimo deleite la
ardiente caricia de los dorados rayos del sol. En otras
ocasiones, pasaba el da entero tendido en un miserable
camastro, escuchando el largo mugido del viento o el
golpear de la lluvia sobre el techo. de una monotona
desoladora.
Como si fuera poco para su pobre organismo, aquel
mal que estaba al mismo tiempo en su pecho y en la,
oleadas de .perfume y de, polen fecundante que arras-
tra el viento, vino a clavarse en sus venas empobre-
cidas la garra malfica del paludismo. Pas los das
largos de un largo invierno, tiritando de fro o consu-
mido por la fiebre, hasta que una maana lo encontra-
ron rgido en su camastro, con los ojos desorbitados v
ALMA LLANERA
el semblante desencajado. Su bracito izquierdo con
el puo cerrado, dolorosamente retorcido, pareca in-
crepar el mal que asi se enzaaba en su niez desvali-
da. Su pierna izquierda, sufra idntico suplicio que el
brazo y ambos completaban el de aquel cuerpecito ator-
mentado por el dolor.
Apareca tendido en el msero camastro, semejante a
in plido signo de interrogacin que indagara el por
qu de tanto sufrimiento.
Al descubrir as a su pobre hijito, desfigurado por
un nuevo padecimiento, la Bonifacia di un alarido
desgarrador como el mugido de una vaca enloquecida d
dolor.
Los peones de Caldereta se agolparon cerca del ca-
mastro contemplando con espanto la obra de aquel
nuevo padecimiento.
Pobre chamaco! Como si fuera poco lo que ya
padeca! -.
Cuchicheaban medrosos todas las supersticiones oi-
cas en su existencia. Aquello ms pareca un "mal de
ojo" que una enfermedad! Tanta envidia podia causar la
facilidad con que Simen Caldereta se hacia ms rico
cada dia!
Igual voz corra por las casuchas de los peones, que
asomaban sus techumbres oscuras, como enormes hon-
gos negros, a lo largo de la vega del ro. El "mal de
ojo", "el maleficio", tena volcadito en la cama ai pobre
Jos Justiniano. Si habra cristianos de malas entra-
as en el mundo!
Cada quien, iba so!tando todas las histories e hi3s
torietas de "maleficios" odas y no pocas inventadas de
su propia cosecha. La Bonifacia agotaba aquellos co-
EDELMIRA GONZALEZ
nocimientos heredados de generacin en generacin des-
de remotos abuelos y respetados con supersticiosa venc-
racin en muchas leguas por la llanura. El pobre enfer-
mito segua debatindose con la muerte; dbil, plido,
extenuado y su cuerpo contrahecho y retorcido, pareca
un blanco signo de interrogacin que indagara el por
qu de tanto sufrimiento.
Un ao entero permaneci tendido en el misero ca-
mastro. Pareca haber vuelto de golpe a los primeros
das de la existencia. En su cuerpecito macilento slo
sus ojos tenan vida. Una vida de miradas dulces, co-
mo de corderillo hurfano, que acariciaban adorantes
l semblante de la Bonifacia, cuando llegaba a ali-
mentarlo. Pareca agradecerla y compartir al mismo
tiempo aquel fatalismo de raza condenada a desapa-
recer que se traduca en la resignacin de la Bonifa-
cia ante la desgracia de su hijito.
Muchas semanas despus cobraron vida sus labios;
comenz aprendiendo de nuevo a sonrer como cuando
slo contaba pocos meses de edad; despus, a emitir
algunos sonidos y finalmente las palabras.
El pobrecito se sinti vivir cuando torn la vida a
sus odos. Volvi a sentirse unido a la existencia cam-
pestre que le rodeaba, cuando logr percibir el re-
suello del viento que se deslizaba sobre el techo y se
iba mugiendo quedamente por la hondonada del ro o
sobre la superficie rizada y verdeante de los pastiza-
les cercanos.
El zumbido montono y estridente de las "chicha-
rras' llenando 'el monte y la llanura en las horas de
sol abrazador, sonaba como un canto de esperanza en
el pecho enfermo del pobre nio: la esperanza de rein-
ALMA LLANERA-N
tegrarse a la vida agreste que le rodeaba, la nica, la
que haba contemplado desde el primer instant que
tuvo conciencia de existir. La suya!
Cuando Simen Caldereta era ya uno de los tantos
caciques de! campo y del ganado, posea enormes "re-
pastos de engorde", valiosas alambradas poco usadas
en la pampa, vastos y bien acondicionados corrales y
un galpn repleto de todos los pertrechos para armar
a sus tropas de mozos de campo, que daban una diaria
batalla a la novillada bravia, sobre la sabana verde de
los repastos. Pero Simen Caldereta era majestuoso
como un rey, solamente sobre el campo y entire el ga-
nado. Su casa continuaba siendo aquella misma, ni
muy buena, ni del todo mala, que haba construido
para su Maria Rosa nuestro olvidado Felicindo San-
chez.
Una sala de grandes proporciones donde se apilaban
montones, de costales de arroz y de frijoles. Una co-
cina tan grande como la sala, donde gritaba de la ma-
fiana a la tarde la Bonifacia, urgiendo a las muchachas
que la ayudaban en la confeccin de la comida para la
familiar y para la numerosa peonada.
En el fondo, a lo largo de la casa se extenda el ni-
co dormitorio. Largo y angosto con el techo bajo y
una puerta en cada extremo, que daban, la una al cam-
po y la otra a la sala. Por dos exiguos ventanucos entra-
ba luz a la habitacin angosta y baja. Afortunadamente,
el camastro del pequeo Jos Justiniano estaba al pie
de uno de aquellos ventanucos. Un trozo de cielo, de
un azul magnifico en los das hermosos del verano, os-
tentaba sus galas en el rectngulo de t:hla humadas.
Por las maanas soplaba el viento del norte, bajan-
do por las faldas de los cerros y sacuda los plumajes
verdes del follaje de various tamarindos que montaban
EDELMIRA GONZALEZ
la guardia tras de la casa de la hacienda de Simen
Caldereta. Entonces se asomaba a uno de los ngulos
de aquel rectngulo color turquesa que era todo el
cielo de Jos Justiniano, un retazo de aquellos follajes
blandos como plumas, balanceando en sus extremos
las cpsulas alargadas de sus frutos. Un manotn del
viento las bajaba hasta el ngulo superior de la venta-
na y otro las elevaba en el aire, hurtndolas a las mira-
das de Jos Justiniano. El pobre chiquillo enfermo ju-
gaba toda la maana a sorprenderlas asomndose a su
trocito de cielo; hasta que llegaba el medio da ardien-
te y bochornoso cargado del zumbido montono de las
chicharras y sin la ms leave rfaga del viento.
Con el frescor del atardecer llegaba una brisa tibia,
venida, de la llanura que balanceaba dulcemente las
ramas y las hojas. Al pie del ventanuco, junto al cual se
hallaba empotrada la cama de Jos Justiniano, creca
una hermosa mata de "tiqu". Llegaba la brisa tibia
venida de la llanura y levantaba las ramas tsicas de
la mata de "tiqu" hasta el borde inferior de la venta-
na. Unos frutos esferoides, del tamao de la cabeza
de un nio, verdes 'y brillantes se asomaban para ver
al pobre Jos Justiniano tendido en su camastro.
Curioseaban su cuerpo yacente sobre el duro tendi-
do, dolorosamente dibujada su exigua figure por enci-
ma de la burda frazada. Los rostros verdes y esferoi-
des del "tiqu" y los blandos plumajes de los tama-
rindos mecidos por el viento, eran los nicos series que
llegaban hasta el pobre enfermito con su mensaje de la
vida agreste que bulla afuera, ms all de las cuatro
tablas ahumadas que encuadraban el ventanuco.
Cuando haban corrido muchos das del verano, ya
no bajaban los vientos del norte por las faldas de los
cerros, ni se asomaban los retazos del plumaje de los
ALMA LLANERA
tamarindos al pedacito de cielo de Jos Justiniano. En
cambio las ramas tsicas del tiqu, con sus frutos ya
en sazn y ms livianos, llegaban hasta arriba, empuja-
das por el vientecillo del atardecer y parecan sonrer
con sus rostros mofletudos, ya no precisamente color
de esmeralda, sino tendiendo al amarillento, al otro ros-
tro ms amarillento an, del pobre chiquillo tendido
en su msero camastro.
Con el tiempo ni la curiosidad ni la compasin, atra-
an a los extraos cerca del lecho del Jos Justiniano.
De tarde en tarde atravesaba el largo dormitorio el
apresurado Caldereta. Se diriga casi siempre a un tos-
co arcn de madera arrinconado en una esquina de la
oscura habitacin, en cuyo fondo se hacinaban los fa-
jos de billetes de banco, que, en fuerza de ser muchos,
como se recordar, ya no le caban bajo el ancho cintu-
rn de cuero con que se sujetaba los pantalones. Iba
apresuradamente en busca de dinero para pagar a la peo-
nada; de paso miraba al chiquillo tendido en su lecho.
poco menos que inmundo.
Pobre bambino! Qu ti doele? -
Un poquitin de afectuosa piedad asomaba a la mira-
da dura de Simen Caldereta. Era como el amanecer
de una noche polar en el semblante del rico finquero y
el chiquillo paralitico se encog,, con una sonrisa in-
expresiva en su carita descarnada, bajo el chaparrn
de afectos, que significaba una sola sonrisa en la cara
de Caldereta.
Los tres retoos de la Bonifacia, morenotes, rollizos,
carillenos, llegaban para contemplar al hermanito "tu-
llido" con la fra indiferencia de! egosmo infantil; la
pequea tiraba de las ropas de la cama para atrapar
una de las manos del paralitico. Le ofreca una fruta
EDEILMIRA GONZALEZ
o un guijarro sonriendo inocentemente. El enfermo la
distingua con especial afecto entire sus hermanos y sin
explicacin possible, haba algo de afectuosa proteccin
en su cario.
Pero la mayor parte del tiempo, los Calderetas pe-
queos atronaban la casa con los ruidos de sus juegos
bulliciosos o los gritos y chillidos de sus grescas en los
corredores que circundaban la casa por tres lados; en
otras ocasiones ametrallaban los tabiques o el techo
de zinc usando como proyectiles los mangos verdes y
las naranjas y toronjas maduras, mientras el pobre
paralitico suspiraba de envidia en su cuartucho de rin-
cones oscuros y tabiques escuetos y negros de humo.
ya los dos mayores, Martn y Juan Celestino cabalga-
ban como hbiles demonios, siguiendo la tropa de mo-
zos de campo, los sabaneros de las fincas de Simen
Caldereta, ayudando en el difcil trabajo de la areae"
y obstaculizndolo muchas veces con sus travesuras
de redomados bribonzuelos.
La "arrea", la fiesta de los sabaneros, con su etapa
final, "la fierra" llena de incidencias y peripecias; fies-
ta de habilidad y de acrobacias que es al mismo tiempo
jornada fatigosa y deja a los hombres y a las bestias
rendidos de cansancio.
Empotrado en su camastro, como el presidiario ata-
do a su cadena, el pequeo Jos Justiniano, escuchaba
los preparativos de la jornada jubilosa que comienza
con el despuntar del da.
Un gran dolor, no por muy pueril, menos profundo,
clavaba sus garras despiadadas en el corazoncito ex-
hausto del chiquillo paralitico. Afuera sonaban los
preparativos de una gran da, y, l ah, tendido en su
msero camastro, atado a la pesada cadena de su pade-
ALMA LLANERA
cimiento, como un condenado inocente! Rechinaba los
dientes y repelia las lgrimas que pugnaban por saltar
a sus ojos.
Un susurro de conversaciones entire gentes presuro-
sas, tintineos de espuelas, restallidos de ltigos que cor-
taban sibilantes el aire como serpientes vivas. Los ale-
tones de las albardas de cuero crudo crujan al menor
movimiento como pliegos de pergamino. Todos los rui-
dos de un piquete de caballeria qne se prepare a partir.
En el corral ms cercano sonaban relinchos cortos y
sordos de caballos impacientes. Un sabanero camina-
ba apresuradamente por el corredor: el sonsonete como
de msica indigena acompaaba sus pesados pasos de
hombre que vive largas horas sobre el lomo del caba-
llo. Jos Justiniano reconoca aquella msica oda
desde los aos ms tiernos de su vida: el tintineo de
las espuelas acompaado por el roce del correaje que
cierra las polainas, altas hasta cubrir el muslo; el tu-
llido sonteia escuchando aquel sonsonete conocido. A
sus poquisimos aos, ya haba soado con ser sa-
banero cuando fuera hombre. Y, ahora estaba ah
tendido en su camastro, como un prisionero atado a la
pesada cadena de su padecimiento. Oh miseria de su
niiez desvalida!
Una voz gangosa, como emitida por una boca des-
dentada, sonaba en el patio, dominando las dems con-
versaciones y todos los ruidos para hacerse or. Ten-
dido en su camastro, Jos Justiniano la reconoca tam-
bin: era la vieja Mara Manuela, la Mariquita, la ma-
dre de Rosendo Arancibia, el ms antiguo de los peo-
nes de la hacienda de Simen Caldereta.
Aquella vieja preparaba siempre la chicha de maiz
con que se obsequiaba, por la tarde, despus del "zo-
pilote", a cuantos haban venido para ejecutar o pre-
EDELMIRA GONZALEZ
senciar la "fierra". Los sabaneros daban bromas a la
Mariquita sobre la calidad de la-chicha quehaba pre-
parado en aquella ocasin; la vieja contestaba con su
donaire de mujer de la pampa y su boca desdentada
prestaba especial sabor de dulzura al acento regional.
Todos los peones de la hacienda, hasta los que se
ocupaban de los menesteres de la casa, haban sido da-
dos de alta como jinetes para el da de la fierra. Las
yeguas de cra que holgaban a sus anchas por los re-
pastos, separadas de sus potrillos el da de la fierra, te-
nan que doblegar el lomo al peso de la albarda. Los
muletos y los potros encorralados en un recinto estre-
cho, llenaban el- espacio con su finos relinchos recla-
mando sus madres; corran nerviosamente a lo largo
del redondel de la empalizada, como los caballos amaes-
trados en un circo. De rato en rato, "Corvejn", el se-
metal de la hacienda de Caldereta. lanzaba un pode-
roso relincho en el -ual vibraba todo el ardor de su
sangre joven y bravia.
Sonaban en los corrales trotes y corcobeos. las cli-
das voces de los sabaneros espetaban sus retahilas, alu-
sin indirecta a la jornada, a su propia existencia o a
la "chavala", antes de lanzarse en carrera desenfrenada
por la llanura.
El corredor de la pampa restalla su tahona para ufa
-narse de habilidad, pero el caballo, su noble compaero
no necesita de este estimulo: le basta la invitacin de!
movimiento del cuerpo del jinete que se tiende sobre
la albarda, animndolo a lanzarse en veloz carrera, co-
mo una flecha oscura, lanzada a ras de tierra, que ape-
nas si roza el suelo con los filos de sus remos pode-
rosos.
ALMA LLANERA
Una tromba de zancadas se aleja de la casa y los co-
rrales como un huracn. Los potros despeinan al vien-
to las frondosas guedejas de sus crines. El sabanero, el
hijo moreno de la llanura saluda al cielo y a la tierra
con su grito jubiloso de entusiasmo.
Iahahahahahahahah... y trompetean los ecos,
remedando el grito de guerra del centauro de la pampa.
El pequeo Jos Justiniano, tendido en su misero ca-
mastro, segua con la imaginacin y con el odo la
march de los preparativos. Cuando senta alejarse el
torbellino de zancadas y la gritera de los jinetes, se
quedaba rumiando en silencio el dolor de sentirse ata-
do a su camastro como un mastn encadenado.
La calma de la maana tibia se distenda por los
campos aledaos, por los corrales, los patios y la casa.
Una calma de la pampa. Calma que alternaba con la vo-
cinglera de las urracas glotonas que se hartaban en
los naranjos y en los mangos. Una calma que alterna-
ba con las estridencias de las chicharras tempraneras.
En la calma poblada de los mil ruidos de la pamp-i
y de la estacin, el odo del pequeo Jos Justinianc
escudriaba atentamente la lejana atisbando un ruido.
una voz, el menor indicio anunciador de la fiesta que
comenzaba all abajo, donde moran en la llanura las
colinas.
El pobre tullido contaba no ms, seis aos de vida y
ya su almita de llanero suspiraba por la farra regional.
Suspiraba por el carnival de la sabana verde tapizada
de pajonales. Suspiraba por la "tierra".
Un silbido lejano pareci deslizarse blandamente so-
bre la superficie verdeante de los repastos. A Jos Jus-
tiniano le di un vuelco dentro del pecho el corazn:
EDELMIRA GONZALEZ
Ya! Comenzaba la fiesta de la pampa! El chiquillo pa-
ralitico miraba con los ojos de la imaginacin los cam-
pos lujuriantes de gramneas donde se iniciaba la fies-
ta de la "fierra" y el "rodeo".
Iahahahahahahahah ........... -
Volvi a escuchar el grito que se deslizaba como un
silbo sobre las, superficies verdiantes de los repastos.
Gritaba Rosendo Arancibia. Jos Justiniano lo hubie-
ra reconocido entire mil hombres que gritaran al mis-
mo tiempo. El pecho y la voz de Rosendo Arancibia
daban al clsico grito de la pampa una musicalidad que
no le oyeron de otra boca la bajura. El nio tirado
en su lecho sonri de satisfaccin y sigui atisbando
con el odo alerta.
Un sonido prolongado hendi los aires con ondula-
ciones ascendentes. Era la clarinada del repasto. El
toque del caracol, que anuncia la primera "partida" que
llega a la vista de los corrales. Todas las "partidas"
deban llegar en orden de procedencia, y la que fallaba,
sus arrieros estaban condenados al "zopilote,.
SUn escalofro doloroso corri a lo largo del cuerpo
del pequeo Jos Justiniano. Si hubiera sido hombre,
hubiera renegado de su suerte o hubiera deseado morir.
Ni lo uno, ni lo otro; l era un nio, y los nios slo
saben llorar.
Tampoco poda llorar, porque si lloraba no oia, y l
quera or, y oyendo, adivinar las incidencias de la "fie-
rra", la fiesta de los chicos y los grandes nacidos en la
pampa.
Despus comenz a dejarse oir un ruido sordo y lejano
de golpes secos, lentos y acompasados, semejante al
redoble de broncos tambores. Ya se desvaneca,
ALMA LLANERA
multiplicndose hasta parecer el retumbo de la mareja-
da. Ya recobraba su ritmo marcial como el de los ins-
trumentos que congrebagan a lo. guerreros de los pue-
blos primitivos. Era el trote de la primera "partida"
que se acercaba a los corrales.
Ho, ho, ho gritan los hombres y los nios acom-
paando el paso lento y marcado de la novillada con
golpes al comps, en el aletn de la albarda dados con el
cabo de la tahona. Y su grito, y el golpe de la tahona, y
el silbido corto con que acompaa el trote de los gana-
dos, es msica. Es el canto del domador triunfante de la
"bajura"! Es el canto del sabanero, centauro de los lla-
nlos revestidos de pajonales!
Y aquel canto y aquella msica, que formaban part
de su vida chiquitita, llegaban a los odos, del pequeo
paralitico, y ataban un dogal de angustia a su garganta
crispando, con un rictus de dolor, todos los msculos
de su semblante.
Con un supremo esfuerzo de su cuerpecito macilento
se "volti" en la cama apoyndose en los brazos descar-
nados, t64o. l, jadeante y tembloroso. Un nuevo arran-
que de una voluntad indmita, incompatible con sus
pocos aos, y pudo encoger las piernas sentndose so-
bre el duro camastro.
El esfuerzo sobrehumano le di un poco de vrtigo
y nubl sus ojos, pero sus deditos crispados buscaron
el tabique. Este era de toscas tablas colocadas con los
borders superpuestos, formando una escalerilla descen-
dente por el lado de afuera y una inversa en el interior.
Los deditos temblorosos se aferraban desesperadamente a
los tramos de esta escalerilla, del grosor de una tabla;
eran un sostn mezquino, pero sostn en fin de cuen-
tas. La debilidad del cuerpo macilento, tiraba de l.
amenazando tumbarlo sobre el camastro. Su voluntad
imperiosa gritaba: Arriba! Arriba!
EDELMIRA GONZALEZ
Con los labios apretados y los dientes rechinantes,
ergua lenta y penosamente su cuerpo semiadormilado.
sobre las piernas vacilantes y temblorosas. Pareca un
cachorro de len enfermo. La sangre golpeaba dolo-
1osamente sobre sus sienes; le zumbaron los odos. De
afuera segua llegando aquel otro rumor de marejada
creciente, que era el trote del ganado por los trillos del
jaragual.
-Gon, gon, gon, suspiraba el seno de la tierra,
bajo las pisadas de los ganados. Y l, el pequeo Jos
Justiniano,- haba roto, ya casi completamente, las ca-
denas de su cautiverio, para asomarse a su ventana y
oir de cerca esta msica, que era msica de su alma.
Las manitas enflaquecidas y temblorosas alcanzaron
el borde inferior de la ventana. Tambin se apoy all.
con -sbito' gesto de desaliento, su frente plida, con la
piel ajada y descolorida como los ptalos de las azuce-
nas mustias y cruzadas verticalmente por un surco de
fatiga. Pareca que iba a dormirse para siempre, re-
costado en la ventana, con sus manitas y su frente es-
condidas bajo los mechones largos de sus cabellos su-
cios y descuidados, sin ver una vez ms el campo, sin
contemplar aquella existencia agreste, que eran para el
enfermito, como imanes poderosos, cuyos tirones lo
haban arrancado vacilante y dolorido de su camastro.
Por eso no iba a quedarse all y sigui irguindose
penosamente hasta que se recost sobre el antepecho de
la ventana. Y, ah estaba el campo! Ah estaba la
vida por la cual haba suspirado durante un largo ao,
tendido sobre el camastro.
Junto a su ventanuco, los tamarindos levantaban al
cielo sus ramajes blandos como plumas. A sus pies, las
lamas tsicas del tiqu besaban cl suelo agobiadas por
ALMA LLANERA
el peso de su frutos. Ms all, descendan dulcemente
las faldas verdeantes de las colinas, cruzadas por los
caminos rojizos y gredosos. Por la hondanada se des-
lizaba mansamente el rio, entire dos randas de boscaje.
Y en ltimo trmino, la llanura ilmite, lujuriante de
pastizales, entire los cuales asomaban de trecho en tre-
cho las gibas negras de los troncos derribados.
La carita enflaquecida del pequeo Jos Justiniano,
sonri con una mueca dolorosa. y su alma toda, estaba
en fiesta como el campo.
Gon ,gon, gon, segua retumbando el seno de
la tierra bajo las pisadas de las ganados.
Era un resonar bronco; notas roncas del himno de
la vida de la pampa, que despertaba ecos de dulce ale-
gria infantil en el pobre corazn del Jos Justiniano,
recostado en su ventanuco, como un aguilucho enfermo
aferrado a las rejas de su jaula.
Entre las jibas de dos colinas, apareci la prime.
partida de la "arrea". Ms de dos veintenas de reses
en grupo compact, que avanzaba lenta y rtmicamente,
como un escuadrn de caballera. Un corto oleaje de
dorsos, plans, rellenos y lustrosos movindose lenta -
mente como las rugosidades en el lomo de un mons-
truo que avanzara son sordo pataleo.
Hop, hop, hop, arrullaba la voz del sabanero que
marchaba al frente, pagado de su importancia, como un
jefe de maniobras. Su caballo parece contagiado de
su porte jactancioso y caracolea ante las astas de los
i!ovillos que lo siguen de cerca.
El menor de los hijos de Simen Caldereta, tumbado
casi de fatiga, de bruces sobre el antepecho de la ven-
tana, con sus ojos enceguecidos por el derrochie de luz,
despus de un ao entero de penumbra en su encierro,
EDELMIRA GONZALEZ
volvi a sonrer, con la mueca de dolor que era su son-
risa. Haba reconocido, a la distancia, bajo los chorros de
sol y de luz, al sabanero que abria la march:
Era Rosendo Arancibia, el hroe, que de poder, hubie-
ra querido imitar Jos Justiniano.
La primera partida enfilaba los trillos que condu-
cian a la entrada de los corrales. Otros cuatro jinetes.
adems de Rosendo Arancibia, arreaban la primera
"partida". En los flancos, trotaban las cabalgaduras de
Simen Caldereta y uno de los peones. Cerraban la mar-
cha los dos pequeos Calderetas, Martn y Juan Celes-
tino, con los ojos brillantes de orgullo y los corazones
esponjados de vanidad.
Echado sobre el ventanuco de su cuarto, el ltimo dc
los retoos varones de Caldereta, senta desfallecer el
corazn de envidia. Ay!, poder seguir a la carrera la
tropa de mozos de campo! Beber a grandes sorbos el
aire, mientras se cruza como un blido el repasto, so-
bre el lomo de la "chirca"! Ah, miseria de su niez
desvalida!
A sus pocos aos Jos Justianiano, saboreaba el de-
leite de domador triunfante del sabanero, que mira de
soslayo trotar a su lado, las testas coronadas de pode-
rosas cornamentas, bajas, humilladas, como sr recono-
cieran su impotencia a la par del caballo corredor y la
soga hbilmente manejada por el jinete.
Cuando la novillada llegaba junto a la empalizada de
los corrales, el portn, manejado desde a caballo poi
Rosendo Arancibia, gir sobre sus goznes con potente
chirrido. El novillo ms cercano corpulento y de hier-
mosa estampa, di un corto bufido y sali de estampa
por la ladera. Rosendo Arancibia puso su potro al ga-
lope tras el fugitive. El cuerpo tendido sobre la albar-
ALMA LLANERA
da, invitaba al bruto a redoblar sus esfuerzos. El brazo
derecho en alto, giraba y giraba, en el furor de la carrera,
balanceando en alto las elipsis concntricas de la soga,
contagiados el racional y la bestia de idntico coraje.
El cornpedo corra rozando el suelo con las narces,
iorizontales las astas para evadir instintivamente el golpe
certero del lazo; pero esta astucia de la res bravia hacia
-conreir al hombre de la llanura que ha crecido a horcaja-
das sobre el caballo, con las piernas curvadas por los
aletones de la albarda y la tez curtida por el sol y el
viento de la pampa. El brazo lanz la soga con el m-
petu certero, el lazo se destiende en el aire como una
serpiente que se vergue enfurecida y scay pesadamente,
con la exactitud de una plomada, aprisionando la corna-
menta fugitive.
El caballo par en seco, resoplando tembloroso. Hin-
c los remos poderosos y arqueando el lomo oponiendo
resistencia a la fiera que tiraba desesperadamente con
rudos cabezasos, al extremo de la soga tensa, atada
al jinetillo de la albarda.
Una sonrisa de triunfo ilumin la cara morena del
llanero con el brochazo de su dentadura ntida.
Ey, novillo matrero,
y la vaquita que te di la vida,
si me quers jugar una pasada,
yo me juego tambin la vida.
Esa es la ietah:la del hijo moreno de la bajura. Esa es
la poesa agreste, brbara, dicharachera que brota es-
pontanea dei corazSni que reboza el content de la vid:a
Los otros sabaneros y el propio Simen Caldereta, ce-
lebraban el golpe certero y la habilidad de Rosendo Aran-
cibia, a quien es fama que jams se le escap una res.
EDELMIRA GONZALEZ
La Mariquita, desde el patio de su casucha a la ori-
lla del ro, celebraba las proezas de su hijo y la Bonifacia
en el patio de la suya, acompaada de las muchachas
que la ayudaban en la cocina, contemplaban con miradas
regocijadas las incidencias del rcdeo.
El pequeo Jos Justimano, de bruces sobre el ante-
pecho de la ventana, celebraba :a hazaa de Rosendo
Arancibia, golpeando con su manecita sana el tabique.
como si fuera el parche de un tambor, hasta que la Bo-
nifacia y sus compaeras lo descubrieron ah, colgante
como un guiapo, pero sonriente y feliz, con los ojos
ebrios de luz y las aletas de la nariz dilatadas, ahitas
del aliento clido de la bajura que remontaba las fal-
das de las colinas.
La Bonifacia quiso arrancarlo a viva fuerza de la
veritana y volverlo a su camastro; pero el chiquillo se
aferr como una lapa a su mirador y grit y patale,
mordindole las manos a la Bonifacia. y sta tuvo que
dejarlo ah, mirando el "rodeo" y la "fierra", hasta que
se cansara.
El "grueso" del ganado bramaba impaciente en los
-corrales. Llegaban rezagadas las reses ms ariscas. El
sabanero que haba perseguido un torete "matrero'
hasta rendirlo, volva mostrando el hisopo de su cola,
seal de que la res haba quedado tendida, en el campo,
de cansancio. Los sementales y las vacas "crianderas"
chupaban sal en las canoas. Los toretes y los novillos
arreados por primera vez, olisqueaban la empalizada,
inquietos y nerviosos, como si buscaran un boquete
por donde escapar.
Entre la alambrada que cercaba la casa y la empa-
lizada de los corrales, una hoguera de gruesos troncos
alzaba sus llamas cortas y sonrosadas bajo los brillan-
ALMA LLANERA
tes rayos del sol, calentando al rojo "el fierro" de las
fincas de Simen Caldereta.
Un mango de madera al extremo de. una varilla de
hierro; en su otro extremo, de hierro tambin, na "P"
mayscula, enorme como el ansia de posesiones de Si-
men Caldereta.
Por qu una "P" mayscula para marcar los ga-
nados de Simen Calderta? -
Vamos a explicarlo -.
Cuando adquiri aquellas tierras de Felicindo Sn-
chez, las tierras regadas con lgrimas amargas, y lue-
go otras, y otras y otras, en vez de calmarla, la posesin
de vastas extensions de terreno, avivaba ms su codi-
cia. Cuando pudo agrandarlas con otras, obtenidas, ya
no tan legalmente como las primeras, sino ayudado por
las triquiuelas de un abogado enredista de la capital,
recordaba sin explicrselo muy bien el por qu, a aquel
viejo labrador de Novara, hermano de su abuela, que
lo habia llevado cuando nio de Liborno hasta Turn.
Ah, il Piamonte! La comarc- ms belia de il moun-
do! Donde cada polgata de terra prodoce un fruto!
Y trajo un carpintero de las obras de la mina, para que
labrara en gruesos listones de madera, este nombre "El
Piamonte" y clavarlos en todos los portones de sus in-
mensas propiedades.
Aquel fue el nico gesto del rudo Caldereta, que
hiciera suponer que recordaba la patria lejana. Cuando
los sabaneros de otras haciendas o los carreteros, en-
contraban por los caminos ganados que ostentaban
en sus ancas aquella "P" mayscula enorme como
la codicia de Simen Caldereta, decan:
-Es ganado del "Piamonte". Hay que dar aviso
all.-
EDELMIRA GONZALEZ
Rosendo Arancibia avivaba las llamas para poner
al rojo el "fierro". Los sabaneros haban desmontado
y sus cabalgaduras pastaban en la grama que crecia
en las afueras de los corrales, con las riendas atadas al
jinetillo de la albarda.
Gentes venidas de antemano avisadas talvez, por
algn sabanero u otro trabajador de los que regaban
la fama de la chicha y el chicheme preparados por la
Mariquita, que se repartan prdigamente despus de la
"fierra"; todos ocupando la empalizada, como el pbli-
co en las barreras de ntestras improvisadas plazas de
toros; curiosos que pasaban por el camino yendo de
la bajura hacia las minas; chicos y grandes, hombres y
mujeres, cuntos tenan noticias de ello, acudan de
cerca y de largo, a presenciar las incidencias de la fies-
ta por excelencia en la regin.
La propia pintoresca posicin de las extensas tic-
r-as que formaban la hacienda del "Piamonte", ocu-
pando las lomas y colinas, estribaciones postreras de la
cordillera, y extendindose luego por la inmensa llanu-
ra, la hacan ms asequible a los curiosos y a los entu-
.sastas, convirtindose, un da de "Fierra" en el "Pia-
monte", en una fiesta del lugar.
Y grande y chicos, allegados y desconocidos, mi-
raban al ventanuco, donde penda como un guiapo, e!
cuerpo del nio paraltico, entusiasta de la "fierra",
como buen hijo de la pampa.
El nica Cipronio Argello, aquel que bien hubiera po-
dido ser el padre del pobre chiquillo enfermo, si se re-
cuerdan sus entusiasmos de aos antes por la Bonifacia;
enjuto, alto, con la hirsuta cabellera negra toda enma-
raada y descompuesta, rientes los ojos y la boca y los
ALMA LLANERA
detalles todos de su semblante de bohemio, saludaba
al Jos Justiniano, con una de aqwellas trethilas, qu le
hicieron famoso en las minas y eS el llano.
Ey, chamaco! .
peleche como pichn de lapa,
que con tus ojos de brasa,
me dices quien es tu madre.
Y el pequeo doliente y macilento sonrea a este
Cipronio Argello, quin con Rosendo Arancibia, consti-
tuia las dos ms grandes admiraciones de su pobre
vida de prisionero del dolor. Le sonrea no ms y lo
olvidaba al moment para volver sus grandes ojos
entristecidos hacia los corrales.
Rosendo Arancibia acababa por encontrar "bueno"
el fierro. La pieza negra, oscura como un garfio ordi-
nario cuando estaba fra, haba cobrado al amor de la
lIama viva, un hermoso color dorado rojizo, como.el de
los celajes.
Comenzaba la prueba del "coleo" en que el sabane-
ro hace prodigious de habilidad, destreza y fuerza bruta:
tumbar las reses por sorpresa, forcejendolas de la co-
la, obligndolas a permanecer tendidas en el suelo as;-
(!as por la "ternilla" (tabique nasal), mientras se le apli-
ca la marca al rojo, en el anca; todo en obra de segundos
que debe burlar el bote salvaje de la res que se levanta
con un bramido de dolor.
La primera parte de la operacin la ejecutaba dies-
tramente Nazario, el ms joven ce los mozos de camp
de las fincas de Simen Caldereta. Rosendo Arancibia
"pegaba el "fierro", no menos diestramente de suerte
que todas las piezas de los hatos de la hacienda del
"Piamonte" ostentaban la marca de su propietario,
exactamente en el mismo lugar.
EDELMIRA GONZALEZ
Cada vez qae un animal se levantaba de. un salto
con sordo bramido, soltando un chorro de los residuos
de .sus flojos intestinos, Siemn Caldereta, el cacique
del "Piamonte", haca con su cuchillo una muesca en
un grueso tronco de los de la empalizada y gritaba un
nmero. Uno, dos, tres. Era el nmero de reses que
ibanr quedando marcadas, ejemplares adults, destina-
dos a los vastos campos de engorde.
Un olor penetrante, a pelo chamuscado y a care
quermada, se iba esparciendo en el clido ambiente del
medi- dia. Ms de un novillo, enloquecido de dolor,
desipedia como un monigote, al sabanero que lo suje-
taba de las narices, lanzndolo contra la empalizada,
donde rebotaba como si todo su cuerpo fuera un po-
tente resort' de acero. El hombre del llano, acostum-
brado a ese encuentro curpo a cuerpo con la fiera de
la region, se levanta de un salto y sonrie con despre-
uio del enemigo que le acomete.
SEy, torito matrero!-.
Tiende ante los ojos enloquecidos del irracional que
le acomete con'ipetu salvaje. su sombrero; burla con
esta dbil defense la acometida Pra un golpe de las
astas puntiagudas, y otro, y otro, con la maestria de
i;n consagrado de los redondeles famosos. La masa de
curiosos y entusiastas apiados sobre la empalizada.
grita y ruge de entusiasmo, como si saludara en la
hazaa del toreador, el linaje de su propia sangre lla-
nlera.
La "fierra" habla comenzado con el dia. La peonada
y los imirones penas si haban pasado algn bocado a to-
da prisa. No obstante, unos y otros reforzaban sus desfa-
llecidos estmagos con la chicha y el chicheme prepa-
rados por la Mariquita, que la fama consagraba como
de los mejores que pudieran encontrarse. El propio
ALMA LLANERA
Sinmen Caldereta entregaba a Rosendo Arancibia una
panzuda garrafa de "guaro de caa", que iba pasando
de mano en mano, mejor dicho de boca en boca, hasta
quedar vaca con la ltima caricia.
Cuando comenzaba a refrescar la tarde, el alcohol
se remontaba a las cabezas; entonces bajaban de las al-
bardas las "baquetas" y comenzaba la lidia en toda regla
y la regionalisima diversion de la "monta de toros". El
sabanero, embarazado por los arreos de su complicada
.t-stimenta, calzando las enormes polainas que le cubren
todo el muslo, adornadas con la imprescindible double
fila de largas correas, con la "cutacha" al cinto y en oca-
siones calzando las pesadas espuelas, se plant ante el
toro, tendindole la vaqueta, sin ms prembulo ni de-
fensas que su arrojo y su destreza. La bestia acomete
enfurecida como si buscara en que desfogar su rabia
acumulada durante la "fierra" y el "rodeo". El hom-
bre salta y danza ante las astas puntiagudas y las na-
rices resoplantes. con agilidad simiesca. Desde la em-
palizada, la gente grita, palmotea y chilla en delirante
s Justiniano gritaba tambin hasta enronquecer; apo-
r eaba el tabique con su manecita buena y sonrea con su
mueca de dolor el desbordarse de aquella vida, vida de
los campos de ganadera, que era su propia vida: la vida
de la pampa.
El entusiasmo del llanero por el espectculo traido
al suelo americano por los conquistadores espaoles, no
es el mismo del resto de los habitantes del pas. El gus-
to del costarricense por la fiesta de toros y de caba-
!ios, resabio de su ascendencia hispana, tiene espe-
cial sabor tpico y lucimiento folklrico en la llanura
guanacasteca.
EDELMERA GONZALEZ
litoro de la region, no es el ejemplar de lidia de
los' -rdondeles espaaoles, que se coloca ante el torero
por primer vez en su vida, al pisar la arena. No es
tampoco el niovillo montaraz que se torna asustado y
huidizo ante la aglomeracin gesticulante y gritadora
que'invade el espacio en que han de encontrarse el to-
ro y el torero, en nuestras plazas de toros, remedo bur-
lesIo de los cireos espaoles.
El novillb ~de los .llanos de la pampa, es el animal
Icostumbrado a-la capee" desde becerro, que calcula las
posibilidades de defense del sabanero, antes de acometer.
Es el tlorox>natrero' y "jugado' que dicen las retahilas
y las canciones: llaneras.
Rosendo Arancibia, aquel portento que hiciera la
ms gr~ndeladmiiracin del alma del inocente Jos Jus-
tiniano, "llamaba" al toro haciendo llegar hasta sus
propias narices el olor acre y fuerte de la vaqueta.
-.Ey, toro, bravuconcito! y rozaba las astas
puntiagudas con los bordes de la vaqueta.
Toros y lidiadores, porque lo eran todos los saba-
neros, se movian en el ireducido espacio del corral ple-
no de reses. Las vacas mansas y los sementales iban
siguiendo con sus miradas lnguidas, las evoluciones
del torete enfurecido y el cuerpo del hombre que se
escurra tras la vaqueta como si se guareciera tras una
muralla.
Ni uno solo de los novillos con fama de bravo, es-
capaba de medir su fuerza y s furia con la vaqueta
Ibprladora ,y, los "posillos" d^chicha y de chicheme,
no paraban de mano en mano; pareca que las panzudas
tinajas de la Mariquita. no tuvieran fondo.
ALMA LLANERA
Los novillos ms corpullentos eran sometidos a
prueba en la segunda parte de la fiesta. Ahora si eran
escogidos, entire los ms guapos montadores, los que
ofrecian el espectculo. Rosendo Arancibia, echaba
la soga. al primer tiro, al novillo de mejor estan:-
pa. El cornpedo forcejeaba desesperadamente antes
dle someterse y acababa pegando el testuz al "bra-
madero". engaado por el sabanero que lo "llamaba"
con el sombrero despus de dar una vuelta a la soga
alrededor del poste. Se derrochaba habilidad "echan-
do" la albarda al toro y el dolo del pequefo Jos Jus-
tiniano. saltaba sobre el lomo del bruto con solo el
mpetu de sus poderosas piernas, que se -aferraban a
los costados de la fiera, formando conella un solo cuer-
po. saltante. gesticulante,. El cuadrpedo arqueaba e(
lomo y se retorca con corcovos que zarandeaban al
jinete como un monigote de caucho atornillado a la al-
barda. El hombre hacia equili.rio sobre el dorso del
animal aferrndose con las piernas, los brazos gesti -
culantes y la boca reidora, llevaban al delirio el entusias-
mo de los espectadores de la empalizada, hasta que el
toro sosegaba o caa al suelo retdido de cansancio.
Mozos (le campo, los hay, que montan al toro sin
albarda, sostenindose sobre el lomo liso y lustroso de
1:. fiera por un milagro de equilibrio, mientras aquella
salta y encorva el espinazo, bufando como un monstruo
del averno.
Cuando comenzaba la huida del sol del cenit hacia
el ocaso, volvan las "partidas" a los repastos.
Op, op, op, los gritos de los sabaneros se aleja-
han por los campos vestidos de pajonales, como una m-
sica marcial que aco faara el trote lento de los ga-
nados. Los vientres abultados de las colinas cercanas
devolvan los ecos de aquella msica que era el alma de
!a vida pastoril de la llanura.