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Title: Aletas de tiburón
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 Material Information
Title: Aletas de tiburón
Physical Description: Book
Creator: Serpa, Enrique,
 Record Information
Bibliographic ID: UF00081423
Volume ID: VID00001
Source Institution: University of Florida
Holding Location: University of Florida
Rights Management: All rights reserved by the source institution and holding location.
Resource Identifier: oclc - 3847897

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EMQUE SERPA
aletas de tibur6n













tAS gEE


CUBIERTA BASADA EN DOS DIBUJOS DE JOAN MIBO










aletas de tibur6n









CUADERNOS DE PROSA/2


ENRIQUE SERPA


aletas de tibur6n


I& habana
1968






















































DE ESTOS CUENTOS
QUE FORMAN
EL PRIMERO DE LOS
cuadernos de prosa
SE TIRARON
1.500 EJEMPLARES




































Enrique Serpa nacid en La Habana en 1899. Pu-
blica en 1925 su primer libro de versos La Miel de
las horas y forma parte del Grupo Minorista. En 1937
aparece Felisa y Yo volume de cuentos, de donde
hemos escogido el present relato. Al aifo siguiente su
novela Contrabando recibe una favorable acogida de
la critical que acn hoy en dia la consider como su
obra mis important. De estilo rico aunque a veces un
poco cargado, Serpa ha mantenido una constant labor
literaria, publicando relates de viajes, cuentos y una
larga novela La Trampa.


7


























aletas de tibur6n


Felipe tuvo la oscura sensaci6n de que el estripito
del despertador lo persegula, como un pez vertiginoso,
entire las aguas del suefio. Not6 apenas, no bien despierto
afin, que su mujer, acostada a su lado, se revolvia en
el lecho. Abri6 entonces los ojos. Y, al advertir que
un rayo de luz caia cual una pita dorada del dintel de
la puerta, salt6 al suelo con los pies desnudos. A tien-
tas busc6 el pantal6n y la camisa, colocados sobre un
caj6n, junto a la cabecera de la cama. Se calz6 despubs
unos zapatos desprovistos de cordones y se encasquet6
una gorra mugrienta. Extrajo del bolsillo de la camisa
una caja de f6sforos y encendi6 el farol de petr6leo.

Asfixiaba en el cuarto una atm6sfera pesada y acre,
hecha de olor a humedad, sudores agrios y miseria. Fe-










lipe se volvi6. Y sus ojos opacos, distraidos, reposaron
en el cuerpo de su mujer. Se hallaba tendida bocabajo,
con la cabeza entire los brazos cruzados. La tapaba a
medias una sobrecama de falsa seda azul, descolorida
y sembrada de costurones. Mostraba al descubierto una
pantorrilla, sobre la cual, despues de revolotear un
instant, se pos6 una mosca. A su lado, un reci6n na-
cido dormia con las piernecitas dobladas y los bracitos
recogidos sobre el pecho, en la posici6n que guardara
en el claustro materno. Los otros tres muchachos esta-
ban arracimados en una colombina, delante de la cual,
para evitar que rodasen al suelo, se alineaban tres sillas
desvencijadas. Uno de ellos, despues de removerse, inici6
un canturreo inarticulado. Felipe, afelpando en incredible
suavidad su mano ruda, lo meci6 lentamente, sobindole
las nalgas. El nifio exhal6 un largo suspiro. Luego se
call.

El solar comenzaba a ponerse en pie, al llamado
de la mariana. Se oy6 el rechinamiento de una puerta
metilica, abierta de un violent empuj6n. Despues, a
la distancia, el chirrido de un tranvia. Y en seguida, a
un tiempo mismo, el ronquido de un motor y el grito
estridente de una claxon. Un hombre se dobl6 en una
tos aspera y desgarrada, para concluir gargajeando gro-
seramente. Al travis de la puerta cerrada se filtr6 el
claro chas-chas de unas chancletas. Una voz infantil
son6 alegremente y le respondi6 la de un hombre. Se
abri6 una pausa. Y la voz infantil torn6 a sonar con
jubiloso asombro: "Papi, mira c6mo mira la perra
pa ti".










Felipe tom6 la canasta que guardaba sus avios de
pesca -las pitas, los anzuelos, las plomadas, un gal6n
para el agua-, y se la puso debajo del brazo. Dirigi6
una filtima mirada a la colombina en que yacian sus
hijos y sali6 del cuarto.

En la puerta del solar salud6 a una vieja, arrugada
y consumida, que era apenas la sombra de una mujer:

--Ambrosio c6mo sigue? -le pregunt6.

La vieja deform6 su rostro en una expresi6n de
angustia:

-Mal, m'hijito, muy mal. Mersi busc6 anoche al
medico de la casa de socorros, porque estaba muy malo;
pero no quiso venir, porque dice que no s6 qua, que
no le tocaba; pero que ahora por la mariana vendria
otro, que aqui lo estoy esperando. Yo creo que se mue-
re, m'hijito.

-Eso nadie lo sabe. A lo mejor se pone bueno y
nos entierra a t'os -dijo Felipe, impulsado por el deseo
de reanimar a la vieja.

La evocaci6n circunstancial de la muerte, sin em-
bargo, entenebreci6 sus pensamientos. Y, de sfbito, al
reanudar su camino, advirti6 que estaba recordando un
incident del cual habia sido protagonista la tarde an-
terior. Provocado por uno de esos actos abusivos que
transforman en homicide al hombre mis pacifico y
ecuinime, pudo haber tenido consecuencias trigicas. La










cuesti6n habia surgido por unas aletas de tibur6n. Des-
de hacia much tiempo, Felipe, como los demis pesca-
dores de La Punta y Casa Blanca, evitaba pescar la
citada clase de escualos. Un decreto del Presidente de
la Repfiblica habia concedido el monopolio de tal pesca
a una compafia que, en la imposibilidad de realizarla
por su propia cuenta, trat6 de explotar inicuamente a
los pescadores particulares. Hasta entonces la pesca del
tibur6n habia sido el sost&n de numerosas families po-
bres del litoral. Un asiitico, comerciante de la calle
Zanja, compraba, para salarlas y exportarlas a San Fran-
cisco de California, aletas y colas de tibur6n, que cons-
tituyen, con el nido de golondrinas y la sopa de esturi6n,
los manjares mis preciados de la cocina china. Pagaba
dos pesos por el juego de aletas. Lo cual resultaba un
buen negocio para los pescadores, habida cuenta que
se beneficiaban, ademis, con el resto del animal: el es-
pinazo, con el cual fabricaban curiosos bastones, que
parecian de marfil; los dientes, pregonados como amu-
letos contra la mala fortune, y la cabeza que, una vez
disecada, era vendida como souvenir a los turistas ame-
ricanos.

Y he aqui que, inesperadamente, habian dictado
aquel maldito decreto, que, como un ariete, empuj6 al
comerciante chino fuera del negocio. El asunto, sin em-
bargo, no pareci6 excesivamente malo al principio, cuan-
do s61o era dable atenerse a la teoria. Arribaron al
litoral unos agents de la Compaiiia Tiburonera y for-
mularon una oferta que los pescadores, sin poder aqui-
latarla convenientemente, juzgaron razonable. Les com-
prarian los tiburones, pagindoselos de acuerdo con lo











que midieran. Hablaban tan elocuente y ripidamente
aquellos hombres, que los pescadores aceptaron la pro-
posici6n jubilosos y hasta con un poco de gratitud. Pero
en seguida pudieron constatar que habian sido engafiados.
La cosa no era como la pintaran los agents de la
Compafiia, y para que un bicho valiera un peso debia
tener proporciones que escapaban de las medidas co-
rrientes. Ademis, era precise entregarlo complete, sin
que le faltase la cola, ni una aleta, ni un pedazo de
piel siquiera.

Los pescadores, sabiendose defraudados, comenzaron
a protestar, reclamando un aumento en el precio. Pero
la Compafiia, sin pararse a discutir, les impuso temor,
hablindoles del decreto presidential que la amparaba y
amenazindolos con la cArcel. Comenz6 entonces a ejercer
tirinicamente su derecho. Y, para no ser burlada, tuvo
a su disposici6n la Policia del Puerto, que, estimulada
por un sobresueldo subrepticiamente abonado por la
Compaiia, derrochaba mis celo en sorprender a los pes-
cadores furtivos de tiburones que en perseguir a los
raqueros y contrabandistas. Aquello resultaba una into-
lerable injusticia, agravada por el hecho de que la Com-
pania todo lo aprovechaba en el tibur6n. Vendia las
aletas a los chinos, los huesos a una fibrica de botones
y la piel a las tenerias. Del higado extraia un lubricante
excelente, expendido en el mercado como aceite de ba-
lena. Y, como si eso todo fuera poco, salaba los cazones
-tiburones de pocas semanas de nacidos- para ven-
derlos bajo el rubro de bacalaoo sin espinas".

Todo ello hizo que ,al cabo de cierto tiempo, los











pescadores determinaran no pescar tiburones. Y si, a
pesar de sus prop6sitos, alguno se prendia al anzuelo
cuando estaban agujeando, preferian matarlo y abando-
narlo descuartizado en el mar, antes que cedirselo a
la Compafiia por treinta o cuarenta centavos.

Felipe, naturalmente, habia imitado la conduct de
sus compafieros. Pero como 61 decia: "cuando las cosas
van a suceder..." Hacia ya tres dias que estaba yendo
al alto y no habia logrado pescar un pargo, ni un cecil,
ni siquiera un mal coronado que, aunque propenso a
la ciguatera, encuentra siempre compradores entire fon-
deros sin escrfpulos que, a cambio de ganar unos cen-
tavos, se arriesgan a intoxicar a sus clients.

Y de pronto, un tibur6n habia venido a rondar su
bote. Era un cabeza de batea, de unos quince pies de
largo, con las aletas grandes y anchas como velas de
cachucha. Instintivamente Felipe inici6 un movimiento
hacia el arp6n. Pero sinti6se inmediatamente frenado por
la idea de que no debia pescar tiburones. Y se puso a
contemplar el escualo, que semejaba un gran tronco
oscuro y flexible. Eso era: un tronco, un verdadero
tronco. iCuinto podria valer? Felipe calcul6 que cual-
quier chino de Zanja daria, sin discutir, dos pesos por
las aletas y la cola. En realidad, debia tomar aquellos
dos pesos que el mar le deparaba generosamente en
unos moments de penuria extrema. Dos pesos eran tres
comidas abundantes para sus famelicos hijos. Pero, (y
la Policia? iY los agents de la Compafiia Tiburonera?
En el Malec6n vigilaba siempre alguno de aquellos
malos bichos, en espera de que regresasen los botes











pesqueros, para ver si trafan tiburones o aletas. Y si
bien a veces se conformaban con decomisar la pesca,
otras veces, y no raras, por cierto, se obstinaban en
arrestar a los pescadores. Y despubs, ya era sabido: cin-
co pesos de multa en el Juzgado Correccional, donde
ni siquiera les permitian hablar para defenders. No,
no era cosa de "buscarse un compromise" sin necesidad.
Total, "no iba a salir de pobre". Dos pesos, sin embar-
go, eran dos pesos. Y por much que se afanase era
possible que aquel dia su mujer no pudiera encender el
fog6n. Al fin y al cabo la pesca era casi un juego de
azar y no siempre la suerte corresponde al esfuerzo. iSi
dependiera de uno el que los peces picaran! iY aquellas
aletas alli, al alcance de las manos! Como si dijera, dos
pesos...

Bruscamente, Felipe se decidi6. Eran dos pesos a
su disposici6n, iqu6 diablo! Ripidamente, para entrete-
nerlo mientras armaba el arp6n, arroj6 a la voracidad
del escualo unos machuelos casi podridos, dos carajuelos
blancos, una pintada, toda la carnada que tenia a bordo.
El tibur6n asom6 fuera del agua sus rigidas aletas dor-
sales, hacienda relampaguear al sol su vientre blancuzco.
Engull6 uno tras otro, entreabriendo apenas sus fauces
de acero, los machuelos, los carajuelos, la pintada. Cuan-
do hubo terminado, se zambull6 mansamente, para rea-
parecer, pocos minutes mas tarde, junto a la popa del
bote.

El arp6n, certeramente disparado por Felipe, fue
a clavarse en la nuca del escualo, que se debati6 en
convulsos temblores, en tanto su cola frenetica zapa-











teaba entire un torbellino de espuma. Unos golpes de
porrifio en la cabeza fueron bastante para aquietarlo.
Y un cuarto de hora despues, su cuerpo, limpio de las
aletas y la cola, se hundia girando sobre si mismo, para
servir de past a sus congeneres en el fondo del mar.
Tras el cuerpo mutilado qued6, como una protest mu-
da y fugitive, una estela de sangre.

Felipe, despues de ensartar las aletas y la cola en
un trozo de pita, bog6 hacia la costa. Le era precise
arribar al Malec6n lo mis pronto possible, para ir tem-
prano al barrio chino, en busca de un comprador. Acaso
con Chan, el duefio del "Cant6n", pudiera legar a un
acuerdo. En fltimo extreme, le cambiaria las aletas por
viveres.

Y de sfibito habia Ilegado la fatalidad enfundada en
un uniform azul. Apenas acababa Felipe de amarrar su
bote al muerto, cuando lo sobresalt6 una voz ispera y
zumbona:

-Ahora si que no lo pud's negar; te cogi con la
mano en la masa.

Y al volverse, con el coraz6n sobrecogido, vio a
un policia que, sonriendo malignamente, apuntaba con
el indice las aletas del tibur6n. Tras un instant de si-
lencio, el guardia agreg6:

-Voy a llevirmelas.

Se inclin6 para coger las aletas. Pero no lleg6 a
tocarlas, porque Felipe, dando un salto, las levant6 en
su diestra crispada.










-Son mias... mias... -borbot6 convulsivamente.

El policia qued6 un moment estupefacto, al tro-
pezar con aquella conduct inesperada. Pero inmediata-
mente reaccion6, anheloso de rescatar su autoridad en
peligro:

-Vamos, trae p'aci, o te Ilevo p'alante a ti con
las aletas.

Felipe lo observ6 entonces detenidamente. Era un
hombre de menguada estatura, flaco y desgarbado. Su
fisico precario contrastaba violentamente con su voz es-
tent6rea y la actitud de gallo de pelea que habia asu-
mido.. Felipe contrajo involuntariamente el cefio y los
biceps. Y al sentir el vigor y la elasticidad de sus
miusculos, se dijo, mentalmente, "que aquel tipejo no
era media trompi de un hombre".

En torno a Felipe y el policia, entretanto, se habia
formado un corro de curiosos.

-Dimelas, o te va a pesar.

-Diselas, Felipe -le aconsej6, con voz insinuante,
un viejo pescador de tez cobriza. Y cambiando el tono:

-iOjala que le sirvan pal medico!

Felipe sinti6 como un peso abrumador las miradas
de innumerables ojos fijos en el. Y su dignidad de
hombre, rebelde a la humillaci6n injustificada, presinti6
las sonrisas burlonas y las frases ir6nicas con que des-











puss habrian de vejarlo los testigos de la escena. Ademis,
la sensaci6n neta y atormentadora de que era victim de
una intolerable injusticia, lo concitaba a la desobedien-
cia "pasara lo que pasara".

-Te estoy esperando.
La apremiante voz del policia era una vibraci6n de
c6lera y amenaza.

-Ni pa usti ni pa mi -declar6 Felipe, d6cil a
una resoluci6n sfbita. Y, tras de haberlas revoleado
sobre su cabeza, lanz6 las aletas al mar.

El policia, trimulo de indignaci6n, lo conmin6 a
que lo acompafiase a la Capitania del Puerto. Pero Fe-
lipe, en parte porque lo trastornaba el furor y en parte
por amor propio, se neg6 a dejarse arrestar. Nadie pre-
sumia el desenlace que podria tener la escena. Pero,
afortunadamente, un official del Ej&rcito, que se habia
acercado, intervino. Con voz autoritaria le indic6 al
policia que se tranquilizara y a Felipe que se dejara
conducir a la Capitania:

-Lo mejor es que vaya. El vigilante tiene que cum-
plir con su deber.

Pero Felipe protest. Y expuso razones. Aquel po-
licia parecia dispuesto a maltratarlo:

-Y yo no se lo voy a consentir. Si me da un
palo... ibueno! -Y en su reticencia tembl6 implicit
una amenaza.











Al cabo transigi6 con una formula: se dejaba arres-
tar por el teniente, pero no por el guardia. El military,
que era, por excepci6n, hombre comprensivo, accedi6.
El policia acept6 tambi6n aquella soluci6n, aunque con
visible desgano, porque al aceptarla consideraba merma-
do el principio de autoridad. Y durante todo el trayecto,
hasta la misma Capitania del Puerto, estuvo mascullando
amenazas. De cuando en cuando alimentaba su c6lera
mirando de trav6s a Felipe.

Y ahora, mientras caminaba hacia el Malec6n, Fe-
lipe recordaba todo aquello. Pens6 que acaso el policia
no hubiese quedado satisfecho. No, seguramente que no
estaba satisfecho, y en cuanto pudiera se la cobraria.
Mal negocio se habia buscado por una porqueria de
aletas.

Al legar a la bodega de Cuba y Cuarteles vio al
padre del Congo, con quien se habia puesto de acuerdo
para salir juntos al mar. Le pregunt6 por 1l:

-iUhh, ya esti en la playa, hace rato!

Apresur6 el paso. Y de repente, al doblar por la
antigua Maestranza de Artilleria, le llen6 los ojos la
visi6n de un uniform azul, erguido sobre el malec6n.
"Ya se enred6 la pita -pens6-. Ese debe ser el guar-
dia". Lo domin6 un instant el prop6sito de volver sobre
sus pasos. Y no era que tuviese miedo. De que no
tenia miedo a nadie ni a nada, ni a hombre alguno en
la tierra ni al mal tiempo en el mar, podian dar fe











cuantos lo conocian. No tenia miedo, no; "pero lo me-
jor era evitar". La idea de que habia pensado huir, sin
embargo, lo abochorn6, asomindole al rostro un golpe
de rubor. Y avanz6 entonces resueltamente, con paso
firme, casi rigido, con una tension nerviosa en que, pese
a todo, velaban la expectaci6n y la angustia.

Poco despubs pudo constatar que su intuici6n no
lo habia engafiado. Ali estaba el policia del incident,
con su actitud desp6tica y provocative, engallado como
un quiquiriqui. Ya el Congo habia aconchado el bote
contra el malec6n y estaba colocando el mistil para
desplegar la vela. Felipe, al acercarse, not6 que el po-
licia lo miraba de reojo.

-...son boberias -afirm6 el Congo, continuando
su conversaci6n con el vigilante.
Y 6ste:

--Boberias?... iNinguna boberia! Yo soy aqui el
toro. Mira ese, a la primer que me haga, le doy cuatro
palos.

Felipe, sintiendo en lo mis hondo la vejaci6n de
la torpe amenaza, tuvo la intenci6n de abofetearlo, "pa
que le diese los palos". Pero se contuvo:

-Compadre, dejeme tranquilo. iNo le basta lo de
ayer?

-- Tranquilo? -Su voz era sarcistica, aguda como
la punta de un bichero-. Tranquilidad viene de tranca.
Vas a saber lo que's bueno cuando menos te lo figures.
Te salvaste ayer por el tenientico ese... Pero a la pri-
mera que me hagas, te doy cuatro palos.











Felipe logr6 dominarse ain, tras un energico es-
fuerzo de voluntad. Dirigi&ndose al Congo, se lament:

-iMira qu6 salasi6n tan temprano!

El policia se burl6:

-iAhora estis mansito, (eh? iC6mo no hay gente
para defenderte!

Habia tal sarcistico desprecio en su voz, que Felipe,
perdido ya de c61era, salt6:

-iPa defenderme de ust.... de ust6 que...

La frase se le quebr6 en la garganta, destrozada por
la ira. Transcurri6 un minute que le pareci6 un siglo.
Trat6 de hablar; pero la c61era era un nudo en su gar-
ganta. Un coigulo de sangre espesa que le impedia
hablar. Y entonces, incapaz de articular una palabra,
tuvo la impresi6n clara de que su silencio seria torado
por cobardia. Tal idea lo estremeci6 como un golpe en
la quijada. El coagulo de sangre le subi6 de la garganta
a los ojos, de los ojos a la cabeza. Y ciego y mudo de
furor, avanz6 hacia el policia con los pufios en alto.

Un detonaci6n seca turb6 la quietud de la mafia-
na. Felipe, sin comprender c6mo ni por que, se sinti6
bruscamente detenido; luego, caido sobre el malec6n,
con los ojos niufragos en el cielo. Advirti6, destacada
contra el azul diifano, una nube alargada y resplande-
ciente. "Parece de nicar" -pens6. Y rememor6, con










extraordinaria claridad, las delicadas conchas que habian
decorado sus aiios de nifio menesteroso. Las escogia cui-
dadosamente junto al mar. Unas eran de blancura per-
fecta; otras, de un color mis tierno: un rosa pilido
maravilloso. Tenia muchas conchas, innumerables con-
chas, guardadas en cajas de cart6n, cajas de zapatos
casi todas. "Y ahora tengo que comprarles zapatos a
los muchachos, que andan con los pies en el suelo".
Este pensamiento, hiriendolo de sibito, lo devolvi6 a
la realidad. Record, en vertiginosa sucesi6n de imigenes,
su dispute con el policia. iDiablo de hombre empefiado
en desgraciarlo! (Habia Ilegado a pegarle? Una inde-
cible laxitud, suerte de fatiga agradable, le relajaba los
m6sculos. Un inefable bienestar lo adormecia. Y de
repente tuvo clara conciencia de que se estaba muriendo.
No era laxitud, ni bienestar, ni cansancio, sino la vida
que se le escapaba. iSe estaba muriendo! iY no queria
morir! iNo podia morir! iNo debia morir! iQu6 iba a
ser de sus muchachos? Tenia que defender su vida, que
era la vida de sus muchachos. Defenderla con las ma-
nos, con los pies, con los dientes. Tuvo deseos de gritar.
Pero su boca permaneci6 muda. iMuda, muda su boca,
como si ya estuviese Ilena de tierra! iPero auin no es-
taba muerto, a6n no estaba muerto! Y sinti6, como una
tortura, el ansia de ver a sus hijos. Verlos. iVerlos aun-
que fuese un instant! Sus hijos. iC6mo eran sus hijos?
Intent6 concretar la imagen de sus muchachos, que se
le fugaba, desdibujada y fugaz. Oy6 lejanamente, opa-
cada por una distancia de kil6metros, la voz del Congo.
Y otra voz. Otras voces. iQue decian? No lograba con-
cretar la imagen de sus hijos. Veia los contornos vagos,











borrosos, de una fotografia velada. Los pirpados de
plomo se le fueron cerrando pesadamente. Su boca se
torci6 en un afin desesperado. Y. al cabo, acert6 a
balbucir:

-Mis... hijos... mis... mis...

Lo agit6 sibitamente un brusco temblor. Despubs
se qued6 inm6vil y mudo, quieto y mudo, con los ojos
contra el cielo.

En el pecho, sobre la tetilla izquierda, tenia un
agujerito rojo, apenas perceptible, del tamafio de un
real.
















































aletas de tibur6n
DE ENRIQUE SERPA
SE ACABO
DE IMPRIMIR
EL DIA
10 DE ABR1L
DE 1963
EN LA UNIDAD 212-16
JUAN LEFONT
EN LA HABANA
CUBA
TERRITORIO LIBRE DE AMERICA
LA EDICION ESTUVO
AL CUIDADO DE
ABELARDO PIN EIRO
Y EL DISERO FUE REALIZADO
POR
FAYAD JAMIS
















THIS VOLUME HAS BEEN
MICROFILMED
BY THE UNIVERSITY OF
FLORIDA LIBRARIES.


























cuadernos
de
prosa

1 / LUIS FELIPE RODRIGUEZ:
marcos antilla
2 / ENRIQUE SERPA:
aletas de tibur6n

cuadernos
de
poesia

1 / MIGUEL HERNANDEZ:
canto de independencia
2 / ABELARDO PIREIRO:
en mi barrio
3 / PAYAD JAMIS:
la pedrada
4 / MANUEL DE ZEQUEIRA
Y ARANGO:
oda a la pifia
5 / ATILA JOZSEF:
coraz6n puro









/2


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