A .
SCATA
sus
PROLOGO
CUENros
DE
EDUADDO BARRIOS
NASCIMENTO
r<,,.D OPIA
4a~6~;~4~%~g~s&~
HE~RN~
ALGUNAS OPINIONS ESPAOLAS
sobre la obra de
A. HERNANDEZ CATA
Hernndez Cat puede y debe dar cualquier
da, a las letras hispanas, una obra maestra.
-B. PEREZ GALDOS.
Caracterizan 4 este escritor la fuerza y la sobrie-
dad del estilo y la viian penetrante.-EMI-
LIA PARDO BAZAN.
Hernndez CatA no haee los libros de prisa y al
modo industrial tan en boga. Tiene el don de la
emocin, que es uno de los privilegios espirituales
del verdadero artist, y tiene el mrito de la no-
vedad.-EDUARDO GOMEZ DE BAQUERO.
a Voluntad de Dios- es uno de los libros de
estos ltimos tiempos que se leen con mis
pasin y que mis dean es el alma. Bastarla 1
solo, y tiene varios hermanos mayores, menores y
gemelos, para consagrar a s autor.-JACINTO
BENAVENTE. *
La Mitologa de Martil es el libro ms impor-
tante para las relaciones de Espala y Amrica
publicado en los ltimos veinte aAos.-DIONI-
SIO PEREZ.
Tengo por cierto que ninga hombre, al volver
la ultima pgina del breve y apasionado libro
-El ngel de Sodoma~, tendr delante de sus ojos
otra imgen que una noble, normal y fervorosa
exaltacl6n de la mujer.-GREGORIO MARA-
NON.
En today la obra de Hernindez Cat, obra de
verdadero artist y de verdadero pensador, des
taca esta novela--La muerte nueva -por la
que pasa un soplo turbador, exasperado y comu-
nicativo.-ANTONIO ESPINA.
OBRAS DEL MISMO AUTOR
CUENTOS PASIONALES. 5.- edici6n.
PELAYO GONZLEZ. 5.' edicin.
LA JUVENTUD DE AURELIO ZALDVAR. 4.- edicin.
Los FRUTOS CIDOS. 6.a edicin.
EL PLACER DE SUFRIR. 5.- edicin.
Los SIETE PECADOS. 5.a edicin.
UNA MALA MUJER. 4.8 edicin.
LA MUERTE NUEVA. 4.' edicin.
LA VOLUNTAD DE Dios. 3.- edicin.
LA C4SA DE FIERAS. 5.a edicin.
EL CORAZN. 2.- edicin.
LIBRO DE AMOR. 3.' edicin.
EL BEBEDOR DE LGRIMAS. edicin.
PIEDRAS PRECIOSAS. 2.* edicin.
EL ANGEL DE SODOMA. 2.- edicin.
MITOLOGIA DE MARTI. 2.' edicin.
EL GIGANTE Y LA NIRA DBIL.
UN CEMENTERIO EN LAS ANTILLAS. 3.a edicin.
CUATRO LIBRAS DE FELICIDAD. 2.a edicin.
TRADUCCIONES
AL INGLES: EL NGEL DE SODOMA, traduccin de Waldo Frank.
Los FRUTOS ACIDOS, traduccin de Charles H. Hogarth,
HACIA LA LUZ, traduccin de Angel Flores.
AL FRANCES: CUENTOS, Los MUERTOS, HACIA LA LUZ, LA PIEL, traduccin de Joseph
Peyr.
AL ITALIANO: EI. PLACER DE SUFRIR, Los MUERTOS, CUENTOS, traduccin de Gilberto
Becari, Giulio de Medici y Fausto Martini.
AL ALEMAN: LA VOLUNTAD DE Dios, traduccin de Matilde Neumark.
AL HOLANDES: CUENTOS, traduccin de Van Ralte.
AL PORTUGUES: EL BEBEDOR DE LGRIMAS, Los SITE PECADOS, HACIA LA LUZ, CUEN-
TOS, traduccin de Ral Proenca y Novais Teixeira.
A. HERNNDEZ
SUS
MEJORES
CUENTOS
PRLOGO DE
EDUARDO BARRIOS
AN A-S
SANTIAGO
C IM
1936
E N T O
CHILE
UNIVERSITY OF FLOR11A LUZRARO
C AT i
Es propiedad
Inscripcin Nm. 4604
Impreso en los talleres de
la Editorial Nascimento
-Ahumada 125-
Santiago de Chile. 1936.
N.o 1554
SEUDOPROLOGO
SUES bien, heme aqu en la actitud del prolo-
Sguista superfluo. Alfonso Hernndez Cat lleg
a Chile precedido de su obra, es decir, de una
labor de treinta aos, vasta y varia, profunda y empi-
nada. Obras maestras en todos los gneros, como LOS
MUERTOS en el de la novela corta, LA GALLEGUITA en
el del cuento, EL ANGEL DE SODOMA en el de la gran
novela, DON LUIS MEJA en el dramtico y LA CASA DE
FIERAS en ese plano de ponderacin spiritual que se
llama la irona, haban esculpido la firma del gran es-
critor en la tabla de los valores mximos. Para los chi-
lenos, haba pasado ya, en la geografa literaria, a la
universalidad. Muchos le haban ledo primero traduci-
do al francs o al ingls. Todos le situa'ban en las letras
castellanas, dejando a Cuba, su cuna y su patria, a pe-
sar [de su cubanismo constant y de representarla en el
extranjero con entusiasmo y dignidad desde hace much,
como el mero dato erudito que se aade-sin aadir
nada-cuando se pone el nombre de Alcal de Henares
tras el de Cervantes. (Dentro de la atmsfera spiritual,
A. H E R N N D E Z
los pauses se hallan bajo el signo de sus grandes hombres).
Y de pronto vino a Chile. Le vimos y le omos. Confe-
rencias, cursos en Ca Universidad, actuacin de verbo y
sabidura en la Conferencia Internacional del Trabajo.
Todo lo cual significa que cuando se me viene a pedir
un prlogo para un florilegio de sus cuentos, ya la
gloria le precede y le contina.
Sin embargo, el editor-este don Carlos George Nas-
cimento a quien tanto debemos-quiso presentacin. Y
yo, confieso, sin medir la cuita en que haba de verme,
resbal tentacin abajo. Sostena don Carlos que pocos
lectores satisfacen su admiracin curiosa yendo a bus-
car en las enciclopedias los antecedentes del autor que
les cautiva, y yo me dej convencer: tanta erala tentacin
de honor.
Por esto, nada ms que por esto, por celo de editor
que persigue el bien servir a sus clients y orgullo-de
escritor que echa sobre s una honra, este volume lleva
prlogo mo.
Y seudoprlogo titulo mis pginas porque-Hernndez
Cat no cabe, analizado de veras, en un pliego impreso
en octavo o en diecisis. La obra del maestro exige ya el
ensayo, el studio reposado y prolijo, de cientfica reve-
lacin de virtudes y discursivo aporte de las leyes est-
ticas deducibles del anlisis.
Conozco pocos escritores cuya obra se halle tan estre-
chamente ligada a ellos en cuanto hombres. Os encontris
ante Hernndez Cat, oyndole y vindole vivir, y os
parece que le estis leyendo. Cabria decir que el hombre
vive en estado literario y que su obra vive en estado hu-
mano. Para tratar el asunto ms balad, Hernndez
Cat se sita en el ngulo spiritual desde cuyo vrtice
se distingue la entraa esttica y significativa de las
C A T
SUS M EJORES C U ENTOS
cosas; luego, habla, descubre, alumbra, revela. Cuanto
dice result inevitablemente arte, porque el arte no es
otra cosa que revelacin, en su quid radical; y luego,
milagro comunicativo en su cumplimiento. Posee este
gran artist una erudicin cientfica excepcional, que se
adivina, que l ha transformado de conocimiento en
cultural, de alimento en fuerza; y esta cultural, sin reme-
dio, se vuelve arte en l, porque cuanto hay de objetivo
en ella se subjetiviza al ser captado por el temperament
creador. No me causara la menor extraeza el or
a un hombre de mera ciencia negar la cultural cient-
fica de Alfonso Hernndez Cat; como no me sorprende
el haber ledo en Gregorio Maran, hombre de ciencia
y arte a la vez, la afirmacin de que Cat asombra por
su profundo conocimiento de la psiquiatra y de las
neurosis. Y este disfraz de la ciencia es necesario, in-
dispensable al artist. Su obra ha de hallarse tan satu-
rada de subjetivismo, que luego, en la serenidad supre-
ma de la forma externamente objetiva, se nos present
como un espontneo milagro, como la verdad sencilla
de un nio, como la ingenuidad de un simple.
Yo he visto, adems, vivir a este artist. S cmo com-
promete su sensibilidad toda en sus actos. Le oigo ra-
zonarlos y le siento sufrirlos. En todos sus pasos deviene
el drama, del concept crucificando el temperament.
Y en la intensidad con que se desarrolla este process se
nutre la raz de su personalidad. En su obra today, veris
por esto el dolor.
Hay quienes suponen a Hernndez Cat un romn-
tico, a causa de las apariencias que de todo esto suben
a la superficie. Yo mismo, por algn tiempo, as lo cre.
El recuerdo de su llegada a Stntiago sola presentrseme
como un smbolo. El Gobierno, ignoro por qu, envi a
A. H E R N
la estacin para l, no un automvil, sino una de sus her-
mosas carrozas de caballos; y ese fausto de realeza, ese
cofre seoril y rodante, evocador de rasos y gorgueras,
se me ocurri por much tiempo un acierto del azar. Un
corazn sangrante y una tizona ensangrentada' podan
habernos llegado all, bajo las ropas contemporneas
del embajador. Luego vi que no era precisamente eso.
Haba en l un exaltado bien cogido en la ms estricta
discipline mental, una sentimentalidad rica hasta la
llamarada pero vencida siempre por un criterio alerta
y sabio. Slo que, tambin, haba un dulce gozarse en el
sufrir. Hoy me parece ms bien un carcter fuerte y equi-
librado que cede su gaje indispensable a la flaqueza por
una ntima va masoquista. Por inclinacin o por sis-
tema, el placer esttico predominant de este artist es
el placer del dolor.
Su figure y su trato personal pueden ayudarnos en
el esclarecimiento que buscamos. Da la sensacin de una
contextura robusta, suavizada por finuras que la van
envolviendo y haciendo leve a la sensibilidad. La cabeza,
fuerte y altiva; pero laureada en las sienes con la ceniza
blanca de la experiencia reducida a bondad. La frente,
elevada y enrgica; pero suspendida sobre unos ojos
de sedoso destello y velada por una tez de albura aba-
cial. La boca, expresiva, con huellas de todos los gestos,
desde el heroico hasta el humilde, desde el vehemente
hasta el desmayado, desde el de la clera hasta el de la
irona; pero esos labios que saben medir el ruego y la
hiel, estn siempre dciles a la sana risa, 'y se abren
para que los dientes lo confundan todo en lampo .blanco
de humana fraternidad. Habla con encendimiento, y
la voz aterciopela el ardor. Tiene la fuerza expre-
siva del espaol, la misma riqueza de lenguaje, igual
N D'E-
C A T
SUS MEJORES CUENTOS
fogosidad interior; mas todo este poder apaga las estri-
dencias en cierta molicie criolla, moderada y sagaz.
Su espritu, en la conversacin, nunca prime ni encan-
cila a nadie; da sus propias verdades iluminando las
ajenas. Por esto, dialogar con l result un sereno con-
tinuarse a s mismo. Las mujeres han de tomarle al
pronto como un conquistador y, al cabo de amarle un
tiempo, han de envolverle y ampararle con amor mater-
nal. Acaso por todo esto su arquetipo pasional hall
encarnacin artstica en Don Luis Meja.
Humano, por encima de sabio; artist, por encima de
human. As podra calificarse al autor de estos cuentos
que vais a leer. Y vamos a tratar slo ste entire todos sus
aspects, porque nicamente de sus cuentos os vais a
enterar en este volume. Es multiple la personalidad
de Hernndez Cat y difcil result precisar primaca
entire los diversos valores de su obra, que va desde la ra-
zn fra del ensayo hasta la temblorosa emocin del
poema. La idea just de toda justeza, la vision penetran-
te y comunicativa, la intuicin certera y como trada de
ancestral sabidurwa, pasin, violencia, suavidad, son hi-
los de la trama slida y fina de su obra. Como el buen
tejedor, ha urdido as, con hebras de todos los matices, su
tela extensa y perdurable. Pero en el cuento ha encontra-
do acaso la tnica de su labor.
6)70 caer, yo tambin, en esa tentacin de sirena que
a tantos ha llevado a definir el cuento. Para mi, no-
vela (grande o corta) y cuento no presentan diferencia de
profundidad. Y la profundidad, la profundidad arts-
tica, es lo que importa. Cuentos hay que valen por una
novela, como LA GALLEGUITA, que aqu leeris, y nove-
A. H E R N N D E Z
las que apenas significant un cuento extendido. Puede
haber ms labor en la novela, ms obra de arquitectura
y composicin; pero si no llega a ser un gran cuento en
cuya extension otros cuentos se han comprendidos no
hay en ella otra superioridad que la material y laboriosa.
El cuento, siempre, es vertical; es la revelacin de una
verdad artstica con eliminacin mdxima de superfi-
cie y mximo penetrar hacia la hondura. En su forma
externa o literaria, el cuento reduce una verdad total a
su emocin esttica, como una frase puede resumir la
meditacin de un libro, como un verso puede hacer de
toda una vida un solo temblor.
Por eso tambin el cuentista ha de recurrir a tantas
y tan diferentes formas. En ninguno de los' gneros li-
terarios, como en el cuento, se advierte mejor la verdad
de que cada motivo exige su forma propia. El buen
cuentista sabe que, si no acierta con esa forma nica
que calza perfectamente al asunto, ste se malogra o para,
a lo sumo, en acceptable remedo. Hernndez Cat posee
como pocos este don de distinguir la forma propia de los
asuntos que la vida, suya, ajena o universal, le brinda.
Por algo dijo Flaubert al principiante que le hablaba
del asunto que tena para un cuento: Amigo mo,
el asunto es saberlo hacer.
Y hemos llegado a otro punto, al que permit decir
si un cuentista es maestro o no: el saber hacer. Podra de-
cirse que saber hacer es alcanzar un equilibrio ponde-
rado entire la composicin del suceso y su forma comuni-
cativa. No hay maestra all donde la concepcin no se
ha hecho inseparable de su forma y donde la forma ha
desviado su process de la expresin ceida y complete.
Cabal. Nada puede faltar, nada puede sobrar.
Pero he aqui que el motivo de un cuento rechaza muy
C A T~
SUS MEJORES
a menudo todas las normas de la preceptiva. Hay oca-
siones en las cuales la verticalidad del cuento ofrece al
maestro la oportunidad de lucir su poder, de suplir la
extension a que un auunto pareca destinado fatalmente,
de negar a ste su forma obligada de novela, de robar a la
novela algo de su haber, de contradecir en apariencia
toda ley y de salir no obstante airoso de la empresa.
Caso tpico de este triunfal esfuerzo me parece el cuento
NOVENTA DAS. Hernndez Cat renuncia en l a la
accin, al process eslabonado, al desarrollo, a todas las
formas que su maestria le dictaba para el perfect ajus-
te; y lo avienta todo, para lograr, por medio de una
como condensacin de la atmsfera psicolgica del asun-
to, una obra de adite cumplida y tan viviente como la que
la via natural le aseguraba.
Hernndez Cat demuestra, pues, la maestra del
saber hacer, ms all de lo normal; llega a la jactancia
de probar que para un gran talent lo vedado no signi-
fica impossible.
No precisa la minuciosidad del ensayo en palabras
preliminares como estas, no destinadas a prolongar en
razn un libro, sino tan slo a abrirlo, como incitante de
'la comprensin durante su lectura. Pasemos, entonces,
rpidamente sobre la diversidad tcnica y artstica que
luce los cuentos reunidos aqu. Ellos mismos exhibi-
rn su gama multiple, modulada en todos los matices:
episodio, accin desnuda, exposicin objetiva, desarro-
llo evocado, delirio, anlisis psicolgico, emocin deri-
vada del saber cientfico, en lo cerebral; violencia pa-
sional, dulzura, terror, injusticia humana, fatalidad,
complicidad de las cosas, en cuanto a enjundia dram-
tica; identificacin con el dolor o la dicha, serenidad, in-
diferencia de plano superior, irona, protest, perdn,
C U N 0
A. H E R N N D E Z
en lo que a la actitud spiritual del autor corresponde.
Veamos en cambio caractersticas de estilo.
En pocos casos, estilo y hombre son uno y lo mismo
como en este maestro de arte y lengua. Verle actuar,
sentir y pensar, orle hablar y leer sus escritos causan
la impresin de un todo indivisible. Cuando le tratamos
sostenidamente, su literature nos parece su personali-
dad misma venida al encuentro nuestro. Al leerle, omos
su voz, la puntuacin nos marca su acento personal, la
tnica de los diversos cuentos nos repite el registro de
sus modalidades anmicas, y aun aquellos puntos en
que el autor calla y sugiere, o calla y oculta, se nos tor-
nan ndices tendidos hacia moments de su vivir que
despertaron nuestra inquietud. Le he odo varias veces
hablar del amor que tiene a su oficio de escritor. Eso me
parece uno de esos errors con que el hombre cree expli-
carse. A mi juicio, en Hernndez Cata, la unin indi-
soluble de hombre y literato consiste en que humanidad
y arte son en l components de un estilo. Ingeniosamen-
te, cabra decir que Dios cre primero un estilo y luego
dedujo de l un hombre y una obra.
El estilo Hernndez Cata pertenece, sin embargo, a una
estirpe. Desciende de una raza y la personifica. Espaa
y yo somos as, seora, dijo una vez Marquina, el co-
laborador del DO\' LUIS MEJIA. El personaje en quien
tales palabras puso el poeta era tambin un estilo, per-
teneciente a la estirpe a la cual Hernndez Cat perte-
nece. Este maestro lo es de lengua, pensamiento y vision
al mejor modo hispnico. De Amrica llev la savia, el
sentido del color y de los sabores, y cierta pujanza ind-
mita. Pero en Espaa, en Madrid, se ordenaron sus
fuerzas y adquiri, sin perder ninguna de las virtudes
C A T
SUS M EJO R E S CUENTO S
autctonas, un orden y un ritmo mentales que le dan
caracteres inconfundibles.
Ninguna. extraeza han de causarnos entonces su vo-
cabulario riqusimo, su rtmica de larga cadencia, su
period de curvas opulentas y en arabesco. Aun el cas-
tigo de las formas es en Hernndez Cat discipline de
la literature castellana modern. Los espaoles han
ceido su expresin sin restarle todo el calor de sangre,
de exaltacin, de fe, de drama y de herosmo que la raza
le infundi. Han mantenido as el esplendor en el cas-
tiga. El estilo literario de este cubano pertenece a una
Amrica sobre la cual Europa, Espaa, han puesto en
cuadricula ilustre. No importa su fervor patritico; no
importa su actividad diplomtica; ni siquiera importa
ese hondo acervo americano vivo en algunos de sus cuen-
tos y el national que halla expresin pattica en las
cubanisimas pginas de la MITOLOGA DE MART. El
acento, el lxico, el amor al idioma le dan esa jerarqua
hispnica, no de una Espaa accidental, sino a la per-
manente, que el mismo Mart, estudiante de Zaragoza
y licenciado de Madrid, tuvo siempre en su prosa mag-
nfica.
Fcil ser para el lector de este libro comprobar lo
que afirmo. Mas si dudase, yo le pedira escuchar una
conferencia del autor de LOS MUERTOS. Sentira enton-
ces la certeza de que la raza habla en nosotros por vo-
cero genuino y nos remesa caudales de un tesoro que por
aqu hemos ido consumiendo en disoluta bastarda.
Aunque.. much ms dice por s este libro ejemplar.
EDUARDO BARRIOS.
EL TESTIGO
QUEL peligro con que haba jugado noches y
noches, hasta aclimatarse a l y casi olvidarlo,
sobrevino al fin.
Apenas oy las palmadas llamando al sereno, en la
calle, tuvo el presentimiento de que su marido vena
a sorprenderla; y slo entonces su conciencia, ador-
mecida durante tantos das entire la molicie del peca-
do, di un salto en su alma; un salto spiritual casi
tan grande como el fsico de su amante, que haba co-
menzado a vestirse, apresurado y trmulo.
Repentino instinto les hizo comprender los incon-
venientes de aquel descenso peligroso y sobre todo
escandaloso al travs del balcn, proyectado desde
el principio de sus relaciones, y la ventaja de susti-
tuirlo por otro plan ms factible. S, era mejor. Con
esa fe irreverente de algunas mujeres, invoc a su
Virgen venerada para que le valiese en el trance, pro-
metiendo a cambio no delinquir ms; y, ya tranquila,
le dijo a su cmplice con desprecio, con ira de verlo
acobardado.
-No te asustes; aun tiene que subir y que abrir
A. H E R N N D E Z
la puerta... Mira, en vez de saltar por aqu, es mejor
que cojas todo y esperes en el cuarto del nio, all no
ha de entrar l. Vendr directamente aqu, y mientras
que yo le entretengo, t descorres, sin hacer ruido, el
pestillo y te vas.
Salieron en puntillas de la alcoba y entraron en el
cuarto del nio, que estaba prximo a la puerta de la
calle. La luz de la lamparilla hizo bambolearse sobre
una pared dos siluetas, y ella, mientras esconda al
amante bajo la cortina de un perchero, mir la cara
de su hijito y tuvo la momentnea ilusin de verlo-
parpadear. Pero no, el nene dorma sosegadamente:
bastaba or su respiracin apacible. La cobarda
del hombre la haba contagiado.
En seguida volvi a la alcoba, borr en la cama y
en las almohadas las huellas del cmplice, y se estuvo
quieta, en acecho. Ya la llave giraba con ruido mal
evitado en la cerradura. Su pobre marido era torpe
para disimular hasta cuando pretenda sorprenderla!'
Y por vez primera se le manifestaron la franqueza y
la hidalgua implcitas en aquella dificultad para el
engao.
Yo, en su lugar-pens-, habra aceitado la ce-
rradura; me habra procurado de antemano una lla-
ve de abajo para no tener que llamar al sereno, y en
lugar de someterlo a aquel interrogatorio de seguro
estril, que, a pesar de las voces veladas reson en
el silencio de la noche como un aviso, dndole tiempo
para apercibirse, habra subido silenciosa, felina... >.
Tambin por primera vez aquella idea de superio-
ridad sobre su marido le produjo ternura. Estaba
cierta de poder engaarle, estaba cierta de que al lle-
gar delante de ella y no encontrar un hombre a su
C A T
SUS MEJORES
lado, se excusara torpemente, arrepentido, convenci-
do... Y esta inferioridad le hizo sentir toda la ver-
genza de su culpa.
Fu uno de esos instantes inmensos que dan espa-
cio a todas las recapitulaciones. Pens en la estupidez
de su falta, en el hijito idolatrado que iba a escudar
con su inocencia a quien, por sensual capricho nada
ms, haba hecho ser mala a su madre, compare al
marido con el egosta que ante sus proposiciones de
salvarlo y de quedar sola, expuesta a la venganza, no
tuvo ni una sola protest. Y entonces comprendi,
tardamente, como llega tantas veces la comprensin,
que aquel hombre haba maleado su alma para poder
.apoderarse de lo nico que deseaba de ella: de su
cuerpo.
Pero ya se perciba por las rendijas de la puerta el
resplandor de la luz; ya los pasos haban dejado de-
trs el cuarto del nio... Y de sbito la puerta de la
alcoba se abri con violencia.
Ella fingi despertar, y en cuanto vi en el rostro del
marido la turbacin, comprendi que estaba salvada.
Apenas se cruzaron las primeras palabras pareci l
el culpable.
Con conmovedora sorpresa trataba de justificar
su regreso del club a hora extempornea:
-Me encontraba mal... Ya repararas que casi no
cen. Al abrir la puerta me- pareci or ruido, y por
,eso saqu el revolver. Perdname el susto... No, no
te molestes en hacerme nada... Me voy a acostar.
Mientras se desnudaba, ella no dej de hablar vo-
lublemente, fingiendo haber credo todos los pretex-
tos. Hablaba esforzando un poco la voz, para amorti-
guar cualquier ruido lejano. Al cabo oy o adivin
C U N 0
A. H E R N N D E Z
que la puerta de la calle se cerraba con sigilo, e impe-
lida por esa imprudencia hija del triunfo, le pre-
gunt:
-Ese es el ruido que sentiste antes? Debe de ser
alguna ventana abierta. Ve a ver.
El tuvo un movimiento hacia la puerta, y luego,
encogindose de hombros y ruborizndose, repuso::
-No, no. Hazme sitio... Tengo un cansancio!..
-No quieres que hablemos un rato?
-No, no... Hasta maana.
Pas largo tiempo. A pesar de la obscuridad y de la
quietud, ella comprendi que estaba despierto. Algo
elctrico y febril haca vibrar los cuerpos al menor
contact. De pronto, l le dijo con voz violent y con-
movida:
-Oye: yo no quiero vigilarte nunca ni hacer caso
de annimos ni habladuras. Necesito tener confian-
za en ti... Pero si algn da te cojo en lo ms mnimo,
te mato. Por stas!
Y cuando ella, sintiendo en el alma y en la carne la
verdad de aquella amenaza, iba a incorporarse para
responder, l le puso la diestra callosa y rotunda so-
bre la boca, impidindole hablar.
-No me contests nada, es mejor... Ya est dicho.
Luego la abraz con abrazos espasmdicos, que
tenan algo de goce y algo de tortura, como en aque-
llos primeros tiempos del matrimonio; y mientras.
ella se abandonaba pesarosa y feliz a las caricias, pro-
psitos de fidelidad llenaban su mente.
No era miedo a que el alma primitive del marido.
dictase al brazo el cumplimiento de su amenaza, no.
Ahora preferira morir a faltarle de nuevo: Ya cono-
ca el gusto agrio del pecado, ya saba lo que era ser
C A T
SUS, MEJORES
infiel.1.. Lo haba sido por malsana curiosidad, pero
sin causa, casi sin goce... Ningn hombre poda va-
ler ms que el suyo. En todo caso, aunque alguno
valiese un poco ms, debera conformarse y pensar
en los que valan menos... Porque en todas las cosas
de la vida deba haber siempre ricos y pobres y, si
l era un poco brusco, la quera, y era, sobre todo el
padre de su hijo idolatrado, que no los tena ms que
a ellos en el mundo para hacerlo feliz.
Otra vez, de pronto, l le pregunt:
-En qu piensas?
-En ti, en ti, en ti!
La sinceridad y la vehemencia del tono lo conven-
cieron. La volvi a acariciar, y tambin la carne, con
su persuasion muda, le dijo que pensaba en l y que
corresponda a sus caricias con esa violencia inconfun-
dible de la pasin. As permanecieron much rato,
entire besos mudos, elocuentes. Y al da siguiente, con-
tra la costumbre, se levantaron tarde.
Toda la maana ella estuvo aturdida de dicha. Has-
ta la criada se lo not. De tiempo en tiempo tena que
decirse a s misma: Clmate, clmate... Una nece-
sidad de ejercicio la oblig a trabajar, y le sobr tiem-
po para todo. A medioda ocurrisele obsequiar a su
marido con uno de sus platos predilectos, y guis con
esmero, con entusiasmo, con poesa casi. Luego man-
d a comprar flores y adorn la mesa.
Estaba saturada de alegra, como una persona que
creyndose irremediablemente perdida encuentra de
pronto el camino. Era cual si se acabase de casar,
cual si tuviera otra vez toda la vida por delante, cual
si hubiera pasado una enfermedad grave y renaciese
en primavera... La monotona de diez aos de matri-
CUEN TTO.SS
A. H E R N N D E Z
monio habase desvanecido. Y a las doce y media sin-
ti aquella feliz impaciencia que al comienzo del ma-
trimonio le produca la menor tardanza del esposo, y
se asom al balcn para esperarlo.
Al fin lo vi: vena all por el final de la calle, con
el nio, a quien todos los das iba a recoger del colegio.
Una ola de ternura le subi a los ojos. Ya su hijito
era casi un hombre! Bastaba mirar su aire serio, el
esmero con que traa el portalibros, su aspect a la
vez despierto y ponderado, para comprender que era
excepcional. Pocos nios de nueve aos habra tan
reflexivos, tan formales! Cmo pudo ella manchar
ni siquiera en sueos aquella infancia? No mereca
volver a ser dichosa despus de!... Pero su nueva
vida rescatara la mala, la anterior...
Los vi6 entrar, fu a abrirles la puerta, y los bes
a los dos emocionadamente. Despus, en la mesa,
hubo de hacer esfuerzos para disimular que estaba
alterada. Hubiese querido poder gritar: Voy a ser
buena. Hubiera querido arrodillarse, confesar su mal-
dad y pedir perdn a todas las cosas profanadas: a las
ropas ntimas, a los muebles, a aquella cama, sobre
todo, que la haba sustentado pura y culpable con los
mismos crujidos de muelles. Los mismos? Tal vez no.
Tal vez no...
La luz, tamizndose en una cortina, suavizaba la
blancura del mantel y la de las flores, y el humo de la
opera, la carita del hijo, la sana confianza del padre,
todo, adquira para ella un sentido de nobleza y de
paz. Esta era su verdadera vida! Ahora s que iba a
ser feliz! Ms que una comida, aqulla fu una co-
munin.
A los postres di de su plato una cucharadita al
C A T
SUS MEJORES CUENTOS
nio y otra al marido... S, no bastaba ser buena:
adems sera mimosa en adelante, porque los mimos
contrarrestan el fro de la costumbre. Constitua una
vergenza la mancha que llevaba l en la solapa...
Esa mancha, como la otra, la horrible, seran las l-
timas. Desde hoy no habr patena ms limpia que sus
trajes ni que mi conducta, se dijo. Al verlos levantar-
se para irse, se sorprendi. Era ya la hora? Fu el
tiempo ms corto de su vida... Y los acompa has-
ta la puerta.
Por la tarde sali decidida a ver al otro y a romper
de una vez. Tena cita con l en un parque lejano;
pero, no queriendo hablarle para evitar explicaciones
y posibles desfallecimientos, escribi una carta seca,
irrevocable. Cada vez que recordaba su egosmo y su
miedo ridculo ante la posibilidad de la sorpresa, sen-
ta hasta rubor. El falso Don Juan que haba explo-
tado su frivolidad y su novelera, en el caso de
tener una mujer infame, como haba sido ella, habra
preferido aguantarse a matar. Su marido s que era
un hombre!... Al ver al cmplice, de lejos, advirti
en su figure detalles defectuosos en que nunca se
haba fijado.
Y era aqul el ser que por poco tuerce para siem-
pre su vida? Ahora era clera contra s misma lo que
senta, y se acusaba de ciega, de viciosa, de necia...
Cuando estuvo junto a l le dijo, dndole la carta:
-Toma, toma y vete... Creo que me siguen.
El balbuci, nervioso, casi al mismo tiempo:
-Estaba intranquilo por ti. Te ha dicho algo tu
hijito? Es monsimo. Anoche, en cuanto saliste, abri
los ojos y me habl. Debe de haberme visto ya otras
noches cuando no grit y se di cuenta... El mismo
A. H E R N N D Z
cerr la puerta del pasillo para que no me oyeran
salir.
Varias personas se aproximaban, y el hombre, se-
parndose, sigui a paso largo por la avenida. Ella
hubiera querido detenerlo, gritar, pedirle detalles, pe-
ro durante un largo minuto estuvo sin movimiento y
sin voz, con las ideas dispersas, igual que si aquellas
palabras que acababa de or fueran de plomo y le
hubiesen cado sobre la nuca...
Acaso su rostro reflejara su estado interior, porque
algunos se volvan a mirarla con extraeza. Incons-
cientemente anduvo sin rumbo ms de dos horas,
pasando y repasando por los mismos sitios. El fro de
la tarde le restituy la lucidez, y una idea nica se:
hizo luminosa en su cerebro, lo llen todo y calcin
su alma: El nio lo saba! Ya no era possible aquella
vida de ventura y de bien a cuyo solo anuncio deba
su nica hora puramente feliz. Cmo habra sido?
Qu palabras a la vez atroces e ingenuas se habran
cruzado entire aquel maldito hombre y su hijito? Po-
dra el nio haberse dado cuenta de todo,
Si fuera possible engaarlo!... Pero no, ahora recor-
daba el aire sombro del nio desde hacia algn tiem-
po, y, relacionndolo con la precocidad de la criatura,
comprendi que ninguna esperanza era possible.
El mismo hecho de no haberle dicho ni una pala-
bra, ni una alusin, confirmaba su certidumbre. Aque-
lla inteligencia precoz de que ella con orgullo de ma-
dre se haba tantas veces ufanado, habale servido a
su hijo para abrirle prematuramente esas cortinas de
ilusin que ocultan durante algunos aos la acritud
de la vida.
Por su propia abyeccin y por la cobarda de aquel
C A T
SUS MEJORES CUENTOS
hombre iba a ser desgraciado su hijo! Hubiera prefe-
rido mil veces que la noche antes la hubiera sorpren-
dido el esposo y dado la merecida muerte. Dios po-
da perdonarle la traicin al hcmbre, pero no la trai-
cin al nio, porque un hombre puede insultar, pue-
de vengarse, mientras que un nio es una pureza in-
defensa... Imaginaba el doloroso esfuerzo del nene
para sobrellevar en silencio el descubrimiento de que
tena una mala madre. Por qu haba hecho ella eso?
Cmo iba a resistir ahora toda la vida aquella mira-
da de reproche? Con qu autoridad iba a pretender
inculcar en el alma infantil normas de rectitud? No,
sera impossible, impossible.
Ocho campanadas tradas por la brisa pasaron so-
bre la arboleda. Era ya la hora de cenar, y estaba
muy lejos de su casa. Instintivamente se encamin
hacia la salida, mas al poco tiempo cambi de rumbo
y volvi a internarse en el parque. Andaba de prisa,
por voluntario paralelismo entire las ideas y los mscu-
los. Cuando volvi a sonar otra hora, una nueva
reaccin del instinto le dict: Es mejor regresar ahora
mismo. Inventa un pretexto, y tu marido lo creer.
Y en seguida se pint en su cerebro la mirada con
que la acogera su hijo: Mirada triste, mirada que
querra decir: A m no puedes engaarme: yo s de
dnde vienes, mam... Pero no, t no eres ya mi ma-
m de antes: me has amargado con el vicio lo que
con las entraas me diste. Te debo este dolor que me
obligar a entrar derrotado en la vida... Estamos
iguales: si t me diste la existencia, yo te la conservo
callando.
Ella tendra que leer todo eso en los dulces ojos
A. H E R N N D E Z CAT
infantiles!... Y eso no sera slo una vez, sino cada
da que saliese, todos los das, siempre...
El tiempo pasaba. Una estrella fugaz fu a perder-
se hacia la ciudad, que se delataba a lo lejos por una
claridad blanquecina. En la casa, bajo la luz tranqui-
la de la lmpara, el padre consultaba de rato en rato el
reloj, taconeando de impaciencia, sin comprender, y
el nio, para rehuir sus miradas, cruz los brazos so-
bre el mantel, apoy la cabeza y fingi dormir. La
nica que por fin logr descansar en aquella noche
terrible, fu ella.
Los peridicos de la maana anunciaron en pocas
lneas que una mujer haba aparecido ahogada en el
estanque del parque. No pudo saberse si fu suicidio
o accident. Los periodistas husmearon la pista de un
suceso, pero faltos de datos hubieron de desistir de
las pesquisas.
A los dos das otros dramas solicitaron la atencin
del pblico, y slo recordaron el hecho un nio, dos
hombres, y algunos allegados que .fueron poco a poco
olvidando.
CUENTO DE AMOR
BASTABA ver su pelo de oro mustio, su aire frgil
y sus castos ojos azules, para comprender que
el amor, al apoderarse de ella, tendra ms de
temblor de alma que de fuego de carne. Hasta las pa-
labras ftiles adquiran, al pasar por sus labios, blan-
dura de caricia: y aun cuando hablara de cosas coti-
dianas, pareca otorgar o pedir suavemente.
La raza favoreca tambin la comparacin con una
Ofelia desterrada de algn parque romntico por la
brutalidad de la vida. Al verla por primera vez na-
die pensaba que pudiera ser institutriz. Toda ella era
candidez y espiritualidad. Unicamente en el cuerpo
tena ngulos.
-Cuidar usted bien de la nia, fraulein?
-S, seora.
-Queremos que al romper a hablar aprenda los
dos idiomas a la vez. No tiene los tres aos aun.
-S, seora, s. Es preciosa.
-Ha venido cuando ya casi no la esperbamos, y
es la verdadera duea de la casa. Si usted se da maa
A. H E R N N D E Z
con ella, estar much tiempo con nosotros. Tiene
usted novio?
-S, seora. No es de aqu. Es un muchacho serio:
un compatriota que conoc en Munich. Puede usted
pedir informes de l.
Se le llen el rostro de rubor al decirlo, mas al tra-
vs de las pupilas semidesleidas en la blancura de
los ojos, la seora vi tanta ingenuidad, que qued
tranquila. Su casa estaba presidida por el amor y no
poda negarse a que la servidumbre disfrutara del
nico don que la iguala a los poderosos: Con tal de
que cumpliera a conciencia sus obligaciones... Ni
ella ni su marido eran tiranos.
Y la alemana cumpla sus deberes con ese esmero
automtico de la raza que hace pensar a veces en algo
inhumano e infalible. Jams mostraba la nia en sus
vestidos mancha ni arruga. Gracias a sus cuidados la
maternidad dej de exigir a la seora el duro tributo
de sacrificio de los primeros tiempos. Ya poda vivir
casi como antes ya no era preciso abandonar al espo-
so ni pasar malas noches ni contener sus caricias de
enamorada temerosa de que pudiera interrumpirlas
el llanto tierno y pertinaz, como si el fruto del amor se
obstinase en no dejar florecer el rbol otra vez.
Poco a poco normas de discipline rigieron con se-
veridad inflexible la vidita naciente: Las nias gua-
pas no se manchan las manos ni se mueven sin ton
ni son para que se les deshagan los rizos; las nias
guapas no piden ms dulces ni miran con ojos de gula
las cosas buenas; las nias guapas no preguntan dos
veces seguidas; las nias guapas....
Qu difcil resultaba la vida para las pobres ni-
C AT k'
SUS MEJORES
as guapas! Pero la madre slo perciba las excelencias
del mtodo, y pensaba:
-En verdad que hemos hecho una adquisicin...
Bien puede disculprsele lo del novio, mxime cuando
el mozo, de desgarbada traza, se apodera al punto de
la simpata con su tartamudeo y su aire de bobalicona
honradez.
Muchas veces, al entrar o salir, los vieron pasen-
dose frente a la verja del jardn, cogidos de las manos.
-Si stos hubiesen ido a poblar el Paraso, no ten-
dramos pecado original-sola decir el marido.
La dama suspiraba mimosa, en respuesta y al pasar
bajo la enredadera, de donde caan frescos susurros,
senta locos renuevos juveniles:
-De seguro que nunca se habrn dado un beso
as, verdad?
El idilio de los alemanes lleg a constituir para la
casa una diversion. Jams dos enamorados vieron
desarrollarse la complicada madeja del amor en tan
dulce paz. Era un amor rubio. Las almas, enlazadas en
el deliquio, iban incansables, da tras da, por el ca-
mino de las evocaciones. Hablaban de la patria, de
su primer encuentro en una tarde llena de fragancias,
de cerveza y de msica wagneriana en la clara Ger-
mania del Sur... Y las naderas, el ir del uno al otro,
saturbanse de la esencia de un cario por complete
libre de la bullente escoria sensual.
Vindolos sonrerse con los ojos tan plidos y las
bocas tan castas, las baladas con que ella dorma a
la nia adquiran verosimilitud. Los rigores de la vida
no empaaban el espejo potico en que contemplaban
el mundo. En su escritorio l alineara cifras y cifras,
mientras en la casa ella atenda a sus menesteres sin
33
C U N 0
A. H E R N N D E Z
retrasar ni atropellar uno, Pero ni obligaciones ni
guarismos lograran impedir a las almas volar por
encima de la ciudad para buscarse y decirse esas ton-
teras divinizadas que el mgico amor saca del fondo
de las vidas ms srdidas. Bastaba que el uno pensase
en el otro, para que nmeros y menesteres se dora-
sen con luz de madrigal.
-Ah, si t me quisieras as!... -aoraba la seo-
ra al hablar de ellos.
-No tendramos entonces al beb-atajaba pi-
caresco el marido.
Y cada vez que alguna criada desfalleca bajo las
solicitudes de su galn, o que el eco de una fechora
del amor pasaba por la casa, el ejemplo de aquel
idilio elevbase a categora de arquetipo.
-Cunto tiempo llevan de relaciones, fraulein?
-Dos aos, seora.
-Y siempre as, sin cansarse?
-Cansarnos?... iOh, no!
La dama rea al escuchar la conviccin atnita; pero
un dejo de envidia y respeto sedimentbase en su
alma, que tambin habra anhelado el amor absolute.
Ah, querer y ser querida de aquel modo!... Aquella
muchacha deba tener el corazn mstico de Mara
tras de su pecho un poco desnudo de gracias paganas.
A los seis meses ejerca en la casa una autoridad com-
patible con lo subalterno de su estado. Los criados
buscaban su influencia, y los seores le hablaban
siempre en tono de consult. En cuanto referase a la
nia ni se atrevan a intervenir. De seguro que ellos
no hubiesen podido educarla igual! Eran demasiado
mimosos: latinos al fin... Daba gusto ver el cuarto
tan limpio, con la cunita llena de encajes cerca de la
C A T
SUS MEJORES
cama de la que iba a ensearle, con las primeras nocio-
nes de la vida, la blancura y la constancia del amor.
Ya podan salir no importa a qu hora, convencidos
,de que ningn cuidado iba a faltarle. Ahora la nia
no era para ellos un deber, sino un premio.
Y de nuevo comenz el interrumpido jbilo de ir
juntos a los espectculos. Volvieron a ser como dos
amantes, casi como dos novios. El coche que los lle-
vaba por las tardes cruzbase a menudo con el coche-
cito donde paseaba la nena. Lleg un clebre actor
italiano y pudieron abonarse a todas las representa-
ciones. Al regresar del teatro entraban a dar a la nia
un beso de adis. Los bracitos llenos de hoyuelos, ten-
danse hacia ellos; pero la voz nasal deca desde de-
bajo del embozo:
na sin querer salir; y el gesto retozn se apagaba, y
la cabecita recostbase en la almohada con los pr-
pados muy apretados.
Una noche, estando en el teatro, casi a mediados
de la funcin, la seora sinti sbito malestar, no del
,cuerpo, sino del espritu. Tal vez la atrocidad del dra-
ma, representado con brbaro esmero, afectase sus
nervios, que siempre fueron enfermizamente sensi-
bles. Removase en la butaca y miraba al marido con
,ojos de splica.
-Qu te pasa? Tranquilzate... Si te impresiona
much, piensa en otra cosa y mira un rato a los pal-
cos para distraerte.
-No, no es eso. Es que tengo una angustia!...
Que no hago ms que pensar en la nena.
-En la nena? No seas tonta, mujer. Estar so-
ando con nosotros de fijo... Ea, clmate!
C U E N T 0 S-
A. H E R N N D E Z
-Por ms que hago, no puedo. Es ms fuerte que
yo. Vmonos. Quieres?
-Pero qu le va a ocurrir a la nena, boba? S ra-
zonable. Vaya, atiende a la funcin y vers.
Realize un gran esfuerzo para obedecer y estuvo-
unos minutes inmvil, sin que el drama revivido en la
escena desalojara de su alma aquel sentimiento a un
tiempo vago e imperioso. Era como si desde lejos su
hijita la llamase; como si sus entraas que se torcieron
de dolor al traerla al mundo, volvieran a sufrir y to-
maran voz para pedirle: Ve!... Salta por todo y
ve!.. ..
De nuevo oprimi la mano del marido. Este com-
prendi y musit contrariado:
-En cuanto acabe el acto nos iremos. No vamos a
salir ahora; bastante hemos llamado la atencin con
tanto moverte y cuchichear.
Slo faltaba para concluir el acto una escena, y le
pareci inacabable. En cuanto descendi el teln, sa-
lieron entire el crepitar de los aplausos y subieron al
coche. Ya sin la traba del pblico, los nervios turba-
dos se distendieron y la voz perdi toda continencia.
-Dile al cochero que corra!... Dselo!
A media que se acercaban la impresin de ahogo
se agravaba en vez de mermar, y el hombre se sinti
contagiado tambin. Subieron por la escalera de ser-
vicio, situada a espaldas de la casa, para llegar antes,
disputndose los peldaos. Si l era ms fuerte, los
pies femeninos tenan las alas de la maternidad. La
casa quieta, el ambiente tibio, el orden y el reposo
de los muebles familiares, no lograron calmarlos; nin-
gn paso extrao ni ningn trastorno percibase; y,
sin embargo, los espritus no se recobraron.
C A T
S.U S M E J O R E S C U E N T OS
Cruzaron la alcoba, el gabinete, y llegaron al cuarto
de la nia. Ante la puerta se detuvieron de. pronto,
.cual si reunieran fuerzas para entrar; y tambin all
fu ella ms rpida. Sus ojos taladraron la penumbra
y un grito lleno de alma y de espanto, rasg el silencio:
-Mi hija! Mi hija!
Son una blasfemia y luego los dos quedaron mu-
dos, paralizados y casi insensibilizados por la inmen-
sidad del dolor. Balancendose, trgico y grotesco,
un espantajo hecho con unos pantalones y una cha-
queta rellenos de almohadas, colgaba de la lmpara;
y sobre los hierros de la cuna los bracitos color de
cera y la cabecita mustiada, donde el horror haba
transformado los ojitos de uva en algo monstruoso,
yacan inertes. La boca, antes de amoratarse, debi
de gritar muchas veces: Mam..., mam!
Los criados y una crisis de nervios precursora de la
locura, salvaron de la venganza maternal a la insti-
tutriz, que lleg atrada por los gritos. A las pregun-
tas del juez respondi cndidamente que, por estar
la nia muy majadera y no bastar las amenazas de
costumbre, se le ocurri hacer el espantajo para po-
,der bajar a hablar con su novio. Aunque la seora
le daba permiso para verlo a diario, como aquellas
noches eran de luna y estaba el jardn tan potico...
El embajador alemn intervino en el asunto y fu
absuelta.
LOS CHINOS
NO me pregunte usted cmo me encontr all ni
por qu cadas fui a parar desde la cuna rica
y desde la posicin de muchacho de studios
a aquella cuadrilla de trabajadores. Entonces el cuen-
to sera interminable. Estaba all, y era uno ms...
Slo uno ms. Oiga usted lo que ocurri con los chi-
nos sin preocuparse de otra cosa.
El mulato lleg del Oeste, el segundo da, y sus
palabras inflamaron a todos cortando los ltimos la-
zos de avenencia que quedaron tendidos entire el in-
geniero y nosotros en la entrevista de la noche antes.
Subido sobre una pipa de ron, sin cuidarse del sol te-
rrible, habl ms de una hora. El tono exaltado de sus
palabras incendiaba la sangre, y sus razonamientos,
repetidos una y otra vez, penetraban en las inteli-
gencias ms torpes a modo de tornillos que nadie
hubiera podido sacar ya sin romperlos.
-A los obreros de Baha Brava, les han estado
pagando a tres pesos y a vosotros a dos!... Es eso
just? Y aqu el trabajo es ms duro, porque no hay
cobertizos, sino tiendas de lona, y por el pantano...
A. H E R N N D E Z C A T
Si resists no slo os tendrn que subir el journal, sino
que os pagarn los pesos robados, y unos podrn man-
dar un buen puado a sus casas y otros ir a pasar unos
das de diversion a la ciudad... Tres meses a peso por
da, son ciento veinte... Pero hay que resistir: cada
da sin trabajo es para ellos peor que para nosotros,
porque la obra es por contrata y tienen que dar in-
demnizacin si no se acaba a tiempo. Hay que re-
sistir para chincharlos!
Bajo la luz reverberante, el grupo segua ansioso
aquellas palabras que multiplicaban la ira recndita.
Eramos casi cien y haba de muchas parties: negros
jamaiquinos de abultadas musculaturas, de sudor
acre y de ojos color de concha de mar; negros del
pas, ms enjutos, de color mielado y dientes que pa-
recan luces dentro de las bocas; alemanes de un rubio
sucio, siempre jadeantes; espaoles sobrios y camo-
rristas, de esos que dejan sus tierras sin cultivo para
ir a fertilizer el mundo; criollos donde se vea la turbia
confluencia de las razas igual que en la desemboca-
dura de los ros se ve el agua salada y la dulce; haitia-
nos, italianos, hombres que nadie saba de dnde
eran... Escorias de raza si usted quiere. En todo caso,
fatiga, exasperacin, hambre, pasiones y un trabajo
terrible, como un castigo.
El mulato interpolaba en su arenga interjecciones
de lenguas distintas, y a cada chasquido una parte del
auditorio vibraba. Cuando el agitador se fu, no dej
tras s hervidero de gritos, sino ese silencio saudo,
hermano mayor de las decisions colectivas. Puesto
que el Gobierno necesitaba resolver el conflict pronto,
por la proximidad de las elecciones, y puesto que el
Comit de la capital estaba dispuesto a socorrernos,
SUS MEJORES CUENTOS
resistiramos. Resistiramos sin comer o cormiendo
frutas verdes de los maniguales. Todo antes que
seguir matndose por una miseria, bajo un sol que
haca crujir igual la pobre carne y la pobre tierra,
sin otro alivio que la llegada de la tarde, en que hom-
bres y paisajes quedaban extenuados de haber ardido
todo el da, absortos en beata quietud henchida de
ensueos de patria y de ensueos de brisa, sobre
la cual iban apareciendo poco a poco las estrellas!
Tres veces vino la vagoneta con emisarios a pro-
ponernos concesiones parciales, y tres veces nos nega-
mos a escucharles. La ltima nos recogieron las herra-
mientas de trabajo y nos quitaron las tiendas de lona.
-Es para meternos miedo-dijo uno.
-iTener miedo ellos de dejar hierro en mano de
hambre!-rugi un negro, mostrando con risa satis-
fecha sus dientes ingenuos y feroces.
Aun despus de rotas las relaciones vinieron a ad-
vertirnos que el mulato no perteneca al sindicato
obrero, sino a una agrupacin poltica bastardamente
interesada en crear desrdenes. No les hicimos caso.
Poco a poco, a media que los ahorros se agotaban,
fueron disminuyendo, hasta desaparecer, los vende-
dores ambulantes. Ni ron ni vituallas, ni siquiera es-
peranzas de tenerlas. Los primeros das unas nubes
de tormenta, que cubrieron el sol y el reposo, dieron
al hambre aspect casi dulce. Luego se despach a
la ciudad un delegado de quien no volvimos a saber
nunca. Los alemanes, una tarde, se fueron en busca
de otro lugar en donde hallar trabajo; various espao-
les los siguieron dos das despus, y a lo ltimo slo
quedamos unos cuarenta, arraigados all por una es-
pecie de pereza furiosa.
A. H E R N N D E Z C A T
Cuando la necesidad empezaba a rendirnos, lleg
un misterioso socorro de la ciudad, y la comida y la
esperanza de nuevo apoyo nos volvieron a enardecer.
Pero el entusiasmo fu brevsimo: a los cuatro das
nicamente tenamos para calmar el hambre frutas
terriblemente astringentes, sin jugo, y para cogerlas
eran menester caminatas ms penosas aun que el
hambre misma. Los primeros casos de disentera no
tardaron en sobrevenir, y la fiebre me tumb bajo la
sombra seca de un rbol. Dos das despus llegaron
los chinos.
Tres vagonetas los trajeron. Deban de ser unos
noventa. Varias veces quise contarlos y no pude por-
que se mezclaban y confundan unos con otros, igual
que en el cielo las estrellas. Sus movimientos vivos,
su pequeez, su lividez y su flacuencia, hacalos pa-
recer muecos. Eran aqullos los que iban a sus-
tituirnos? Bah, imposible! Al verlos nuestras vicisi-
tudes se calmaron de pronto para dejar paso a pala-
bras de sarcasmo: Pobres macacos amarillos! Qu
iban a resistir el trabajo tremendo! Si no tena la Com-
paa otros hombres, ya poda ir preparando nuestros
tres pesos de journal. El triunfo estaba cerca. En
nuestro grupo menudearon los comentarios y las
risas: Buenos eran los chinos para vender en sus tien-
decitas de la ciudad, abanicos, zapatillas, cajitas de
laca y juguetitos de papel rizado; excelentes para gui-
sar en sus fonduchos o para lavar y planchar con pri-
mor.. iOficios de mujeres, bien! Pero para aguantar
el sol sobre las espaldas ocho horas, y agujerear el
hierro, y desbastar y cepillar troncos casi ms duros
que el hierro, hacan falta hombres muy hombres!
Con curiosidad burlona seguimos su primera jornada.
SUS MEJORE S
Eran como hormigas amarillas, diligentes, nerviosas.
La traviesa que solamos alzar entire dos, levantbanla
ellos entire cinco; pero la levantaban. Iban y venan
incansables; y vistos en el trabajo parecan aumentar
en nmero... Luego, a la hora de comer, en vez de
los guisos fuertes y del vino y del aguardiente de ca-
a, arroz, nada ms que arroz, y comido de prisa.
iAh, no podran soportar as much tiempo! Haba
que devorar all para defenders del sol que devoraba
todo! No eran menester los guardias armados para
custodiar su faena: sin que nosotros los atacsemos,
caeran rendidos dejndonos la presa poco envidia-
ble de un trabajo sobre el cual era menester sudar y
maldecir, y que ellos pretendan hacer con la piel
seca y en silencio.
Pretendan hacerlo y lo lograban. A los tres das
nuestras risas irnicas fueron trocndose en seriedad,
en pesimismo. Se crisparon los puos y son la pri-
mera amenaza. Yo estaba muy dbil, y en cuanto caa
el da me abrasaba una fiebre delirante. Vi llegar al
mulato otra vez, cuchichear, discutir. Conmigo no
contaron para nada. Una negra vieja que, apiadada
de m, haba venido varias veces en lo ms fuerte del
calor a echarme frescas hojas de pltano sobre la ca-
beza, me arrastr hasta su boho y empez a curarme.
Desde all, al travs de una bruma que sin borrar la
realidad la alejaba y deformaba fantsticamente pa-
ralizndome por complete para intervenir en nada,
vi todo.
-Puesto que son como bichos y no tienen en
cuenta el derecho de los hombres, hay que matarlos
como a bichos!-gritaba el mestizo.
C U E T 0
A. H E N N D E Z C A TA
-Lo mejor es irnos a otra parte... Ya no debamos
estar aqu-murmuraba un blanco.
Y un negro, arrugada la frente y casi el crneo
por la tenacidad de la idea, aseguraba:
-M no importar guardias!.. M tener un ma-
chete y matar todos de noche, igual que en matade-
ro... M saber bien... As... As.
Pero el mulato lo calmaba, prudent:
-No, sangre, no... Yo me march y pasado ma-
ana enviar a uno de confianza con instrucciones
mejores. Ya veris cmo se arregla todo.
Yo hubiese querido huir, pero no pude. Me pesaba
el esqueleto-apenas me quedaba carne-como si estu-
viera enterrado a medias en aquella tierra maldita. Ade-
ms senta una curiosidad extraa merced a la cual,
desde lejos, adivinaba el sentido de los movimientos
y de los labios al movers. Vi dos das despus llegar
un anciano haraposo, hablar con various y dejarles un
paquete de hierbas; coleg primero el miedo y luego
la decision pintados en los rostros, y con el alma he-
cha cmplice segura de la impunidad que la postra-
cin fsica le deparaba, en la sombra de la media
noche, present ms que columbr al jamaiquino ir
a echar las hierbas en la gran paila donde se coca
el caf de los asiticos... Y por la maana, cuando los
mir acercarse con sus escudillas, percib de antema-
no lo que los ojos haban de tardar unas horas en ver
an: cuerpos que se agarrotan, manos que van a
oprimir los vientres en desesperados ademanes, pu-
pilas que se abultan y salen de las cuencas cual si
quisieran sujetarse a la vida, caras amarillas que se
ponen much ms amarillas y que caen crispadas
contra la tierra para no levantarse ms. '
SUS MEJORE S
Veintids cayeron as. Otros que haban bebido
menos o que eran ms fuertes, murieron por la noche.
Ah, no olvidar nunca el terror de los guardias ni mi
propio terror! Si un chino nos infunde siempre una
invencible sensacin de repugnancia y de lejana
donde hay algo de miedo, un chino muerto es algo
pavoroso... Los cadveres tendidos sobre el campo
bajo el trgico silencio lleno de sol, galvanizaron a
todos. Fu un da terrible. Mas al acercarse la noche
y pasar sobre la sabana los primeros ecos de brisa,
el grupo de culpables empez a desbandarse para es-
capar y suscit la reaccin de los guardias. La fuga
dur poco: tras el primer movimiento del instinto se
entregaron sin resistencia.
a la ciudad, y comer y dormir a la sombra, iqu di-
cha!,-deban pensar los desventurados casi contents
en su infortunio. El testimonio de la negra me salv:
Estaba desde haca cinco dias enfermo y no haba
podido intervenir. Atontado, sin lgrimas, los vi mar-
char en fila hacia el Oeste, por donde el mulato ha-
ba venido, bajas las cabezas, atados los brazos a la
espalda. Al da siguiente vinieron en la camioneta
unos hombres, tiraron tiros a los cuervos y se llevaron
los cadveres. Todo qued solo, y yo pude dormir al fin.
Una maana, no s cuntas despus, me depert
ruido de gente. Mir con avidez y sent el escalofro
de la alucinacin penetrarme hasta el tutano. De la
vagoneta haban descendido treinta hombres amari-
llos,-iguales, absurdamente iguales a los que yo vi
caer muertos en tierra, cual si en vez de llevarlos a
enterrar los hubiesen llevado a la ciudad para recom-
ponerlos-, y con diligencia de hormigas ante mis ojos
enloquecidos empezaron a trabajar.
C U N 0
PAISAJE DE ABANICO
N poco ms de un ao la casita de paredes enca-
ladas y nervatura de madera, puesta como por
juego en medio del jardn cuyas platabandas re-
cordaban las varillas de un abanico, perdi la soledad
y fu objeto del mirar de cinco o seis de esos edificios
altos y llenos de minsculos ojos cuadrangulares, que
dan del progress human idea tan triste.
El trfago jadeante de los das de trabajo, y el bu-
llicio cantarino de los festivos, hacala aorar los
tiempos en que sus moradores hallaban en ella retiro
libre. Todo era entonces quietud y silencio. Slo
algunas tardes, parejas de enamorados, con ese paso
procesional que entrecortan caricias o reproches,
cruzaban ya distrados, ya detenindose ante la can-
cela que serva de broche al varillaje, con un resplan-
dor de buena envidia en las pupilas.
Los personajes que se movan con ritmo feliz en el
pas del abanico, eran tres: Una mujer, un hombre
.apuesto, y una muchachuela, harto espigada para ser
hija de los dos, a quien la mujer prodigaba, en los
-vanos de una pasin desbordada en besos, en langui-
A. H E R N N D E Z
deces sbitas y en brazos y en manos constantemente
vidas de caricias, esos cuidados semimaternales
propios de las hermanas de quien las menores pudie-
ran cronolgicamente ser fruto.
Ni criados ni abastecedores, ni el carter siquiera,.
turbaban su paz. Dijrase que, con legtimo egosmo,
queran ser los nicos en disfrutar la dicha por ellos.
creada. Y las comiditas bajo la parra, y el riego de los
arriates, y el ir y venir del hombre con paquetes, to-
maba aire de diversion exenta de todo esfuerzo ante
la casita enjalbegada y sobre el verde estriado del
jardn.
De esto haca much tiempo ya. La mujer en los
dos aos que tardaron los arrabales en devorar el
campo hasta llegar a ellos, y los albailes en alzar los
horrendos edificios semejantes a cuarteles puestos de:
pie, estuvo muy enferma y empez a envejecer, mien-
tras que la muchachuela renovaba en su pubertad pu-
jante las fraternas facciones perfeccionadas, embelle-
cidas... Y ahora frente a los monstruos de cemento
con arteries de hierro, la casita sufra, sin darse
cuenta de que tambin haca sufrir a cuantos por. los.
ojos cuadrangulares, contemplaban su aspect de
estuche de felicidad ajeno a las aflictivas servidumbres.
del sudor transformado en salario.
A menudo voces humans expresaban el sentir
de los enemigos, de este modo:
-Eso de ver en cuanto uno se asoma, a ese par de
vagos arrullndose! Como si no tuviera uno bastante
con su cochina vida para que le pusieran los dientes.
largos adems!
-No seas as, hombre... Cada uno a lo suyo.
Caan las palabras hacia el jardincillo, y hallaban:
C A T
SUS MEJORES
a mitad de camino a estas otras que suban a su en-
cuentro:
-Eso de no poder tomar el fresco sin que parez-
ca que esas colmenas de pesadilla nos van a aplastar!
Habr que marcharse a otro lado.
-No seas as... Al fin y al cabo, por much que
miren, nos vern como muequitos desde tan alto.
Y despus de todo cada uno a lo suyo, eso es.
La hostilidad de las casas propagadas as a sus mo-
radores, en vez de suavizarse con el hbito se petri-
fic. Ninguna oficiosidad de vecinos logr' trasponer
los hierros que servan de cierre al varillaje, ni jams
el hombre y las dos mujeres eritraron en ninguno de
los rascacielos. Cada uno en su posicin, apercibidos,
dejaron transcurrir los das sin acortar ni la distancia
de la calle ni la de los altos pisos al tejado de la casita
sobre el cual un gallo de zinc giraba con el viento,
cual si buscara para lanzar su kikirik un sol que em-
pezaba a faltarle ya. Fu vano que los rascacielos,
humildes en su desamparada grandeza, enviaran a
la casita pretextos, peticiones, hasta nios para servir
de puente a la amistad: La casita, en su pequeez
altiva, se mantuvo hosca. Y entonces declarse ya la
guerra. Una guerra turbia en la que, faltos de motivos
concretos, los supuestos se enconaron venenosamente,
incurablemente.
La colmena obrera bautiz a los aislados con un
nombre para ella sntesis a la vez de envidia y menos-
precio: Los rentistas. Y fantsticos rumors iban
de boca en boca, sin hallar jams odos de duda. De
los rentistas todo poda creerse. Tan pronto el hom-
bre era de la polica secret, como estafador, conspira-
dor o monedero falso. Algunos que llegaron hasta a
C U N 0
A. H E R N N D E Z C A T A.
seguirlos, daban informes contrarios que, empero, ro-
bustecan las hiptesis injuriosas. Iba a una oficina.
Recoga la correspondencia en el apartado, y, sin
abrir un sobre, sin dejar la menor huella, regresaba
a la casita. La invalidez de estas investigaciones y
los problems perentorios de cada uno consumieron
el ardor viril. Qu hicieran los rentistas lo que les
viniese en gana y viviesen del aire o del negocio ms
claro o misterioso del mundo, qu caray!, no era cosa
de hacerse mala sangre por el abanico y sus tres moni-
gotes!, dijeron al fin los hombres. Y no volvieron a
sentir la necesidad de comprobar si los rentistas
eran unos canallas o no.
Pero quedaban las mujeres.
Y las mujeres establecieron una vigilancia incan-
sable. Desde el alba hasta despus de caer el sol, y a
veces en la noche misma, formas hostiles inclin-
banse en las cuadradas pupilas hacia la casita, cual
si fueran macizas miradas dispuestas a hacer mal
de ojo a los enemigos. Una comadre histrica, ago-
tada por los parts, y una solterona excitada por no
haberlos podido tener, acaudillaban el espionaje:
-Ha visto usted?
-Claro que he visto.
-Parece que no es oro todo lo que reluce.
--Quite usted all! Y pensar que a mi marido se le
come la envidia cuando les ve...
Pocos das despus, tras paciente acopio de datos
menudos que iban zurciendo a double puntada la ima-
nagicin y la maldad, las dos mujeres volvieron a
cambiar comentarios:
-Antes todo eran miles. Ahora, cuando l se va,
parece que ellas ni se hablan.
SUS MEJORES CUENTOS
-Pues la mayor se seca. Pierde por das. Le caen
los aos mismamente que si tuviera los hijos que yo.
-En cambio, la otra est hecha un pimpollo. Y
con un ir y venir, con un hacer valer lo que Dios le
ha dado, que ya, ya!... Hasta desde aqu se le ven
los ojos brillar.
-Ah, si no estuviramos tan lejos!
Hallaron medio de acortar la distancia. Durante
ms de un mes los vstagos de la flaca comieron un
poco peor, y la solterona se impuso privaciones gus-
tosas. Luego las dos unieron sus ahorros y fueron al
centro de la ciudad a comprar unos gemelos de tea-
tro. Merced al mutuo sacrificio las personas del aba-
nico dejaron de ser para ellas lo que para los dems
eran: figurillas cuyas actitudes de minueto, de gra-
cioso trabajo o de ms gracioso recreo, hubiranse
trocado por torpeza del pintor en esa rigidez propia
de los verdaderos series cuando sufren o gozan con
delito. Las dos comadres, durante las horas diurnas,
transformaban el varillaje en teatro de realidad y
vean los silencios pesados, las manos que unas veces
queran acariciar y otras tundir, las huidas y atrac-
ciones dolorosas, las congojas sbitas, el triunfo cruel
de la belleza joven, el enlace de sonrisas culpables las
pocas veces en que la envejecida, con desfallecimiento
repentino, abandonaba el aire retador o escrutador y
dejaba caer la cabeza contra el pecho...
Una sola voz benigna tuvieron los caserones para
la enemiga: la de la esposa de un professor, obrero in-
telectual nivelado por la miseria con los manuales:
-Una casita como esa!-sola suspirar l cuando el
ruido de la vecindad le impeda concentrarse en sus
studios.
A. H E R N N D E Z
Y la esposa le dijo:
-No te quejes demasiado! Quin sabe si la sole-
dad tenga tambin sus inconvenientes!. Los del
abanico parecan antes ms felices.
A uno y otro lado del jardincillo empezaron a ex-
cavar para la siembra de cimientos de nuevos casero-
nes, y la noticia de que la casita sera pronto desaloja-
da se extendi por el barrio causando el mal regocijo
de una satisfaccin dada por el azar a la envidia. Las
dos furias platnicas, vidas de violar el secret antes
de que se alejase, oprimieron horas y horas los geme-
los hasta hacerse dao en los ojos.
-Aprovech usted bien su turno de la maana?
-Todo cerrado. El deba estar fuera.
-Es raro, con el sol que ha hecho. Veremos si esta
tarde tengo yo ms suerte.
La vigilancia sigui as; mas pronto las lentes de la
maldad hubieron de complementary los anteojos, por-
que la tension dramtica de las tres figures del abani-
co no se manifestaba sino en movimientos tan sutiles,
que apenas eran ya ademanes y gestos. La observa-
cin ltima que los caserones pudieron hacer, fu
fuera del abanico: Sali un da el hombre y, despus
de mirar muchas veces hacia atrs, sac, ya en la
calle, un papel que ley con ahinco y parti despus
en nfimos pedazos que fu dando al viento. Luego
irguise, dej el paso fatigado y ech a andar resuelto,
como si, al fin, seguro del rumbo, no le preocupase
otra cosa que llegar.
Aquel domingo fu el ltimo que el abanico y las
vivas miniaturas de su pas sirvieron de blanco a los
Argos de hierro y cemento. Pudieron verlos pasar del
csped a los arriates del varillaje, apoyar las frentes
C A T
SUS MEJORES CUENTOS
en los hierros del broche uno a uno, separados por una
distancia sin duda ms densa y difcil que la visible.
Su aire de aislamiento era tal, tan paradjicamente
angustioso aquel extravo en tan poco espacio, que,
acaso por primera vez, ninguna frase despectiva sur-
gi contra ellos.
-Puede que t tuvieras razn la otra tarde-dijo el
profesor-. No todo el mundo puede resistir bien la
soledad!
Y por dictado certero de la subconsciencia, nadie en-
vidi aquel da la perezosa quietud, ni los arriates con
flores, ni los senderos de arena que hasta en los das
de sombra parecan soleados.
El drama estall sbitamente, una noche de luna;
y como jams todos los innumerables ojos enemigos
estaban cerrados, hubo quien lo vi. La puerta de la
casita abrise, y por entire el varillaje, hacia la cancela,
.avanzaron dos sombras furtivas. Cuando ya la reja,
que debi ser engrasada antes, se abra sin ruido,
surgi otra sombra y en frentica carrera alcanz a
los dos, que pretendieron en vano huir. En un instan-
te funesto las tres sombras fueron una sola nada ms:
mancha colrica de brazos en alto, de ira, de homici-
dio. Y el relmpago de un alarido serpe en la noche.
Despus la mancha, rota, volvi a convertirse en tres:
una huy hacia el campo dejando una estela de risas
frenticas, y la del hombre, un segundo irresoluta, de-
rrumbse de bruces junto a la que con exasperacin
,convulsa hera la tierra cual si quisiera ahondar por
s misma sepultura en donde aquietarse para siempre.
Slo ms tarde, cuando la multitud rode al grupo
inclinndose sobre la joven que yaca abrasadas las
ropas y transformado en horrorosa llaga el rostro an-
A. H E R N N D E Z C A T A
tes bello y riente, oyse la palabra
reconstruirse el drama.
La mano del Destino, antes de quitar el innecesario
abanico de aquel sitio congelado hasta las entraas
por el hecho de estarse convirtiendo en ciudad, lo
cerr de un golpetazo tan violent, que las pobres.
figures de su paisaje se despedazaron unas contra
otras.
EL HIJO DE ARNAO
N esos primeros simulacros de pugnas entire ca-
racteres y aptitudes que en los bancos del colegio
anticipan una imagen, no menos terrible por ser
cndida, de las luchas entire los hombres, Julio Arnao
venca fcilmente a sus condiscpulos.
Los profesores ponan de modelo a aquel nio re-
flexivo, de anchos ojos atnitos y frente ya torturada
por una arruga bajo los bucles color de mbar, apli-
cado no slo a extraer la sabidura de los libros, sino,
desentraar en todos los hechos el sentido recndito,.
que los desconcertaba con sus preguntas. Y ms de
una vez, al verle apoyado de brazos en el pupitre con
la cabecita entire las manos, en un gesto casi doloroso.
de atencin, alguno de los maestros sinti una miste-
riosa intranquilidad.
No es preciso decir que el hecho de estar siempre
en el cuadro de honor y de merecer por su conduct
los elogios de todas las personas mayores, engendra-
ba en los dems muchachos una malquerencia de
continue active. Burlas, pescozones, ofensas annimas
de las cuales no era possible tomar venganza, acidu-
A. H E R N N D E Z
laban su existencia. En el dormitorio le era preciso
vigilar, luchar contra su propio sueo hasta estar se-
guro del de los otros, temeroso de algn almohidazo.'
Al salir de las classes, cuando el patio se llenaba de
tumulto y un vaivn de enjambre lo haca parecer
asoleado hasta en los crepsculos, l se quedaba solo,
cerca del cuarto de profesores, para refugiarse all en
caso de peligro. Y los jueves por la tarde, en la sala
de visits, viendo al travs de las ventanas los coaches
y automviles que aguardaban a los familiares, tr-
mulo de emocin observaba, al llegar su padre, que el
bisbiseo de las conversaciones se aquietaba, y que
muchas cabezas volvanse a mirarlo con una curiosidad
donde su instinto perciba algo de simpata, pero de
una simpata rara, protectora, impossible de analizar
para su almita toda hecha an de oscuridades y pre-
sentimientos.
Su padre saludaba con desembarazo no exento de
timidez, y se apartaba con l a uno de los rincones.
,Hora feliz y breve! Sus carios tenan tal necesidad de
.expandirse, que jams al marcar el reloj el minuto de
la partida, estaban agotados preguntas y mimos.
Durante la visit el padre miraba varias veces emocio-
nado el cuadro de honor y, cual si se propusiera gra-
bar en la voluntad del nio la suya, le repeta con
voz anhelosa:
-Quiero que studies, Julio; que tengas una carre-
ra de verdad, de verdad!
Y cuando se iba, el nio senta, aun en medio de la
greguera del comedor, una impresin de soledad y de
sombra.
Luego, en los instantes de desfallecimiento, si la
fatiga o la dispersin de su inteligencia lo incitaban
C A T
SUS MEJORES CUENTOS
a apartar la atencin de los libros, la voz paternal
resonaba en su memorial como un reproche; cobraba
toda su imperative ternura, y los ojos se clavaban
otra vez con ahinco en la pgina, fuertes ya contra el
cansancio y las incitaciones externas. Pero, cual si ab-
sorbiera al par de los conocimientos una tristeza vaga,
a veces lloraba sin motivo concrete, y, sin saber por
qu, envidiaba hasta a los ms torpes.
Los domingos, al ver acudir en tropel a sus condis-
cpulos al locutorio y pensar en que su padre, por
causa para l indescifrable, no poda venir, tomaba su
pesar la forma del desamparo; y solo, en el vasto pa-
tio surcado de penumbras violetas, senta ansias de po-
nerse de rodillas ante todas las cosas, de dar sus di-
plomas, su vida ntegra, a cambio de aquella hora
robada a su cario por la absurda profesin que con-
sista en trabajar cuando los otros disfrutaban de
recreo.
Su memorial, al remontarse, hallaba lampos de
bruma que la extraviaban. De los primeros aos
apenas si sobrenadaban algunos de esos episodios
que tan pronto parecen ecos de sueos como de reali-
dades. Recordaba una casa de campo, unos brazos
rudos, poco maternales, largos das de sol en las eras,
inviernos: tiempo montono jalonado por el cambio
de estaciones... Arboles desnudos y frondas fragantes
y risueas despus...
Una maana su padre lo fu a recoger a aquel retiro,
y al verlo despedirse con congoja de la campesina y
llamarla madre, le dijo:
-Esa no es tu madre, nene mo; tu madre ya no
est en el mundo... Pero quedo yo para hacerte un
hombre.
A. H E R N N D E Z C A T
Y viajaron casi dos das enteros en el tren, llega-
ron a la ciudad y lo internaron primero en un colegio
ttrico, en donde pas cuatro aos casi sin ver a su
padre, de quien le decan los profesores que estaba
trabajando en Amrica. Despus cambi de colegio,
y entr en aquel, tan aristocrtico. Mejor, no tanto
por el lujo, cuanto porque su papato idolatrado vena
todos los jueves cargado de bombones y chucheras,
con los ojos siempre nublados de ternura.
Qu oficio era el de su padre? Al fin lo supo: es
i decir, supo el nombre de la profesin sin llegar a per-
Scibir -su sentido. A la vanidad del morenito travieso
Sque para terminar las discusiones deca: Pues mi
padre es ministry, vaya; a la complacencia de cuan-
tos podan decir: Mi padre es ingeniero, mdico,
abogado, l pudo oponer al fin: Mi padre es actor.
Los otros nios, derrotados por la novedad del voca-
blo, debieron preguntar en sus casas, pues a la noti-
cia escueta se aadieron bien pronto adjetivos que
granjearon a Julio primero el respeto y luego otra
envidia menos violent que la suscitada por sus m-
ritos escolares. Su pap no slo era actor, sino un gran
actor, el primer actor cmico del pas. Bah, ya poda
burlarse el pelirrojo diciendo que ser actor es hacer
tonteras: Por tonto no se admira a nadie!...
Aquellas miradas que lo seguan cuando entraba
serio y como encogido en la sala de visits, eran po-
pularidad, admiracin.. Qu das de orgullo disfru-
t Julio! Cada vez que senta aquietarse las conversa-
ciones y vagar sobre los labios de los visitantes, al
llegar su padre, una sonrisa, henchase de gozo, y se
le antojaba que el nombre paterno estaba inscrito, no
en el msero cuadro de honor del colegio, como el
SUS MEJORES CUENTOS
suyo, sino en un cuadro much ms vasto y ms
ilustre: en el cuadro de honor de la Humanidad ..,
Esta idea hacalo duplicar sus esfuerzos. Para l .6 1
ninguna leccin era larga ni rida. Lo important era A"
concluir aquel ao, a fin de poder pasar por primera .'
vez en su vida unas semanas junto a su padre antes de .
embarcar para Inglaterra, en donde deba continuar
sus studios. Contaba los das, las horas. La vehemen-
cia de su anhelo era tal, que se desbordaba por las
noches en sueos casi lcidos, de los cuales se desper-
taba muchas veces para continuarlos luego de un des-
velo meditativo. Qu lento es el tiempo de la esperan-
za y cun poco agradecidos nos mostramos a su mer-
ced! Julio hubiese querido precipitar los minutes,
cerrar los ojos y despertar ya en su casa, junto a su
padre...
Cmo sera su casa? Slo con pensar en ella se
aceleraba el ritmo de su corazn y los ojos se le hume-
decan. Siempre supuso que su padre fuera algo
grande; pero ahora tena de l una idea divina. Y
cuando sus manos fatigadas halagaban su cabecita o
sus hombros en alguna caricia, el nio se encoga, se
turbaba, y, confusamente, experimentaba la sensa-
cin de recibir algo como un nuevo bautismo.
Aquel ao la tarea no fu tan fcil: otro chico estu-
diaba casi tanto como l, y la lucha por el primer
puesto estuvo llena de alternatives. Corra la prima-
vera y una laxitud desmoralizadora ascenda del jar-
dn, ya en olor a tierra hmeda, ya en trinos de p-
jaros, ya en hlito de flores. Al principio de cada
leccin difcil Julio haba escrito esta palabra, a la
que nadie hubiera podido dar su inmenso sentido de
estmulo:
A. H E R N N D E Z C A TA
coga un instant su alma, pensaba en l, en la prxi-
ma temporada que pasara a su lado vindolo vivir,
y en seguida su energa mostrbase de nuevo gil y
dispuesta para la labor
Una noche, en el studio, un peridico circul de
Smano en mano y lleg hasta las suyas. Traa un ar-
: tculo lleno de ditirambos sobre la labor de su padre
en cierta obra reciente, y publicaba tambin fotografas
`y y-,de las escenas principles. La mano torpe y cruel del
pelirrojo haba escrito estas palabras al margen:
S < Mira qu feisimo est tu pap... Julio mir con
toda su alma, y tard much en descubrirlo.
Era aqul? Al travs del traje estrafalario, de la
peluca, de la barba postiza, casi no logr reconocerlo...
Apenas si un parecido remoto los ligaba. Dirase que
el verdadero ser, el de la voz dulcsima, el de los ojos
hondos y hmedos cuando hablaba de la madre muer-
ta, estuviese profundamente escondido dentro de la
figure del retrato.
Julio sinti impulsos de llorar; mas ante el hostile
crculo de miradas fijas en l, realize un esfuerzo
enorme y logr sonrer. Aquella noche no tuvo nece-
sidad de esforzarse para esperar a que todos se dur-
miesen: el hervor del pensamiento ahuyentaba el
sueo. Mil preguntas, mil impaciencias se entrecho-
caban; y temores sin forma hacanle abrir much los
ojos, cual si quisiera percibir en la sombra-alegora
del pbrvenir-algo amenazador. ;. -''i '
El no quera que su padre fuese feo. Estaba en esa
edad pura en que belleza y bondad son cosa nica.
Si el padre del uno construa puentes, el del otro sa-
naba enfermos o ganaba pleitos y el del pelirrojo
maldito no haca nada porque era marqus; el suyo
SUS MEJORE S
deba ser much ms important, much mejor...
jCundo llegara al fin la poca de pasar el primer
asueto junto a l, venerndolo, idolatrndolo! Todas
las medidas de tiempo parecanle sin fin... Y al ter-
minar el curso y ver llegar una tarde a su padre
para recogerlo, sinti ante el hecho tan esperado el
estupor que produce lo milagroso.
Oh el encanto, las sorpresas de los primeros das!
La casa era pequea, como un nido. Todo luca en
ella nuevo, claro. La camita suya estaba cerca de la
de su padre, y tena un crucifijo tallado en marfil.
La vida adquira all sosegados ritmos. Ni los parques
frondosos ni-los paseos en coche satisfacanlo tanto
como su casita.
La criada iba por las habitaciones a pass quedos. J ,
Sobre el comedor dos amorcillos repetan en el friso c'
una escena llena de gracia, que l vea una y otra vez
:sin fatiga, mientras su padre lea los peridicos. Nin-
gn capricho suyo dejaba de ser trocado en realidad
por el cario paterno; ningn cuidado se debilitaba
con los das. Y, sin embargo, al poco tiempo apare-
cieron dos nubecillas en el horizonte: la prirpera se -.
disip; la otra fue agrandndose, ennegreciendose, '-,-.<,,
hasta cubrir y amenazar su dicha.
La primera anormalidad ocurri una maana:
llamaron a la puerta, sali su padre a abrir, y al poco
tiempo sinti una voz chillona, a la que responda
la voz querida en tono a la vez airado y sofocado. Ju-
lio acudi, y su padre entonces, alargando algo a la
que gritaba, cerr con violencia la puerta y volvi 6 u:. A
hacia su hijo el rostro, donde slo la boca logra- ,
,ba fingir sonrisa. Julio no pudo sospechar la verda-
C U N 0
A. HE R N N D E Z
dera significacin de la escena; mas acaso ello contri-
buy a que la otra contrariedad se agudizase.
Por las noches, al irse su padre al teatro, la casa le
pareca de sbito sombra, vasta, enemiga. Por qu
lo dejaba tan solo? Por qu rehua l hablar del tea-
Stro y llevarlo a verle trabajar era el nico capricho,
Sque le negaba? Aquel miedo a las noches se hizo pre-
sente al amor paternal, porque empez a encontrarlo
despierto y nervioso al regresar de madrugada. Y
una noche, cuando ya lo supona dormido, oy su vo-
cecita suplicante:
-Pap, yo quiero tambin verte en el teatro si-
quiera una vez. No me quiero ir al colegio de Ingla-
terra sin haberte visto.
-Para qu, bobo?.. Para qu?
-No me compares la bicicleta ni la caja de compa-
ses, pero djame ir.
Haba tanta ansiedad en la splica, que el padre
prometi:
-Irs una de estas tardes, bueno... Duerme
ahora.
Algunos das despus, la criada llam con sigilo
al nio para decirle:
-Oye, esta noche vamos a ir a ver a tu pap. El
me di hace das dinero para que, sin decirle cundo,
furamos a verle. Me di para que furamos arriba;
pero yo pondr ms y tomaremos un buen sitio, para
.;" estar muy cerca. Ah, lo que vas a rerte!
Su impaciencia del colegio le pareci pequea al
compararla con la de aquel da. Lleg la noche al
fin, y fueron al teatro. El ruido de la sala antes de
levantarse el teln, las luces, las conversaciones, irrita-
', .'ban al nio, que hubiese deseado un gran silencio
C A T
S-U S M EJ O RE S
para concentrarse. Cuando empez la obra estaba
trmulo, y al or de pronto la voz querida hablar
desde dentro con inflexiones gangosas y extraas, el
alma entera fijsele en los ojos.
Cmo los vi su padre tan pronto desde el escena-
rio? Los buscaba ya al salir desde haca algunas no-
ches o fu misteriosa corriente anmica la que puso
en contact sus miradas? El efecto del choque hizo
desfallecer al actor, y sus compaeros de escena
notaron que algo le ocurra. Logr erguirse y sigui
hablando; pero en seguida se trabuc, y un siseo sur-
gido de un punto de la sala fu apagado por una de
esas salvas de aplausos con que el pblico parece de-
cirle a los buenos actors que un da se equivocan:
No te apures, sabemos quin eres y somos gene-
rosos...
La escena continue, y casi en seguida son otra
salva ms entusiasta, y luego otra y otras. Cmo se
ha crecido!, murmuraban algunos.
como nunca. Qu gracia de hombre!, susurrbase u
entire carcajadas. Y cana vez que Julio miraba hacia ,.
la sala, vea caras congestionadas, manos juntas,
mientras que en el scenario su padre, no el que l
conoca y adoraba, sino el calificado odiosamente por
el pelirrojo de feo y ridculo, se contorsionaba, adel-
gazaba la voz y pona una cara estpida que haca
morir de risa, mientras los otros cmicos fingan com-
placerse en prolongar a sus expenses una de esas
situaciones que pueden servir igual de base a una
bufonada que a un drama.
En cuanto cay el teln al final del primer acto,
Julio se obstin en volver a su casa, y la criada no
pudo retenerle.
C U N 0
A. H E R N N D E Z
-Ests malito, bobo?
-No, no.
-Es que no te ha gustado?... Mira que marchar-
nos sin ver toda la obra! Tan gracioso como est el
seor!
-Cllate!
Partieron, y el nio se acost iracundo, sin querer
explicar la causa de su enojo a la pobre mujer.
Cuando, pasadas muchas horas, sinti abrirse la
puerta, se hizo el dormido, y por entire las rendijas
de los prpados vi a su padre desnudarse lentamente
y apagar la luz. Los dos tenan certidumbre de que el
otro velaba. As transcurri much tiempo; al cabo,
el nio dijo en voz muy queda:
-Pap...
Y, al punto, la voz llena de angustia le respondi:
-Qu te pasa, mi nene? Quieres algo?
Hubo otro silencio. De sbito los sollozos del nio
llenaron por complete la sombra, y su vocecita, in-
mensamente dolorida, suplic:
-Que yo no quiero que t hagas rer!... Que yo
no quiero que t hagas rer, pap!
C A T A
HACIA DAMASCO
RECOSTADO de espaldas contra el piano, vien-
do cmo las luces, las personas, las risas y las
palabras hueras entraban a inmovilizarse en su
xtasis, lord Altenock oprima de rato en rato la arista
del mueble, hasta clavarse los botones del frac en la
cintura, a fin de no desasirse por complete de la
realidad.
Y era un dolor grato a travs del cual los fantas-
mas conservaban su carne y sus rangos, para seguir
siendo el embajador X, la marquesa B, el ministry Y,
los mismos secretaries y abogadillos doblados en cor-
tesas ridculas, sus esposas-pobres esfinges de se-
creto a voces-, y esas cien grotescas variedades de
muecos de todas las ferias de vanidades que se exhi-
ben de fiesta en fiesta.
Lord Altenock, hasta cuando se tasaba l mismo,
no vala much ms; pero tena sobre tantos advene-
dizos la soberbia secular de su riqueza y de su alcur-
nia. Era ms baldo y frivolo que ninguno, cierto. Y,
sin embargo, haba en su parasitismo algo de abso-
luto que lo investa con el prestigio de las perfecciones.
A. H E R N N > D E Z
Aos atrs, al salir de Oxford, su nombre estuvo
ligado a todas las grandes caceras y regatas; a todos
los partidos de polo, tennis y tiro de pichn. Despus,
como si en un azar violent de los deportes el espritu
hubiese adquirido una mala postura, lo inmoviliz
un tedio antiguo, sin duda heredado tambin, postrn-
dolo en un sopor de apariencia contemplative y de
realidad semi inerte. Fu entonces cuando estuvo vi-
viendo seis meses ntegros en el Traveller's Club, le-
vantndose para bancar al bacar, acostndose con
el alba, y sin asomarse siquiera una vez a las ventanas
para interesarse por la circulacin vital de la gran vena
que va desde el arco del Carrousel al del Triunfo.
La guerra lo sac de aquella dorada madriguera.
Quiso apasionarse y no pudo: el dolor, la fatiga y la
muerte le repugnaron igual que la vida. Y, lo mismo
que aquellas fajas de tierra de nadie situadas entire el
encono de dos trincheras, quedse entire el vivir y el
morir, al amparo de sus latifundios y de su nobleza.
Al llegar la paz todo el mundo sigui siendo para l
un espectculo aburrido. Y mujer, primavera, prdi-
das, ganancias y alcohol, continuaron dejndole tras
los sabores diversos del primer instant un largo
regusto a ceniza.
De tarde en tarde la burbuja de una ilusin subale
del fondo del alma so pretexto de un caballo, de un
automvil, de un cuadro o de una amante; y era como
una ansiedad de esperanza en alma y cuerpo, hasta
que una voluntad diablica nacida de lo ms hondo
de su ser, y a veces demonacamente anticipada por
su voluntad, volva a echar sobre todas sus horas el
gris uniform del tedio.
C A T A
SUS MEJORES
AHORA estaba al trmino inmotivado de uno de
aquellos caprichos que sola disfrazar de ilusiones.
Haba llegado en avin desde Londres para asistir a
aquella fiesta de la Embajada, movido por el imn
de una mujer. Y de sbito, al ver sus ojos verdes, su
cabeza andrgina, su aire equvoco con algo de espa,
de colegiala, de calculadora y de mdium lbrica;
al recibir de sus manos la copa de whisky que le ha-
ba transformado los salones de la Embajada en un
purgatorio, un precipitado de fatiga, de aburrimiento,
de orgullo de su raza y de anhelo de soledad, destrua
el hechizo.
Con la arista del piano clavada en la espalda, res-
pondi a la que estaba ya segura de dominarle:
-Mi automvil est a su disposicin, pero yo no.
Pueden retenerlo el tiempo que gusten: me levant
tarde y no tengo deseos de irme an.
La belleza ech atrs la cabeza, encendi un double
relmpago fosfrico en sus pupilas, y, remolcando al
bulto asmtico que le serva de madre, sali descon-
certada, furiosa.
Lord Altenock qued un rato en igual postura, y
luego fu a tumbarse en uno de los sillones del fumador.
Como siempre que pinchaba con impertinencias de
aristcrata la pompa irisada de una ilusin, permane-
ca atnito despus, resonante el alma de un inmenso
vaco.
En el fumador no quedaba nadie. Con la partida
de los tempraneros habase iniciado el reflujo hacia
los salones del opuesto lado. Y las risas, la msica, la
luz, llegaban mortecinas hasta all. Lord Altenock
sentiase febril, y fu a abrir una de las contraven-
tanas para apoyar la frente en el vidrio opaco, del
C U E T 0
A. H E R N N D E Z
aliento invernizo. Un fro puro, sin viento ni lluvia,
daba a la atmsfera transparencia terrible en la cual
las luces brillaban con anhelo. Slo de tarde en tarde
pasaba algn transente, curvado, fugitive. La noche
era como una faja de silencio mortal entire las fachadas
hermticas. Y para completar el smil, el mariposeo
frivolo de los copos comenz, y lentamente fue trans-
formando el suelo en sudario y en esqueletos los
rboles.
Lord Altenock aor con regocijo su cama tibia,
el ponche que le tendra dispuesto su ayuda de c-
mara. Y pens en irse.
Debi pasar much tiempo con la frente en el vi-
drio y el mirar en el lento amortajarse de la ciudad,
porque cuando se volvi, los salones estaban en pe-
numbra. Slo de la salita de juego salan las palabras
rituales y cargadas de responsabilidad del pker. Qui-
z en aquella mesa, como en la de Bismarck y Blome,
se estuviera jugando, al par que unos miles de francos,
el destino de dos pases.
Lord Altenock se encogi de hombros. Fu al guar-
darropa, despert al criado, y se puso su bufanda y
su abrigo de pieles. El automvil, sin duda, estara de
regreso ya. Iba a serle grato respirar sobre los cojines
un eco del perfume de la mujer y acaso un eco tambin
de su clera. Transform en ngulo recto al portero,
mediante la propina habitual de una libra esterlina,
y decline su oferta de ir a llamar su coche:
-No, gracias. Prefiero ir a buscarlo yo. No me im-
porta la nieve. Ha de estar ah mismo.
El perfect servidor no insisti. Y lord Altenock tras-
puso la marquesina y la verja, sin ver coche alguno a
ambos lados de la calle. Una esquirla de vanidad te-
C A T
SUS MEJORE S
ida de orgullo impidile volver a llamar a la puerta
que acababa de cerrarse. Puesto que le haba dicho
a la desdeada que retuviese el automvil a su antojo,
tal vez... Pero no, habra sido ftil venganza. Ella
saba que a una palabra suya el Embajador o cual-
quier invitado pondran a su disposicin otro vehculo.
Ya con el prurito de no molestar, dirigise a pasos
indecisos aun hacia la esquina. La avenida nevada,
con sus dos hileras de luces juntndose en el trmino,
lo atrajo. La idea de que alguien apoyado contra
una ventana lo mismo que haba estado l, pudiera
verle turbado, irresoluto, lo resolvi a apretar el paso.
El chofer supondr que me he marchado con alguien,.
y se ir a encerrar o se quedar en la puerta hasta
que abran por la maana.. Qu importa? Yo no tar-
dar en encontrar un taxi. Y ritm su march a con-
tratiempo de la calma artera de la noche, que pareca
querer aprovechar toda cobarde quietud de un mo-
mento para echar sobre ella su manto y transformar-
la en definitive.
El fro entrbale por la cara y por los pies, y la
humedad hacale sentir el esqueleto. Era una presen-
cia extraa, reumtica, nunca sentida antes. Y cual
si quisiera escapar de aquel esqueleto al par tan ex-
trao y tan l mismo, apret el paso.
La nieve caa vertical en la soledad, desorientndole.
Nunca haba estado a la intemperie bajo tal inhospi-
talidad de la Naturaleza, y una rara humillacin
empez a mortificarlo. Era cual una ofensa del tiempo
y de la ciudad a su casta, a sus blasones. Iba de prisa,
adentrndose en cada calle espaciosa y detenindose
cada seis o siete para tomar aliento y otear en vano.
La sombra y la dbil blancura de los copos impedanle
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A. H E R N N D E Z
ver que se alejaba much del centro. Al fin sinti pa-
sos detrs de los suyos, y, de nuevo, otra impresin
animal, esta vez de consuelo, de compaa, abrig un
moment su ser. El que tan bien se habra sentido
tantas veces solo entire la compaa respetuosa o adu-
ladora de otros series, qu mal sentase ahora en la
verdadera soledad!
Los pasos le ganaban terreno, y se volvi a esperar.
Eran dos hombres desharrapados. Sin duda, su deci-
sin de enfrentarse con ellos y su alta estatura los
amedrentaron, porque siguieron de largo. Pero poco
despus se detuvieron para decirle:
-Quiere que le busquemos un taxi, seor?
-S, gracias. Habr buena propina. Espero aqu.
--Ser cosa de nada; ya ver.
Se incrust contra el entrante de una puerta, dis-
puesto a esperar. El fro tremendo obligbalo de vez
en cuando a fingir unos cuantos pasos enrgicos.
Deba ser muy tarde. No se atreva a mirar la hora
por no desabrocharse el abrigo, y ni el menor indicio
permitale medir el tiempo en la noche paralizada de
hielo y negrura. Durante un rato su impaciencia y
su fro tuvieron una tregua, y se puso a seguir los co-
pos desde su aparicin en la zona luminosa de un fa-
rol, hasta verlos desaparecer. La nevada era compact,
incesante. Dirase el juicio final de las mariposas: ya
sin alas multicolores, todas blancas, fantasmas.
Fu una especie de abandon, de xtasis, del cual
hubo de reaccionar temeroso de que se le congelase la
energa de vivir de fantasmas...
Tacone y brace con mpetu. Lo mejor era seguir
andando! Lo que los dos hombres no haban hallado
,en media hora, poda a l salirle al paso. Desmintin-
C A T
SUS MEJORES CUENTOS
dole, la mirada de un automvil tuerto traspas la
atmsfera y la nieve, y fu acercndose hasta dete-
nerse en la cuneta.
Ya seguro, alegre, di la direccin al chofer, y en-
tr en el vehculo para desabrocharse el abrigo y
gratificar a los dos hombres.
-Tomad, repartios eso, y buenas noches-dijo.
Pero las manos que entraron en su busca no se di-
rigieron a las suyas, sino al rostro. En un minuto,
para recibir la ddiva de lucha rabiosa, pugn por
apartarse de la cara aquella mscara hmeda que
iba quitndole la conciencia. Se di cuenta de que el
automvil haba partido, de que haba cado en uno
de los pilagos de las grandes ciudades, y con sus pos-
treras energas quiso ya no golpear, sino gritar.
Los enemigos, en palabras mordidas de sarcasmo,
le decan:
-Quieto! Es mejor!... Si nos toca, adems de
quedarse sin nada, lo echamos al ro... Quieto!
Oy dentro de s un misterioso redoble de tambores
y una nota larga, como de cornetn, alejndose y de-
bilitndose hasta lo infinito.
Cuando volvi a ser l, era de noche todava.
Una humedad silenciosa, de tumba, lo rodeaba.
Entumecido, magullado, tacte casi alegre el dolor
de su carne para sentirse... Deba tener araazos
en el rostro y un golpe en la frente, recibidos en la
lucha. Record de sbito, y, aguzando el odo, oy
correr de agua.
Ya recobrado, la memorial del caso y una fren-
tica ansia de vivir lo irguieron. Deba estar bajo
un ojo de puente. Tena las ropas someras que le ha-
ban dejado, empapadas... Pero junto a l hall an-
A. H E R N N D E Z
drajos, con los que se cubri en seguida... Sus manos,
sabias de un instinto innecesario hasta entonces, iden-
tificaron unos pantalones, una chaqueta en harapos.
Con qu celeridad se los visti, sin echar de menos
a su ayuda de cmara! Un nuevo sopor amenaz con
invadirle, y comprendi que ceder a l sera darse al
sueo sin despertar. Ech a correr en la sombra,
huyndole.
Guiado por la brjula del terror, lleg a una esca-
lera de peldaos mohosos y la subi casi a gatas.
Cada escaln, cada partcula de tiempo, tuvieron
una gravitacin de dolor. El cuerpo, a su vez, re-
sucitaba despus de la mente, sintiendo la amenaza
de una herida al menor contact. Era como si toda su
carne fuese ahora aristas de carne viva en choque con
otras crueles e infinitamente ms fuertes. El paso ms
corto despertaba una jaura de canes mordedores y
mudos en las plants de los pies, en las piernas, en los
riones, en las costillas, en el cuello. Las orejas eran dos
ventosas de fuego o de hielo... As anduvo un es-
pacio que ya no meda el tiempo, sino los dolores, en
la obscuridad glida. Al cabo, a lo lejos vi una luz.
Y por primera vez en su vida, l, que haba hecho
tantos viajes, supo el verdadero sentido de la pala-
bra faro.
A NDUVO con afn, resbalando a veces sobre el asfal-
to en demand de aquel refugio. Slo muy cerca
de l identific uno de esos puestos de vigilancia obre-
ra en los tajos de obras urbanas. Era una tienda de
lona sobre la calle removida, y, dentro, una luz y la
silueta encorvada de un hombre sobre la rosa de un
hornillo.
C. A T K
SUS MEJORES
Entr y dej ir su alegra en un gran suspiro y en
una sonrisa bestial y buena que en otra ocasin ha-
bralo avergonzado. Haba un obrero joven tendido
por tierra, y otro, viejo ya, cerca de la lumbre. El
tiritaba y sonrea a la rosa de fuego, sin hablar.
-Eh?... Buenas noches... Te has cado! Calin-
tate un rato-le dijeron.
Mas por el ademn que por las palabras entendi
y, con ganas de rer y de llorar, reseca la boca del gran
silencio que le sala del alma, se acerc a la lumbre.
El hombre le hablaba en el idioma suburbial de Pa-
rs, pero con un acento nuevo, slo con las palabras
necesarias. Era cual si en los labios protectores nada
ms que lo substantive y estricto tuviese vida. Lord
Altenock contempl sus ojuelos de uva, su faz arada
por mil trabajos, y comprendi, por revelacin s-
bita, que cualquier explicacin sera intil.
El viejo le dijo, sonriendo, con hosca bondad:
-Calintate un poco y tmbate si quieres, ah,
hasta el relevo.
Pero un olor de comida, de sopa, suspenda su can-
sancio. El viejo adivin:
-Tienes gazuza. Algo ha sobrado, no te apures.
Aqu est.
Y comi, engull con gula primitive. Y casi de gol-
pe, al murmullo tibio de la cancin de cuna de la
hoguera, se qued dormido. El despertar fu brusco:
le sacudieron de los hombros y sinti, adems, un ca-
lor quemante.
-Eh, alza!... Ni que no hubieras dormido en diez
aos,.. Hemos tenido que acercarte el hornillo...
Ese chirlo de la frente, fu ria o cada?
Hablaba el viejo. Otros obreros haban surgido y
preparaban utensilios rudos. La obscuridad degene-
A81
C U N 0
A. H E R N N D E Z CATA
raba ahora en una niebla sucia, amarillenta, como he-
cha de vapores de cieno, de pegajoso humo y de
eclipse.
Lord Altenock sentase dbil, y, con un chaque-
tn sobre los hombros, sostenido por el anciano, in-
tent andar. Su personalidad no estaba abolida en su
conciencia; pero una pereza, una repentina descon-
fianza de s mismo y de cuanto pudiese restituirlo a
su posicin real, hacalo enmudecer y rechazar los
pensamientos vanidosos. No era un noble, un nombre
del Gotha: era un ser que haba sido robado, golpeado,
confortado; un hombre que estaba viviendo unas ho-
ras contagiadas de eternidad, desde las cuales el pa-
sado y el porvenir adquiran identidad brumosa de
sucesos y de valor tico. Era un hombre nada ms
-nada menos-por primera vez en su vida.
Salieron del acogedor faro de lona y anduvieron
sobre el barro, por entire calls invisibles. Una vez,
frente al escaparate refulgente de una pescadera-
que era la joyera de aquel srdido barrio-,tropeza-
ron con un guardia, y hubo en el alma de lord Altenock
el salto de un resort. El uniform modesto era la
puerta viva de entrada a su hotel, a sus palacios, a
sus riquezas transmitidas por cien ignotos ascen-
dientes. Pero a la pereza y al anhelo difuso de renun-
ciacin, se junt el miedo a no ser credo. Su aventura,
tan vulgar, adquira ante su propia conciencia algo
de increble; y falto de fe, desconfiaba de poder trans-
mitirla a los otros.
Sentase sucio, harapiento, famlico otra vez. Era
cual si toda la larga realidad de su existencia se hu-
biese trocado en .excepcin, mientras, en cambio,
aquellas horas de desventura primaria, de fro, de
SUS MEJORES
abandon, de contact con la miseria base del mundo,
hubiesen saturado su alma. Y por moments no se
,daba a s mismo la impresin de ser un privilegiado de
la tierra que viviese el sueo de transformarse en pa-
ria, sino la de un paria a quien la imaginacin le ju-
gase la mala pasada de sugerirle imgenes de riqueza
y poder.
Adems experimentaba, abandonndose al curso
de su peripecia, una suerte de voluptuosidad. El vie-
jecillo se detena a comprar, a hablar con menestrales
y comerciantes. Y el espectculo de un nuevo univer-
so entrbale a su acompaante ms que por los odos
y por la vista, por todos los poros del cuerpo y del es-
pritu, empapndolo lo mismo que otra niebla forma-
da de lgrimas. Hasta entonces los pobres que conoci
fueron lacayos, criados, cargadores de palos de golf,
mozos de casino o de restorn, con algo de alcahuetes,
hombres de propina y de adulacin sobre los cuales un
reflejo de la riqueza pona relumbres impuros.
Entraron en un portal: boca de fermentado aliento
abierta en la calle. Subieron unas escaleras desgasta-
das y viscosas. Penetraron jadeantes en un zaquiza-
m de techos oblicuos... Y oy cuchicheos y rezongos
de mujer, curiosidad de muchachos astrosos. El viejo
repeta en diversas entonaciones, cual si pudiese con
ello hacer pasar por various un argument nico:
-Si luego t eres la primera en ablandarte, con-
tra! No lo ibas a dejar morir de asco... Uno sabe
lo que es el hambre y el fro y el sueo... Luego un
.hombre roba, coge un cuchillo y, mata, y dicen!...
Ya ves lo que ha tardado en cerrar los ojos... Luego
t eres la primera que te ablandas, concho!
Al despertar, ya la mujer haba vuelto de su tra-
C U N 0
A. H E R N N D E Z
bajo y guisaba. El viejecillo jugaba con los nietos a
los naipes. Comieron. La mujer quiso saber su historic,
y l, en lugar de contar, incapaz de mentir por falta
de fantasia, les pregunt que con cunto seran fe-
lices para que los hijos mayores vinieran de las minas
en donde le haban dicho que trabajaban, y ellos pu-
dieran descansar de la vejez.
La pobreza, siempre confidencial, cay en el lazo;
y entonces la imaginacin les falt a ellos, y se pu-
sieron a gastar chanzas y a decir cantidades absur-
das, demostradoras de que jams haban tenido jun-
to lo preciso para vivir un mes. En la conversacin,.
vidas de otros amigos, de otros conocidos, se engrana-
ban, y una fauna nueva, un universe de dimension
insospechada, se abra ante lord Altenock poco a poco.
S, l saba que el mundo est dividido en pobres
y ricos; mas a pesar de eso no saba lo que era la po-
breza, como no haba sabido lo que era la riqueza
tampoco. Ya vido de conocimiento, sali con el an-
ciano y visit las entraas dolorosas de la ciudad;
visit larga, de convivencia. Durante una semana,
gozando y sufriendo la melancola de que nadie le
buscase, de que a nadie perjudicase su ausencia, no
conoci el tedio ni los digestivos. Gradualmente, por
dignidad, ayud al hombre y a la mujer, que tejan
cestos, y sinti la inefable complacencia que produce
el trabajo dejado detrs. Una tarde, al cabo, se separ
de su bienhechor y no acudi a la cita. La mujer, al
ver llegar solo al anciano, le dijo:
-Mejor... Habr encontrado qu hacer u otros
tontos que le llenen la panza, y no se volver a acor-
dar de nosotros.
-Bien, bien... Eso no importa. El caso es que.
C A T
SUS MEJORES
cuando apareci en el tajo tena hambre y sueo de
no s cuntos das, qu caray! Luego t eres la pri-
mera que te ablandas.
Aqu acaba la aventura de lord Altenock, porque no
s si vale la pena relatar su vuelta al hotel y el
estupor burlesco de sus criados. Quizs un narrador
sentimental diese valor a la escena en que los dos vie-
jos recibieron, de manos de un notario, la renta vita-
licia superior seis veces al journal que entire ellos y sus
hijos ganaban. Pero lo que s es preciso decir es que ya
la vida del noble no pudo volver a ser la de antes.
El parntesis abierto en la desolacin de la avenida,
bajo la nieve, no consigui cerrarse. Se le vi inquieto
en los crculos, en las reuniones. Se dijo que sola dis-
frazarse de mendigo para ir a buscar no s qu-acaso
goces inconfesables, murmuraban quienes se llamaban
sus ntimos-a los rincones hirvientes de miseria.
Con irnica sorpresa comentse que se daba al estu-
dio y que su camarada era un loco predicador de la
redencin por el trabajo: uno de esos locos moralistas
que, de tiempo en tiempo, a modo de anacrnicos y
estriles profetas, pasan por las grandes ciudades.
Un da los peridicos anunciaron que lord Alte-
nock haba vendido todos sus dominios y partido no
se saba a dnde. Por ser poca de calma poltica la
prensa valoriz la noticia, y various reporters bus-
caron al loco predicador en informative competencia.
-Es verdad que se ha ido a un convento?
-Es cierto que, convertido por usted, va a come-
ter el disparate de trabajar?
-Es exacto que va a fundar en tierra lejana una
industrial en la que l ser el primer obrero?
C U N 0
A. H E R N N D E Z
-Dganos, al menos, dnde se ha ido, que es lo im-
portante.
Y el loco, cuerdamente, les respondi mientras
remendaba sus zapatos:
-No s, no s... Lo que s puedo asegurarles es
que no se ha ido porque s, sino porque oy una voz
que lo llamaba. Todos los das ocurren milagros y
no hay quien se pare a reconocerlos. Tenemos tanta
prisa! Milagros en la vida cotidiana, milagros en la
Ciencia... Y as ha sido siempre. Quin no ha visto
alguna vez caer una manzana de un rbol? Y slo
Newton pens, al verlo, en el Universo... Lord Al-
tenock ha escuchado, ha credo ver, y... Puedo de-
cirles confidencialmente que ahora est camino de
Damasco. Se ren? Pregunten en la agencia Cook,
a no ser que prefieran, para ganar tiempo, averiguar
lo que le pas en igual sitio, hace ya muchos aos,
a un tal Saulo, oriundo de Tarsos, de quien ustedes
casi de seguro no han odo hablar.
C A T
LOS MUEBLES
N O recuerdo quin inici la conversacin, y ahora
me parece que debi ser l mismo, porque slo
el deseo de contarnos sus historic explica que
se hable de locos en el tren, en lugar de hablar de
toros o de poltica. Mi mujer, que estaba a punto de
adormecerse sobre los cojines del respaldo, se desvel
en cuanto lo oy hablar, y me ha confesado despus,
aunque yo no lo creo, que a pesar del aspect normal
del compaero de viaje tuvo un instant miedo y re-
cord varias ancdotas de robos y crmenes cometidos
entire dos estaciones distantes. En fin, sea como fuera,
el caso es que, inclinado hacia nosotros, habl durante
casi todo el trayecto y nos tuvo ms que interesados,
sugestionados. Me parece ver an su frente muy
convexa, con grandes entradas, y su cabellera en tor-
no a la cual revoloteaban lentamente innumerables
partculas de polvo que se hacan luminosas en los
haces del sol.
-Cuando se conozca el mecanismo del cerebro ver
cmo mi creencia de que toda locura es una superiori-
dad abortada, se comprueba. Repare usted, en que los
A. H E R N N D E Z C A T
hombres superficiales mariposean en muchas ideas sin
ahondar en ninguna, y que en todo descubrimiento,
en todo invento, hay algo de mana. Al sabio le es pre-
ciso concentrar la atencin y aislarse de modo que su
inteligencia se proyecte ntegra sobre el problema a
resolver. De Newton, o de no s quin, se ha escrito
que iba a veces, sin darse cuenta, con un pie en la
cuneta y otro en la acera... Casi todos los sabios
antes de triunfar tienen fama de locos .. El loco, por
lo general, ve una sola idea ya perfect, ya defec-
tuosa, y se le obscurece o aclara el resto del mundo.
Al sabio le ocurre igual... Slo que la calidad de ma-
na es superior. Yo no digo que sea lo mismo; pero s
que el funcionamiento cerebral ofrece en ambos ca-
sos tal analoga, que vale la pena de basar sobre ella
mi hiptesis... Y esta hiptesis, mejor dicho, esta
teora, no se me ha ocurrido de pronto, sino por ex-
periencia personal.
Porque yo he estado loco o casi loco, y fu a causa
de una idea razonable llevada a esa insistencia, a ese
exclusivismo que en unos produce el descubrimiento
genial y en otros la perturbacin de las facultades
mentales. Que cmo fu la cosa? Har prximamente
unos dos aos, y s61o me dur quince das.
Cruzbamos por un puente de hierro, y el estrpi-
to domin su voz. Yo aprovech la pausa para tran-
quilizar a mi mujer con una mirada. La rapidez de la
march daba la ilusin de que los surcos de tierra
labranta se curvaban a nuestro paso, y de que las
montaas, a lo lejos, cambiaban lentamente de sitio.
Nuestro compaero de viaje continue:
-Yo preparaba mi doctorado y acababa de pasar
una enfermedad de la que sal dbil. El studio por
SU S MEJORES
una parte y por otra algunos excess, debieron in-
fluir... El caso es que un da, en el bao, not que es-
taba muy delgado y tuve de pronto miedo a morir-
me. Esta idea, que era razonable, verdad?, me hizo
en seguida tomar precauciones excesivas: Compr re-
constituyentes, busqu en la cuarta plana de los pe-
ridicos los anuncios ms increbles, y cegndome pa-
ra una cosa que no hubiera dejado de advertir en
circunstancias normales, llevaba medicines y ms
medicines a la mesa de la casa de huspedes, sin re-
parar en los guios y en los codazos que, sin duda,
debieron darse mis compaeros ms de una vez bur-
lndose de m.
Yo haba sido siempre descuidado, con ese des-
cuido que dan la juventud y la robustez, y por eso mi
cambio debi de llamarles ms la atencin. Me ati-
zaba grandes caminatas, tomaba duchas, me acos-
taba temprano, y ajustaba mi vida a los preceptos
de la ms rigurosa higiene. No daba la mano sin guan-
tes, por temor a cualquier contagio. Llegu a sufrir
de sed por no beber en vasos annimos. Y a veces, en
la calle, un vehculo distant an me obligaba a dar
un salto para esquivarlo, como si me fuera a atrope-
llar. Compr un termmetro, un botiqun; tom to-
das las precauciones... Y, sin embargo la idea, en vez
de debilitarse o de estacionarse siquiera, se iba forti-
ficando, iba aboliendo todas las dems, me iba pose-
yendo con ese exclusivismo que constitute, en suma,
la mana.
Ver un entierro me pona tan nervioso que los
adivinaba desde lejos y daba grandes rodeos para
rehuirlos. No tard en conocer dnde estaban todas
las funerarias, y si me vea obligado a pasar por de-
C U N 0
A. H E R N N D E Z
lante de alguna con cualquier amigo, cerraba los ojos
y me apoyaba en su brazo. Porque esta tortura, este
acaparamiento por la idea y el temor de la muerte,
me dejaban apto para la vida cotidiana, como si, por
automatismo, los antiguos resorts permitieran al
cuerpo no descubrir el secret que detrs de la frente
corroa la razn poco a poco.
Yo no me explico cmo al ome hablar, al verme
sonrer, las gentes no advertan el esfuerzo que me
costaba. El pensamiento era ya tan tenaz que soaba
con l. Todas las luces eran para m blandones, todas
las zanjas sepulturas, todos los coaches carros fnebres.
Los das nublados me parecan das a propsito para
morirse, y los das de sol me traan tambin. por con-
traste, la vision de la muerte. A veces me agarraba a
una baranda, al brazo de un amigo, a un invisible
sostn a la vida, que mi mano buscaba crispada en el
aire. Las plazas me daban una sensacin de vaco
o de torbellino ms bien. Me tena que morir! Me
tena que morir! Al dolor pasivo y resignado de des-
aparecer, sucedi un sentimiento de protest y de
ira: Yo hubiera querido morirme en un cataclismo
general. Convencido, despus de pensar much, de
que era impossible engaar a la Muerte, pensaba con
agrado en un choque interplanetario; y desde mi ven-
tana, por las noches, miraba con simpata a las gran-
des estrellas que parpadeaban dulcemente en el cielo,
y no por su diamantina belleza, sino porque de un
enorme topetazo podran concluir con todo...
Entonces pasaba horas y horas pensando en mis
parientes, en mis amigos, en los conocidos que mori-
ran si una de aquellas estrellas se decidiera... Mo-
rira mi madre y la patrona de la casa de huspe-
CAl AT
SUS MEJORES
des; morira Julio Noes, tan orgulloso de ser pasante
de Garca Nieto, que morira igualmente, sin llegar a
ser ministry; morira aquel seor de barba cana que
iba todas las tardes en el mismo tranva que yo y
se bajaba frente a la Biblioteca Nacional; morira la
seorita que bailaba en el circo sobre los lomos de
un caballo, y morira tambin el caballo... Lo que
me pona furioso era la idea de morirme yo solo; de
que me llevaran por las calls dentro de una caja,
entire la indiferencia de los transentes, y de que a los
dos das, evaporadas unas cuantas lgrimas y absorbi-
dos por las preocupaciones perentorias unos cuantos
recuerdos, quedase todo como si yo no hubiera pasado
por el mundo.
Creo que si entonces un poder omnmodo hubiera
puesto en mi mano la inmensa hoz con que segar
de un golpe toda la humanidad, habra sido asesi-
no... Lo he sido casi, porque ms de una vez, feroz-
mente, esboc el movimiento de segar multitudes, as,
de un tajo solo.. ., ras!
Me complaca matando moscas, pisando hormigas
destruyendo pequeos objetos, viendo mustiarse las
flores... Y no era por un goce abstract del mal, sino
para convencerme a m mismo de que aquellas cosas
moran antes que yo. Lo primero que lea en los pe-
ridicos era las esquelas de defuncin. Y un absurdo
sentimiento de gratitud hacia los que ya se haban
muerto me haca aprender sus nombres de memorial.
Una detencin brusca del tren, que nos hizo cabecear,
origin otra pausa. Bordebamos un talud, y abajo,
en la vasta planicie, various pueblos parecan rebaos.
Sin atreverme a mirarla directamente vi reflejarse en
el cristal las pupilas dilatadas de mi mujer. Cuando
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A. H E R N N D E Z
la march se volvi a acelerar, ella y yo, con tcito
propsito de cortar por falta de atencin el relato,
miramos al paisaje, viendo pasar a regulars inter-
valos los postes que ms parecan entorpecer que sos-
tener a los cinco hilos vibrantes y casi sonoros del
telgrafo. El silencio y la quietud de nuestro compa-
ero nos oblig, tambin por miedo tcito, a volver la
cabeza. Y lo encontramos en la misma actitud, espe-
rndonos para proseguir:
-Una tarde fui con various amigos a visitar una al-
moneda de muebles-dijo-, y all fu donde mi
idea, que hasta entonces haba sido una idea razo-
nable, exacerbada si se quiere, pero razonable, tom
el aspect monstruoso que caracteriza la locura...
Ibamos entire una double fila de bargueos, de me-
sas, de consolas, de aparadores, cuando, por invita-
cin de quien enseaba los muebles, nos detuvimos
.ante un armario normando. Me parece verlo todava:
Era un armario enorme, venerable. En el centro de los
dos tableros de roble que formaban sus puertas, sendos
-motivos ornamentales, tallados en relieve, daban
idea de fortaleza y de prosapia. Las bisagras se pro-
longaban en rameados nervios de metal, incrustn-
dose en las puertas para sostenerlas mejor. Ninguna
de las molduras, ninguna de las cornisas era enco-
lada. Qu odiosa solidez!
Todo macizo sobre sus patas un poco divergentes,
estaba ante nosotros erguido, inconmovible, con un
indudable gesto de superioridad y de irona que qui-
z yo no hubiese advertido si el maldito hombre de la
exposicin no nos dice: Miren qu muebles: tiene lo
menos siglo y medio y vivir ms que nuestros hijos.
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S U S M-E J O R E S
Un mueble como ste es inmortal y puede mirarnos
por encima del hombro.
Salimos; pero yo llevaba ya la idea en el cerebro
como se llevan en el cuerpo los grmenes de una en-
fermedad much antes de que se manifieste.
darme de aquel armario. Estuve invitado a cenar y
no s siquiera lo que com. Vea dentro del plato las
dos rosetas talladas en las puertas del mueble, y el
adorno de lechuga y de huevo de un pescado se enne-
greci de pronto a mi vista, se desfigur, y tom el
aspect de la cornisa... Yo hablaba, responda a las
preguntas, alternaba en las conversaciones, y, sin
duda, nada dije normal cuando nadie se sorprendi;
mas de lo que s estoy seguro es de que mi pensa-
miento no intervino en nada de cuanto charl; de
que fu slo mi boca la que habl, porque mi activi-
dad cerebral entera se empleaba en condensar y sa-
car corolarios mltiples a esta idea, ramificndola ya
en imgenes, ya en consecuencias, ya en ejemplos:
las obras del hombre son como los hijos del pelcano,
que se alimentan de las entraas engendradoras. Las
cosas tienen una actitud de mofa cruel para los hom-
bres, y los ven pasar entire crujidos de sarcasmo...
JAquel armario nos miraba de una manera...!.
las angustias de mi pensamiento, me dirig a mi casa,
pero antes, para contrarrestar mi obsesin, entr en
una librera y compr una de esas novelas que las
gentes llaman muy entretenidas. Me acost, y me puse
a leer, a intentar leer. Creo que era la historic de
un polica de talent tan extraordinario, que resultaba
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estpido por resignarse a tal oficio... Aunque su ta-
lento no deba ser tan grande cuando no vea lo que
vea yo entire los renglones: innumerables imgenes
del armario normando que me miraban con sus dos
rosetas de talla, y me sonrean con la risa de cobre de
sus goznes, dicindome: Cuando t ya no seas nada,
ni siquiera polvo, yo estar aqu, y me abrir a la luz
y a la primavera, y guardar las ropas intimas de
alguna mujer que ser hermosa, que se har vieja,
y tambin se ir a podrir en la tierra igual q'ue t,
mientras que yo me quedo!.
En un arranque repentino dej el libro y me vol-,
vi para soplar la luz; pero en la pared vi mi sombra
en una silueta rgida, yacente.. Me vi muerto con
una exactitud abominable. Me vi muerto como he de
star un da... Y al mismo tiempo todos los muebles
de la habitacin -la mesa de noche, el lavabo, las
sillas-empezaron a gritarme odiosamente: Nosotros
no necesitamos ser tan fuertes como el armario de la
aimoneda para vivir ms que t, pobre hombre.
Afnate, lucha, que nosotros te hemos de ver como te
has visto ahora: muerto, muerto!, muerto!... Ja,
ja, ja!. Y se rean...
Entonces yo sent el frenes de los criminals. Me
levant, fui a la cocina, cog el hacha, y volviendo de
puntillas a la alcoba para sorprenderlos mejor, me puse
a asesinar a los muebles. El hacha henda cuerpos, cor-
taba venas, rajaba, airada, corazones-porque los
muebles tienen corazn-, y a cada golpe yo gritaba
tambin, para acallar sus gritos...
Fu magnfico: ni uno qued con vida. Cuando en-
traron los compaeros de la casa de huspedes y logra-
ron sujetarme, ya estaban muertos todos... Me lle-
C A !,
SUS MEJORES
varon al manicomio, donde estuve seis meses... Y ya
estoy curado. Pero, no obstante, creo ms que nunca
que, en principio, mi idea era razonable y hubiera
sido bella, ya que no til como la de un sabio, de no
haberla llevado al paroxismo. Seguramente para des-
cubrir o inventar hay que pensar con aquella inten-
sidad dolorosa que pensaba yo, olvidando el resto
de la vida. Por esto estoy convencido de que cuando
se estudie el funcionamiento del cerebro... .
Sin poderme contener, le pregunt:
-Y de aquella idea, como usted dice, no le queda
nada? Cuando luego ha visto usted un mueble muy
slido, este vagn, pongo por caso?..
-Nada-me interrumpi-, es decir, nada vio-
lento... Adems, es que ya no me fijo; que mi aten-
cin, igual que la de casi todas las personas, est dis-
persa... Pero si alguien me lo hace notar, como us-
ted ahora, no puedo evitar que se me crispen un poco
las manos y se me llene el alma de melancola. Y es
que la vida es hermosa, verdad?
Un silbido trmulo rasg el aire. Mi mujer haba
ido subiendo la mano poco a poco, hasta colocarla
junto al timbre de alarma. Cerca de la va, sobre un
campo de amapolas, un toro alz gallardamente la
cabeza a nuestro paso, en actitud de reto.
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